4. Pablo y Rosa. La Profecía

Capítulo II

Ojos Azules

La chica llevaba un tiempo observando al payo, grande como un caballo, un metro noventa le calculó a ojo, unas espaldas de camionero, y se le caía la cara de guapo, como un Di Caprio “jarto” de esteroides; a pesar de eso, a la vez transmitía ternura; la miraba continuamente, bueno a ella o a su prima, y no creía que fuera por la guapura. Eso la mosqueó, daba muchas vueltas, si hubiera sido él solo, bien, pero otros dos tipos también lo hacían y no compraban nada.

Tenía fama de observadora, de que no se le escapaba nada, y tenía que serlo para comer todos los días, sobre todo para personas como ellos. El grandote tampoco le quitaba el ojo de encima, estaba encantada; a pesar de todo, sentía en su interior que algo no iba como tenía que ir.

Tomó el móvil, llamó.

– ¿Tío Ricardo?

-Dime, Rosita.

-No traigas la furgoneta con el material hasta que te llame de nuevo, algo me huele a fritanga.

-De acuerdo.

Su tío, le hacía caso normalmente, Rosa no hablaba por hablar, quizás se equivocara, pero mejor prevenir que curar.

Siguió observándolo con el rabillo del ojo, mientras pregonaba las excelencias de su ropa, que apenas si quedaba, su Tío no se iba a acercar al puesto mientras no lo llamara de nuevo. Gracias a Dios.

             Suspiró, un hombre así le gustaría a ella, pero si era policía, inalcanzable, y si no lo era, peor, además, le sacaría por lo menos siete u ocho años.  No le importaba, entre los suyos era normal la diferencia de edad, de hecho, su prima y ella iban tarde en casarse, sin embargo, sabía que los payos tienen otras costumbres, posiblemente tendría novia o estaría casado. “Que desperdicio de hombre”, pensó.

Sonrió pensando “pájaros que me rondan por la cabeza, nada más, estoy tonta, seguro que ya mismo me viene “el tío de América”[1], así estoy, loca “perdía”.

             A pesar de todo, seguía observándolo entre los travesaños del armazón del puesto, y sin saber por qué, no podía apartar los ojos de él. El tipo no la perdía de vista, escondido tras las gafas de sol. A pesar de que se movía mucho, siempre estaba a su vista, ella bajaba la cabeza y cuando la levantaba o se volvía, allí estaba mirándola.

Su prima seguía pregonando a voces «que me lo quitan de las manos”, “de calidad y el más barato del Mercado”, ignorante de la situación y por supuesto de sus pensamientos.

Apenas si la oía, pero de pronto le gritó, ¡Rosa!, de un bocinazo que casi la deja sorda.

– ¿Qué coño quieres?, -le contestó con cara de mala leche.

– El tuyo, “chocho”, -la miró con cara de «espabilá».

-Tráeme los niquis del cocodrilo.

             Así era Angelita, la boca de un camionero y el corazón de un ángel. Aunque ella tampoco era muda.

             Se fue a darle lo que pedía, cogió una caja con Chemise la Coste, rojos de la talla 60; al volver se encontró a bocajarro con el guapo de dos metros. Pensó que, si se le ponía delante, tan grande como era, seguro que no le daba el sol hasta que se moviera.

             Se quedó con la boca abierta. En ese momento se volvió hacia ellas.

– Largaros de aquí ahora mismo, -el hombre se empinó, pensó Rosa que parecía un poster el hijo de p….

-Rapidito.

– ¿Que chamullas?, Payo, -Ange se le enfrentó con los brazos en jarras.

– Payo y Policía, -repitió acercándose más a ellas.

-Largo.

Dio la vuelta y se marchó, Angelita que lo había oído se puso nerviosa y le mandó.

– Chocho, -puso cara de espanto.

-Corre, – le indicó con espanto a Rosa.

– No corras tanto, -respondió con sorna Rosita.

Rosa miró con cara de picarona observando al que se iba.

-Que acabas de conocer al padre de mis hijos.

Ella misma se sorprendió de la fortaleza de su afirmación, de cómo le había salido sin pensarlo siquiera.

– Vete a la mierda, Primi.

Ange empezó a mover los brazos de arriba abajo.

-Recoge, que me veo en el calabozo.

             Ella casi no recordaría lo que sucedió después, todo mecánico, lo hecho mil veces, todo igual, pero mucho más rápido.

             Desmontaron en apenas diez minutos, y se quedaron allí paradas, como tontas, esperando a que cualquiera de su familia llegara y las sacara de allí.

Solo se miraban la una a la otra, ninguna de las dos abrió la boca, cosa realmente extraña, pues siempre charlaban como cotorras. Estaban asustadas, pero ninguna quería parecerlo.


[1] La regla o menstruación.

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