33. Pablo y Rosa. La Profecía

Carita de modosa, con las manos en el regazo.

– Lo que dice el Ayo, ¿es santa palabra?, -preguntó, aunque sabía la respuesta.

– Siempre, -y ella lo comentó sin la más mínima sombra de duda.

– Me cae bien tu abuelo, -afirmó Pablo, y era cierto.

– El Ayo es el mejor del mundo.

Puso una cara que hubiera deseado que se la pusiera a él.

– No lo dudo.

“Las babas, Pablo, las babas”, pensó durante unos instantes en los que creyó que era cierto.

– Ni tú, ni nadie que lo conozca.

Ya sacaba el genio.

– Y tú, ¿qué te cuentas?, -le preguntó, quería saber más de ella.

– Poco, hoy no nos han dejado ir al puesto, era en un pueblo, y la tía ni nos ha despertado, el Ayo nos pidió que nos quedáramos en casa.

Algunas veces parecía una niña pequeña.

– Os levantáis temprano, ¿no?

Pablo la miró, se derretía solo con verla.

– A las cuatro o las cinco, depende de donde vayamos.

Empezó a mover las manos, parecía que se le iban a salir.

Tenemos que montar el puesto, poner las prendas que se vean bonitas, sino no se venden, y dejarlo todo preparado para las nueve de la mañana.

– ¿Todos los días?, -preguntó Pablo extrañado.

– Si no llueve, sí.

Lo afirmó sin lugar a dudas.

– ¿Sábados y domingos?

 ¿Ni fin de semana iban a tener?

– Sí, son los mejores días, -asintió con la cabeza, como preguntándole a Pablo si era tonto.

– ¿Desde cuándo lo haces?

– Desde siempre, -suspiró Rosa.

– Tiene que ser agotador, -le respondió Pablo.

– Cansa, pero es muy bonito.

Rosa puso unos ojos soñadores, y Pablo vio lo que ella le estaba describiendo.

– Mientras pones el puesto ves amanecer y se te pone la carne de piel de gallina, el aire se calma, y durante un momento estás en el cielo, no en el mercadillo, y mi prima Ange, es como mi hermana, un regalo, más que una hermana, la que no tengo, pero creo que así querría a mi hermana si tuviera una.

              Las babas se le caían a Pablo, pero seguía en su papel.

– ¿Y tus padres?

Se le escapó, pero ya estaba dicho.

              Agachó la cabeza, e inmediatamente se arrepintió de haberle hecho la pregunta.

– Lo siento si he preguntado algo que no debía.

Se disculpó de corazón.

– No, no, no tengo padre, y mi madre se murió cuando yo vine, el único padre que conozco es al Ayo, y a mis tíos que me han criado.

Rosita agachó los ojos, y la luz se apagó.

– Lo siento.

Y lo sentía realmente.

– No, no lo sientas, es así, es la verdad.

Lo miró con ojos lánguidos.

              Durante un instante Pablo sintió la necesidad de abrazarla, de protegerla, de impedir que cualquier mal momento pasara por su linda cabeza.

– Pero estoy bien, me gustaría haber conocido a mi madre, pero Dios la quería más que yo, y le doy gracias por tener al Ayo, y que me lleve a mí antes que a él.

– No digas eso, mujer, tu abuelo me parece que es de tronco de roble, como decimos en mi tierra, fuerte como un caballo.

              Levantó la cara y sus ojos se fijaron en los suyos, casi perdió la cabeza.

– ¿Y tú?

Le preguntó mirándolo fijamente.

– Yo…

Pablo tardó una eternidad en poder responder a su pregunta, estaba embobado.

– ¿Lo que haces te gusta?

Se quedó esperando su respuesta, como si le importara mucho.

– Todavía no te lo puedo asegurar, llevo una semana de Inspector, pero…sí, me gusta y mucho. Me gusta proteger, no me gusta que le hagan daño a nadie.

Era la pura verdad.

– Yo desde luego me sentiría protegida por alguien como tú.

¡Que mirada!, ¡que resplandor el de sus azules ojos! Sintió la voz, “Nunca permitiría que te pasara algo malo mientras estuviera con él, y al decirlo se sintió tan seguro como del hecho de que se estaba enamorando.

              Otro largo silencio incómodo.

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