
Ahora el que se puso colorado fue Pablo.
Rosita se reía, pero de una forma que no le ofendió, sino que le hizo sonreír.
– Ya creía que no sabías reírte.
Lo miró a los ojos, ¡qué belleza!
– Pues sí, pero poco.
Pero baba si tenía Pablo y la estaba perdiendo toda.
Sacó de una bolsa de plástico una camisa de Gant. Azul con rayas blancas.
Señaló la camisa.
– Siempre rayas verticales, las horizontales con lo grande que eres te harían gordo, o colores lisos, ¿te parece bien?
Con esos ojazos mirándole por derecho, Pablo pensó que cualquiera decía que no.
– Tú mandas, -le contestó, eso lo tenía claro.
– ¡Qué bien!, ya mando a la Policía, -Rosita se río como una niña pequeña mientras aplaudía.
Ester que estaba en una esquina sólo le pidió.
– Rosita…, -la miró con semblante de enfado.
– Vale tía, es una broma, -cara de niña buena no, buenísima.
Siguió cogiendo prendas una a una, las sacaba de la bolsa, y a su parecer, sin pedirle ninguna opinión, fue descartando las que no le gustaban o las que ella creía que eran pequeñas.
– Bien, ahí hay un probador, vaya poniéndoselas, aquí tiene un espejo de cuerpo.
Le señaló unas cortinas blancas.
Le indicaba un cuartillo que se cerraba con una cortina blanca, y un espejo que estaba a su lado, cogió las prendas, cinco o seis, y se metió con ellas dentro. Sólo quitarse la que llevaba le costó trabajo, ponerse la primera el mismo trabajo, aquello estaba hecho para gente más pequeña.
Salió con la primera, la de Gant, se miró en el espejo, era bonita.
Vio cómo le observaba Rosita, se dio la vuelta.
– ¿Cómo me queda?, -preguntó Pablo sin pensar.
– Como un guante, -ella también lo miraba, perfecto, pensó Pablo.
Se volvió al probador, y se puso una Black and Boss negra, se miró en el espejo, se vio bien.
Pero por el espejo Rosita meneaba la cabeza en signo de desaprobación.
– ¿Qué pasa?, -preguntó, no sabía de qué iba.
– Esa no te la llevas, -aseguró con más rotundidad que su propia madre.
– ¿Por qué?, -le preguntó sinceramente.
– No te pega, y ya está, -la misma seguridad.
– A mí me gusta.
Tonto de él llevarle la contraria.
– Anda, mal fario, negra y tan grande pareces un enterrador.
Levantó la mano, indicándole que no le iba a hacer ningún caso.
– Vale, pues eso, lo que tú digas.
– Rosita…, -Ester de nuevo.
– Pero tía, si no queda bien, lo deja “matao”, -abrió las manos y puso cara de señalar lo evidente.
– Lo que Pablo quiera, -contestó Ester resignándose para evitar una de las interminables discusiones con Rosita.
– Pero…, -iba a responder Rosita.
– De acuerdo, me olvido de esta, -afirmó Pablo para terminar la discusión.
Y se volvió al probador, observó que Ester se acercaba a su sobrina y en voz baja le decía algo mientras que Rosita bajaba la cabeza y asentía.
Las tres o cuatro siguientes, salvo una que no pudo ponerse, obtuvieron el beneficio de la mirada de Rosita que ya no comentaba nada, pero al fijarse en el espejo, la veía asentir.
Se volvió a colocar su camisa y dejó la chaqueta sobre la mesa.
Rosita lo estaba mirando fijamente.
– ¿Todo a tu gusto?
Cara perfecta, pensó Pablo, sonrisa amplia, ojos mágicos, cualquiera dice que no.
Lo miró directamente a los ojos y asintió con la cabeza.
Pablo sintió que se le paraba el corazón cuando vio su mirada fija en él, aquellos ojos azules parecían tener la magia de parárselo, de que sólo la viera a ella. Un silencio se eternizó y ninguno de los dos apartaba los ojos del otro. Encantado por una sirena de ojos azules, como si el tiempo no pasara, como si no hubiera nada que hablar, que todo estaba dicho, como si la conociera de siempre. Nunca había sentido nada que se pareciera lo más mínimo.
– Me ha dicho Tomás que lo esperes en el patio, no tardará, ven conmigo.
Le pidió Ester acercándosele.
La siguió como en una nube, lo acompañó hasta la mesa del patio y le indicó que se sentara, lo hizo, y ella le preguntó.
– ¿Quieres algo de beber?
No dio tiempo a contestar, apareció Rosa con un vaso con hielo y un refresco de naranja.
Ester pareció sorprenderse, pero no comentó nada.
– Rosita, quédate aquí con Pablo, que yo tengo que hacer la cena.
La miró con cara de, ¡pórtate bien!
– Si me disculpas.
Le habló con confianza, y se marchó en dirección a la cocina.
– Por supuesto.
Asintió, pero no esperó su gesto, ya se había ido.
Y se alejó hacia una esquina del patio. Rosa se sentó a su lado, pero no cerca. Durante un instante se quedaron callados, ella mirando al suelo y él mirando al frente.
– Y tu prima, Ángela, ¿no está?
Le preguntó para iniciar la conversación, para Pablo con que estuviera ella, todo bien.
– El Ayo la mandó esta tarde a comprar, y me ordenó que me quedara aquí arreglando el almacén.