
A Pablo le parecieron cosas de un anciano.
– Si Pápa lo afirma, yo le haría caso, tiene algo que ve en los demás, que nadie es capaz de ver, -afirmó Ricardo, que no hablaba mucho.
Lo que no sabía es que se acordaría de esta frase toda su vida.
– Déjalo Ricardo, -Tomás movió la cabeza levemente, indicando que lo dejara.
Una mirada más del anciano.
-El motivo del que le hayamos invitado es agradecerle de corazón todos los que estamos aquí.
Apoyó la mano en su brazo.
-Por el aviso que dio a mis nietas, que además estaban solas, les evitó el susto, se lo agradecemos de todo de corazón.
– No sé de qué me está hablando.
Pablo puso media sonrisa, ambos sabían el porqué del agradecimiento.
Tomás sonrió, afirmando con la misma expresión pícara lo que él tenía en su cara.
– ! Pero si fue usted ¡, a mí se me va a olvidar esa cara, -se encendió Rosita que parecía presta a saltar en defensa de lo que decía.
– Rosita, cállate, -ordenó Tomás, le echó una mirada de esas que matan.
– Pero…, -intentó responder, no daba su brazo a torcer, aunque esta vez con menos ímpetu.
– Que te calles, -le repitió a Rosita, y volviéndose a él, se excusó-, le vuelvo a pedir que disculpe a mi nieta.
– No hay nada que disculpar, -Pablo negó con la cabeza, verla, estuviera enfadada o no, era un placer para sus ojos.
– Cenemos, -pidió Tomás, hizo un ademán señalando los apetitosos platos.
Delante de ellos, colocados militarmente, se mostraba toda una degustación de platos típicos, salmorejo, rabo de toro, boquerones en vinagre, croquetas, flamenquines, una delicia para los ojos, hambre traía, pero al ver aquello no supo cómo no lee gruñeron las tripas.
¡Y él, que no tenía apetito!, y Rosita su ángel, a su lado.
– Pruebe los boquerones, -le pidió como si fuera un niño pequeño.
Ni se lo planteaba, comía boquerones.
– Están buenos, eh…
Y ella le sonreía, y Pablo asentía, sintiendo que ponía cara de idiota.
Le acercaba una cuchara llena de salmorejo, y como los niños, se la colocaba en la boca.
– Esto sí que está bueno.
Lo miraba con los ojos muy abiertos, esperando que diera su aprobación.
Pablo volvía a asentir.
De vez en cuando el Ayo.
– Rosita, no agobies.
Lo hacía aun sabiendo que ella no iba a parar.
– Sí, Ayo.
Agachaba la cabeza un segundo, e instantes después…
A los cinco segundos igual, y ella comía al ritmo de Pablo, con la misma cuchara, probaba algo, se relamía, cogía otra palada y se la volvía a colocar en la boca. Incansable, como si él no supiera comer, y Pablo se dejaba hacer, embelesado.
– Prueba esto, que mira que mi tía tiene una mano.
Y se le olvidaba el usted, y le limpiaba la comisura con una servilleta, era una situación cómica, Pablo estaba encantado.
Cuando terminaron, eran ya las diez de la noche, habló Tomás y mandó.
– Niñas, traednos unos cafés, que tenemos que hablar de cosas de hombres.
Aquello no admitía otro tipo de interpretación.
Obedientes, todas se levantaron, al poco trajeron una cafetera, y cada uno se sirvió a su gusto.
Pablo, el café no lo perdonaba.
– El otro asunto por el que quería conversar con usted es otro, ¿no le importa que esté aquí mi hijo Ricardo?
Miró a su hijo, y después a Pablo, pidiendo su aprobación.
– No, en absoluto, -negó moviendo la cabeza.
– Bien, -prosiguió Tomás.
-El asunto es que han detenido a Antonio Calero, ¿es correcto?