68. Pablo y Rosa. La Profecía

              El Rastrojo se dejó caer en el sofá mirando hacia el techo.

– ¿Y tú otra nieta?, Valdivia, -preguntó Rastrojo.

– ¿Ángela?

              Ricardo se irguió del sillón.

– Esa es mi hija, y ni usted ni nadie va a decir nada sobre ella, no está apalabrada con nadie, pero tiene a su padre y a su familia. Este asunto no le va ni le viene a ella, y no quiero oír hablar más del tema.

              Reche tomó la palabra.

– Todos sabemos que la disputa entre Aurel, y los Rastrojo fue justa, Aurel mató a los Rastrojo cuándo estos fueron a matarlo, y que salió malherido de la disputa, sin que se tenga conocimiento del paradero de Aurel hasta hoy, -prosiguió hablando-, por lo tanto, establezco que no hay deuda de sangre entre las dos familias, y que cualquiera que quiera la sangre del otro derramará la de los suyos. He dicho, y se cierra la disputa.

– ¿Pero…?, -protestó el Rastrojo, y Soto lo cogió del brazo, indicándose que se callara.

              Reche continúo hablando.

– A pesar de ello, también creo que los Rastrojo merecen una compensación para que todo vuelva a ser paz entre las familias. Que así sea.

              Los Rastrojo y los Soto se levantaron y después de despedirse con un apretón de manos se marcharon.

              Quedaron los Rojas, los Reche y los Valdivia.

              Habló Reche.

– Cuánta mala sangre eran sus dos hijos, malos como la peste, el Aurel se los cargó, y ellos quieren sacar ventaja de ello veinte años después. Por cierto, buena jugada, Tomás. ¿Es verdad que es apalabrado serio?

– Ponlo al lado de la Rosita y después intentas despegarlos, -le retó Tomás.

              Reche lo miró.

– Buen mozo y con dos cojones, pero quítalo del jaco, no trae nada bueno. ¿Tú te metes?, -le preguntó a Pablo.

– Nunca, solo quiero tener para comer.

– Como todos, hijo mío, pero hay formas, -lo miró con pena.

– Reche, me ha prometido que no habrá nada de eso en el futuro, me ha dado su palabra y lo creo, -afirmó el abuelo.

– Bien, -asintió Reche, miró a Ricardo, este negó con la cabeza.

– Entonces, ¿la Ángela no entra?

– No, -negó rotundamente Ricardo.

– A ver que le doy a estos cabrones para que acabe esta pelea, -miró al techo como buscando una respuesta.

              Se levantó, saludó a todos y se marchó.

              Apenas se hubo ido, Tomás le comentó.

– Este es Paco Rojas, hemos pasado juntos mucho y es como mi hermano.

-Algo tienes que ser para que Tomás te haya dejado acercarse siquiera a la Joya, enhorabuena chaval, te llevas lo más bonito del mundo.

– Lo sé, y gracias, señor Francisco, -le respondió Pablo con respeto.

– Sí que habla poco, -confirmó Rojas.

-Eso es bueno.

              En ese momento le sonó el móvil.

– Con permiso.

Se disculpó, al ver que en el móvil aparecía el nombre de Tía Ester, se alarmó. Tomás le levantó la mano, dándoselo.

              Fue a una habitación que resultó ser la cocina.

– Dime Ester, -le contestó un grito histérico de la mujer.

– Pablo… ¡ay!, Pablo que se las han llevado.

– ¿Que dices?, -se asustó él también.

– Que mandé a las niñas a un recado hace más de dos horas, y que no han vuelto, he llamado a todos y nadie las ha visto, las mandé a la esquina y han desaparecido las dos, como el humo, ¡ay Dios mío!, que me muero como le haya pasado algo a las niñas.

– Espera, tía, -salió de la habitación, se acercó a Ricardo, y le habló al oído-, Tío, ¿puedes venir conmigo?, -se lo dijo en voz baja.

– ¿Qué pasa?, -preguntó.

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