Pablo y Rosa. La Profecía. Segunda Parte

(Completándose, en Publicación)

Capítulo X

Siempre Pablo

Destrozaditas, como dirían ellas, llegaron Ange y Rosita; su prima la agarró nada más cruzar la puerta del dormitorio, y empezó a dar saltos como una loca.

– Que beso, de película, yo quiero uno así.

–  Primi, te lo dije, me quiere, -Rosita la agarró de los brazos y la sacudió.

– Me lo creo, -asintió con la cabeza Ange, ella también lo había visto.

– Por Dios, que beso, “mojaita” entera estaba, en la gloria.

– No es pa menos, -volvió a asentir Ange.

– Y él me quiere como yo lo quiero. Esto es pa los restos, -Rosita sonreía como una niña pequeña.

– En una semana, Primi, de película, pero ten cuidado que los hombres…, -le advirtió Ange poniendo cara seria.

– Este no, y el Ayo me ha dado la bendición que lo he visto mirar a Pablo y sonreír.

– Habrá sido por otra cosa, ¿el Ayo?, -preguntó Ange con cara de no creérselo.

– Sí Primi, lo que yo he visto es la verdad, estaba segura.

              Se echaron en la cama, vestidas y todo, y se quedaron dormidas y felices, abrazadas como niñas pequeñas.

Le despertó la claridad del día, pensó que, seguro que no eran las cinco de la mañana, miró el móvil, le informó de que eran las once y no le habían despertado. Se sobresaltó, pero oyó voces en la casa y se tranquilizó.

              Fue a asearse y tropezó con Ricardo.

– Dormilón…, -se rio mientras pasaba.

– ¿Hoy que…?, -quiso contestar Pablo.

– Qué malas son, ¿no te dijeron que los miércoles descansamos?, -se le notaba la guasa en la voz.

– No, -y sin darse cuenta puso cara de tonto, y el muy cabrito se fue sonriendo.

              Bajó con una ropa menos hortera que la de diario.

              Todos ya habían desayunado, se sirvió un café y cogió un par de donuts de un frasco de cristal.

              Apareció Ester.

– El señorito ya se ha levantado, -sonrió con sorna.

– Sí, buenos días.

– ¿Que te pareció lo de ayer?, -le preguntó Ester levantando la barbilla.

– No lo había visto en mi vida, pero genial.

– Ni lo volverás a ver, -Ester miró hacia otro lado, indicándole que todo era de mentira.

– Podría ser, -Pablo le puso cara de que eso podía no ser así, no sabía por qué contestó eso, pero Ester le respondió.

– Vaya con el Callao, cada vez que habla tira un quicio. Termina, que tienes que ir con las niñas a comprar.

              Secretario para todo. Pensó.

              Alguien lo agarró por el cuello.

– Primo que nos vamos, -era Ange.

– Termina de una vez.

– Vale, -contestó. En la puerta los esperaba Rosita.

– ¿Has dormido bien?, -Rosita le dedicó una sonrisa que le iluminó el día.

– Como un niño.

– ¿Cagado y con hambre?, -le sonrió. Pablo hizo lo mismo, casi estúpidamente, o eso pensó.

– No mujer, muy a gusto, -todavía no le pillaba el aire a la guasa que tenían allí.

– Vámonos, -y lo cogió de la mano.

Ange se enganchó del brazo, y así fue escoltado el resto del camino hasta el supermercado.

– No te lo vayas a creer, pero sería raro estar apalabrados e ir cada uno por su lado, además necesitas a la carabina colgada del brazo, como los cazadores, -le explicó Ange.

– Sin problema, -les contestó con una media sonrisa.

– Tampoco sois tan feas, no quiero perder categoría.

– ¿Con qué con guasa?, -rio Ange.

-Hoy lo único que tienes bueno es la compañía, -y rieron con la risa clara de la inocencia.

              Leche, salchichas, longaniza, especias, kétchup….

              ¡Vamos, una alegría!, mareado le tenían, y que no paraban de hablar

-Chocho, mira…

Le comentaba una a la otra.

-Eso es un mojón, el bueno es este.

Y señalaba otro producto.

-Pero éste es más barato.

Se contestaban.

-Pero no le gusta al Ayo, a Ricardo….

A quien fuera. Y una parada.

– Mira Pablo.

Lo presentaba Rosita.

-Esta, Doña tal la de tal y tal, éste es mi novio Pablo, sí, queremos casarnos para octubre, por la iglesia y de blanco que somos gitanas….

              Y él como un burro, moviendo un carrito sobrecargado, que se iba para todos lados.

              A la una terminaron y pagaron la compra. Sin decir nada se sentó en una silla de un bar de fuera del supermercado, ellas seguían hablando.

– Hasta luego, -las despidió levantando la mano.

– Pero mira que eres flojo, -Ange se paró y se quedó mirándolo con cara de desaprobación.

– ¿Enséñame los callos de llevar el carrito?, -le pidió Pablo.

              Se rieron y se sentaron cada una a un lado.

– Como Cristo, -Pablo se quejó con un resoplido.

              Lo miraron las dos, extrañadas.

– No me miréis, con mala gente a cada lado, -abrió los brazos todo lo grande que era.

– Me parto, me troncho, que gracioso, -le contestó Ange con un mohín y haciendo cómo que se cortaba por la mitad y a lo largo, con un cuchillo imaginario.

– Nos ha salido simpático, -comentó Rosita a su prima.

              Vino el camarero y encargaron refrescos.

              Con sorna, Ange preguntó.

– Y ¿cuántos vais a tener?

– Por los menos tres, -contestó siguiéndole la broma a Ange.

              Rosita lo cogió de la mano, y mirándolo fijamente, con sus ojos mágicos, le afirmó.

– Cinco.

              Solo contestó.

– Vale.

– Pues vaya navidades de regalos con cinco sobrinos, -rio Ángela.

– Ve buscando dineros Primi, que te lo digo con tiempo.

              Y rieron las dos, él también sonrió.

– Da gusto oíros reír, -se sintió bien al verlas alegres.

– ¿A saber dónde has estado tú?, que tan poco has oído reír. -le respondió Rosita moviendo la cabeza.

– Un año de formación en Valladolid como policía, prácticas en Galicia, oposición y formación a subinspectores, prácticas en el Bierzo, oposición a inspector con vuelta para formación en Valladolid, total, cuatro años y medio. Cursos todos los que quieras, estudiar, estudiar y estudiar.

– Que vida más triste, -contestó con pena Ange.

– Yo la escogí, no puedo quejarme, -le respondió Pablo con sinceridad.

– ¿Tu padre es también de la Pestañí?

– ¿La Pestañí?, -preguntó Pablo extrañado.

– Poli, -aclaró Ange.

– No, es médico y mi madre profesora en un instituto.

– ¿Tienes hermanos?, -preguntó Rosa.

– Una que te la regalo, a mí me decís el Callao, me gustaría saber que diríais de mi hermana.

– ¿Tan fea es?, -apostilló Rosa.

– ¿Irene?, qué va, pero tiene un carácter de tres pares de narices. Es mayor que yo y esa sí que no tiene novio, ni lo va a tener, como no cambie.

– ¿De verdad?, -se sorprendió Ange.

– Te lo juro, además es Inspectora de Hacienda, imagínate.

– Lagarto, lagarto, -exclamó Rosa, poniendo los dedos en cuernos y tocando la madera de la silla.

– Pues va a ser tu cuñada, -aseguró Ange con una pícara sonrisa.

– Quita, quita, malange, -le contestó Rosita.

              Estaba disfrutando realmente del momento, cuando vio acercarse a un muchacho de tez cetrina que se movía con prisa.

              Se levantó como si fuera un resorte, y se interpuso en el camino del chico.

– ¿Qué quieres, payo?

Y le dio un empujón. Lo cogió del pecho y cuándo estaba a punto de estrellarlo contra la mesa Ange gritó.

– ¡Pablo, déjalo!, es mi novio.

              La miró, y al ver su cara lo soltó.

              El muchacho se intentó acercar a Ange, sujetó a la chica con una mano y con la otra al chico.

– Hijo p.…, suéltame.

– Lárgate, -le advirtió con cara de pocos amigos.

– Que es mi novia, tío, -le aseguró mirándole con ojos asesinos.

– Cuándo me lo diga Tío Tomás, -lo miró con el semblante serio, mientras que Ange lloraba.

              Una mano se posó en el hombro del chico, le dio la vuelta, era Ricardo.

– Te he dicho una y otra vez que no te acerques a mi hija. Como te vuelva a ver rondándola te reviento.

              Y lo dijo de veras.

              El chaval se fue alejando con una cara de enfado terrible.

– No soy bastante para tu hija, cabrón, y al hijo p… ese.

Señaló a Pablo.

-Le voy a sacar las tripas, cabrones, hijos de p….

              Salió corriendo y se marchó.

              Ange lloraba desconsoladamente, apoyada en el respaldar de la silla.

– ¿De verdad, eso quieres para el resto de tu vida?, ese desgraciado, -le preguntó Ricardo, señalando el lugar por donde el muchacho se había marchado.

– Pápa, yo lo quiero, -lloraba Ange.

– ¿No te habrá hecho nada de lo que tengas que avergonzarnos?, -Ricardo acercó su cara a la de su hija.

– No Pápa, te lo juro, -Ange lloraba cada vez con más dolor.

– A partir de ahora solo sales con Pablo y la Rosita, y tu Callao, gracias, con dos cojones.

– De nada, Tío.

              Se marcharon con Ricardo, que había ido con el coche para ayudarles con lo que habían comprado.

              Nada se habló hasta llegar a la casa, cuando aparcó el coche, Ange salió corriendo a su cuarto en un mar de lágrimas. Rosa intentó ir detrás de ella.

– Déjala sola, que recapacite, -le pidió Ricardo a Rosa.

              Rosa continuó descargando bolsas con Pablo, mientras se acercaban a la cocina que estaba al lado, se oyó a Ester decir.

– ¿Qué ha pasado?, Ricardo, -preguntaba Ester.

– El mierda del Yayi, que estaba intentando rondar a la Ange.

              Se llevó las manos a la cara.

– ¿No le habrá hecho nada a mi niña?

– No, Pablo lo tenía sujeto por el pecho como un muñeco, -sonrió Ricardo con satisfacción.

– Gracias Pablo, hijo eres una bendición, otra que te debo.

Y le zampó dos besos y un abrazo, mientras lloraba compungida.

– ¿Qué es lo que pasa?, si puedo preguntar, no quiero entrometerme.

              Ricardo se volvió y le explicó.

– Ese hijo de p… lleva tiempo rondando a mi Ange, ya ha macado[1] a una niña muy buena, y no voy a dejar que haga lo mismo con la mía, además es un chatarrero.

– ¿Macar, chatarrero?

Preguntó Pablo, que no se enteraba de nada.

              Rosita le contestó.

– Pablo, macar es deshonrar, y llamamos chatarreros a los que viven de robar aquí y allá, y dan mal nombre a su raza y su familia.

– ¿Con eso quiere mi Ange entrar en mi casa?, -preguntó Ricardo, mientras abrazaba a Ester que seguía llorando.

– Pablo, -Ricardo lo miró.

-Mi mujer y yo te pedimos que cuides de Ange como si fuera Rosita, no dejes que ningún sinvergüenza se le acerque.

– Así lo he hecho y sabes que lo haré, -no se podía notar duda en su voz, era lo que sabía que debía hacer.

– Cuanta razón tenía el Ayo, eres una bendición, Dios te ha traído a casa para que nos protejas. Bendito seas, hijo mío, -le agradeció Ester.

              Rosa lo cogió de la mano y lo llevó a la mesa, acercó su cara a la de él, habló muy bajito, sentí su aliento en mi cara.

– Llevo tiempo diciéndole que el Yayi ese no es bueno para ella, pero no me hace caso, nada más salimos de aquí lo llamó, menos mal que llegó tarde y apareció el tío Ricardo, si no, no sé lo que hubiera pasado…

– Pues que se hubiera llevado un buen par de hostias, -le aseguró con tranquilidad.

– ¿Y si saca la navaja?, -le preguntó con cara de miedo.

– Se la come, tan seguro como me llamo Pablo, -Pablo no tenía duda de ello. Rosa le apretó la mano y le sonrió.

              Aquella vez fue en la que Don Quijote recibió el mayor premio.

              Cenaron, y Ange no bajó, Rosa cuando terminó, subió, él se quedó un momento más.

              Tomás que no había hablado en toda la cena, le comentó.

– Otra vez más gracias, mucho estás haciendo por esta familia.

– No es nada, Tío Tomás.

– Si tú lo dices, pero cuídate del Yayi, la familia es un poquito… rencorosa, -y movió la cabeza con preocupación.

– No me asusta, -era cierto, pensó que era solo un chiquillo con mala leche.

– Ahora también tienes que cuidar a Ange, -volvió a repetirle Ricardo.

– No es problema, -Pablo volvió a confirmárselo.

– Con permiso, -se despidió de Ricardo.

Se levantó y se fue a la cama.

              Esperó a que todos estuvieran durmiendo, y cuando confirmó que así era, bajó al salón, comprobó que cualquiera que quisiera salir de la casa tendría que pasar por allí, incluso para ir a la cochera o para salir a la calle.

              Fue a la cocina, cogió el tarro de los garbanzos y tomó un buen puñado.

              Los esparció entre la mesa y el sofá, a lo largo, cuidando que no quedara ningún lugar que estuviera libre de ellos.

              Se echó en el sofá, entrecerrando la ventana, para que la oscuridad fuera total, pues aquella noche había una luna clara, y cansado, se dispuso a dormir.

              Cayó redondo; para él habían pasado instantes, cuando oyó.

– ¡Mierda!

              Encendió la luz, y allí estaba Ange, sentada de culo y clavándose allí los garbanzos.

– ¿Vas muy lejos?, -le preguntó Pablo.

– Puto madero, me cago en tus muertos, -le maldijo con una cara de demonio.

– Vale.

Le ordenó.

-Dame el móvil, -movió los dedos de la mano para que se lo entregara.

– Una mierda pa ti.

– Ange…

– ¿Y yo que creía que eras buena gente?, puto madero, -Ange con mirada asesina.

– O me lo das por las buenas o te lo quito por las malas, -y volvió a agitar los dedos.

– Toma, hijo p…., -y le tiró un móvil sin tener que insistir más, era uno de alta gama, ese no era, seguro.

– El otro, Ange.

– ¿Qué de otro?, -le contestó como si no supiera de que hablaba.

– Con el que llamas a tu prenda, tú de tonta no tienes ni un pelo, has engañado hasta a Rosita.

– Que yo no tengo ningún móvil, hijo p.…, -otra mirada asesina de Ange.

              Se levantó, cogió la mochila que llevaba y que estaba en el suelo.

– ¿Te gustan las bragas de las niñas, poli marrano?, -puso cara de asco.

              Efectivamente, sacó ropa interior y entre ella, un móvil pequeño de prepago. Lo cogió y se lo enseñó.

– Es curioso lo que se encuentra en la mochila de una mujer.

              Lo abrió y lo partió, después lo pisoteó.

– Asqueroso, cabrón, -Ange se puso a berrear.

              Habían causado algo de ruido, pero no mucho, a pesar de ello, bajó por las escaleras Ricardo.

– ¿Qué pasa?

              Pablo le dio una patada a la mochila, pero claro, los garbanzos no pudo quitarlos.

– Nada, Tío Ricardo, Ange que ha bajado a por agua y al verme aquí se ha asustado.

              Bajó unos escalones más y al verla vestida de calle se le cambió la cara.

– Pero, ¿tú qué quieres, deshonrarnos y matarnos de dolor a todos?, mala hija.

              Desencajado cogió a Ange con todas sus fuerzas y levantó la mano para golpearla, Pablo le sujetó el brazo, le costó trabajo, pero impidió que la golpeara.

– Ricardo, así no se arregla nada.

              Lo miró con cara de furia.

– Déjame que le voy a dejar la cara que nadie la va a querer.

– No puedo dejar que hagas eso, mañana te arrepentirías.

              La soltó de un movimiento arrojándola contra el sofá, él le soltó el brazo, sabiendo que el peor momento había pasado.

               Se acercó a ella, y poniéndose a centímetros de su cara, le preguntó.

– Prométeme que no vas a hacer ninguna tontería de nuevo.

              Con la cara llena de lágrimas no acertaba a contestarle. La zamarreó.

– Prométemelo, -le repitió Pablo.

– Síííí, -contestó entre sollozos y con la cara llena de lágrimas.

              Durante esos instantes que apenas si habían sido un par de minutos, la escalera se había poblado con el resto de los habitantes de la casa, que contemplaban asombrados lo que sucedía.

              Rosita y el abuelo miraban sorprendidos el espectáculo.

              Rosita bajó, lo miró con ojos como de no entender nada y se llevó a su prima que lloraba entre jipíos.

              Ester bajó y lo abrazó, diciendo.

– Mi ángel, mi ángel, nos hubiéramos muerto de vergüenza y de dolor.

              Ricardo le puso la mano en el hombro, y le agradeció lo que había conseguido.

-Ve a dormir y descansa, que te lo has ganado.

Y subió a echar la llave al cuarto de las niñas.

              Se tumbó al suelo y allí durmió, trabando con su cuerpo la salida del dormitorio.

              Con toda la calma del mundo cogió el móvil de Ange, comprobó que no estaba protegido, y se bajó un programa troyano, lo instaló, y le introdujo el número de su teléfono, comprobó que quedaba invisible. Tomó su móvil, puso el suyo en su programa de rastreo, e inmediatamente parpadeó una luz roja que indicaba la posición del teléfono que había pinchado, salía al lado de la de su posicionamiento. Funcionaba. Por si acaso.

              Volvió a colocar el teléfono de Ange en su mochila. Se dejó caer de nuevo en el sofá y se quedó frito.

Capítulo XI

La Trampa

La de San Quintín, la que se había liado, con lo bien que empezó todo, pensó Rosa, que si lo de los niños, las miradas, y llega el gilipollas del Yayi…, lo hubiera matado ella, pero Pablo, ¡cómo lo manejó!, como un muñeco, y menos mal que llegó tío Ricardo, sino se hubiera liado aún más parda. Temió la salida del Yayi, con la mala folla que tenía él y su familia.

              Y después, la imbécil de Ange intentando escaparse. Ya cuando volvieron, empezó a meterse de gordo con Pablo, y ahí la paró, ¡hasta ahí podíamos llegar¡, el pobre Pablo, que lo único que ha hecho desde que estaba allí eran cosas buenas. Se mosqueó, pues que se mosquee, pero de Pablo solo podía hablar mal ella y no lo hacía.

              Lo que faltaba para el remate del tomate, la escapada, ¿en qué cabeza cabe?, ¿qué esperaba?, ¿que el Yayi se casara con ella?, desvirgada y averigua donde acabaría, con el rabo entre las piernas volviendo, pidiendo perdón con la vergüenza, o perdía, o de p… en cualquier agujero, porque la familia del Yayi sabía que son unos auténticos hijos de p….

              Menos mal que su Pablo estaba al quite, ¡que listo es cuando quiere!, la cazó como un conejo, ¿y lo del móvil?, así se explicaba ahora como se conectaba con el Yayi, a ella se la pegó bien pegá, pero a su Pablo, no, ni muchísimo menos, es que es listo, y guapo… y se lo comía, pero cuando se casaran, ni un momento antes. Ella lo sabía y creyó que el también, no lo creía, lo afirmaba con la seguridad de haberle mirado a esos ojos verdes y no ver nada más que amor.

              Ahí estaba la susodicha, roncando, hartita de dormir después de haber llorado más que María Magdalena, y ella allí estaba, velándola, que se desveló, y con la preocupación no se puede dormir.

– Hija de la gran p….

Jueves, y ya apalabrado, y si eso es en una semana, en un mes…, sonrió Pablo, no sabía cuánto era en  serio, cuanto era broma, pero cómo Rosa quisiera, él querría, no sabía lo que le pasaba, pero estaba coladísimo, había tenido tonterías con nenas, como cualquiera, pero esto era totalmente diferente, era algo físico, se quedaba sin respiración, le dolía el estómago, sólo pensaba en ella, era como si se hubiera enganchado a una droga, no podía estar lejos de ella, su cabeza lo intenta poner todo en su sitio, pero el corazón no la dejaba, y ganaba el corazón por goleada. ¿Qué podía a hacer?, “lo que sea, será”, pensó, pero creía que sería lo que él quisiera y él, la quería a ella.

              El día de hoy estaba siendo un poco espeso, apenas dos palabras con Rosa, y si las miradas mataran, estaría muerto mil veces, Ange estaba fina, pero fina, seguro que no le ladra, porque la prima le habrá leído la cartilla, si no, conocería ya, todo el espeso vocabulario de Ange.

              Llamada.

– Buenos días, Señor.

– Ayer no nos contactó, -al Comisario se le oía enfadado.

– No me fue posible, era el día libre de la familia Valdivia, -que fue como para tranquilizarse, no mentía.

– Ya hablaremos de eso, ¿o cree que somos idiotas?

– No, señor, -supuso que lo habían pillado, no esperaba menos.

– ¿Algún problema?

– No, señor.

– ¿Alguna novedad?, -vuelve a insistir, si no lo saben…

– No, señor.

– Bien, manténganos informados, le paso con Montes.

– Hola, Boss, -oye su voz con algo de guasa.

– Hola, Montes, dime.

– La documentación está lista, junto con algunos datos de interés, y un móvil.

– De acuerdo, ¿cómo me lo entrega?

– Intente salir, tuerza a la derecha y siga todo recto, verá en una esquina un estanco, enfrente, justo a la derecha, al lado de la señal de stop, hay un bareto pequeño, los Infantes, entre y pregunte por Paquito Flores, siga al dueño, y me encontrará.

– ¿Le parece bien sobre las nueve, nueve y media?, -pregunta Montes, solo un escueto “si”.

              Un silencio que hace de afirmación.

– Allí le espero, responde Montes, finalizando la comunicación.

              Cuelga, el día continuo plácidamente, si quitaba las voces de las primas, el público, el movimiento de cajas y el sudor, que le hacían oler como un animalito del campo. Lo de siempre. Algo bueno, Rosita pasaba, lo miraba y sonreía, de vez en cuando le ponía los labios en forma de beso, y ella sonreía más, haciendo lo mismo.

              De vez en cuando pasaba algún conocido de las primas y decía lo de «que buena pareja», «que seáis felices», y cosas similares, Rosita tenía unas palabras para todos, el parecía el Papa, un saludo, un estrechar manos, y pare usted de contar.

              Aquel día el moreno daba de lo lindo, cuando comió, se bebió un litro de gazpacho casi de un tirón.

              Todos lo miraron extrañados.

– ¿Qué?, -preguntó Pablo que no sabía el por qué.

– Madre del amor hermoso, antes le compro un traje con charreteras que tenerlo otra vez en casa, -afirmó Ester. Fue la tónica general, salvo Ange, que le echaba miradas venenosas.

              Siesta de las de antonomasia, cayó como un leño, y se levantó a las siete, con la almohada mojada de saliva. Nadie que no haya trabajado en el sur comprendería la necesidad de tal invento, uno de los mejores que había probado. Cerca de una hora se quedó allí tirado intentando poner en orden sus pensamientos.

              Se puso unos pantalones cortos y unas deportivas, bajó a la cocina.

              Estaba Ester sentada, descansando después de su siesta.

– ¿Ester?

– Dime guapo, -le contestó con una sonrisa.

– Voy a salir a correr.

              La mujer se levantó, y de una alacena cogió algo.

– Toma las llaves de la casa, quédatelas, -le entregó un manojo de ellas.

– Gracias.

              Anochecía cuando salió de la casa, aún era temprano, y a pesar del calor que hacía, le apetecía dar una vuelta, tomó el camino de la Ribera y le hizo un largo de un par de kilómetros, llegó al Arenal, un par de vueltas, y volvió hacia la cita con Montes.

              Encontró sin dificultades el bareto que le había explicado Montes, pasó la cortina de canutillos, y se paró en la ajada barra del bar.

              Se le acercó el señor mayor que estaba detrás de ella.

– ¿Qué le pongo?, -le preguntó con indiferencia.

-Busco a Paco Flores.

– Sígame, -le pidió, y empezó a andar sin pararse a mirar si le seguía, realmente no había nadie en el bar.

– Hombre, Boss, ¿qué viene, de la guerra?, -era Montes, que sonreía.

– Cinco kilómetros con la fresquita, -le contestó mientras que intentaba recuperar el aliento.

– Ganas de morir joven, yo también hacia eso hasta que me cansé.

– Se nota, al tajo, -lo interrumpió.

– Jefe, ¿quiere algo?

– Si, algo de naranja, y agua, mucha agua.

– Gaspar, tráete naranjada y mucha agua, si algún día tienes que decirnos, algo contacta con Gaspar, le dices el mismo nombre y él nos traslada el mensaje.

– ¿Seguro?, -preguntó sin estar totalmente convencido.

– Total confianza, tiene el bar porque le gusta y era de su padre. Cabo Gaspar Ramírez 35 años en el cuerpo, -le informó ufano.

– De acuerdo, cuéntame.

– Aquí tienes un DNI a nombre de Pablo Lupei.

Iba entregándomelos uno a uno.

– Un teléfono de contacto con la Policía Portuguesa, que ya está avisada de que va a ir un Policía Español, pero en general, todavía no le hemos contado lo que no sabemos.

– Bien, -Pablo asintió, todo parecía ir bien.

– Dame el móvil, -Montes puso la palma de la mano.

              Cogió su móvil y lo restableció a valores de fábrica, era del cuerpo.

– Toma el nuevo, uno más antiguo de los que no llevan GPS, pero lo lleva, si podemos despistar algo, mejor.

              Tomó el móvil, y en un momento le instaló el programa espía, comprobó que funcionaba y se lo guardó.

– Y ahora, ¿me cuentas la Historia del Boss y La Rosita?, -le preguntó con una media sonrisa.

– ¿Lo saben en Comisaría?, -no era bueno que lo conocieran, podrían hacerse una idea equivocada.

– Todavía no, -le respondió moviendo la cabeza levemente de un lado a otro.

– Te agradecería que no comentaras nada, no quiero dar lugar a equívocos.

– ¿Equívocos?, el Valdivia se las sabe todas, ya ha marcado a la nieta, el que quiera que se meta, ahí estas tú, pero ten cuidado, esa niña es el objetivo de más de uno.

Montes sabía de lo que hablaba.

– Lo sé, -afirmó Pablo, asintiendo con la cabeza.

– Un bellezón y el poder de Valdivia, buen lote.

– Es cierto que es guapa, -comentó intentando parecer sin interés-, pero es una niña, -quiso quitarle importancia.

– ¿Una gitana con diecisiete años?, esa es más mujer que una paya con veinticinco, ten cuidado con la Joya, que la niña es guapa como ella sola.

Montes conocía lo espectacular que era Rosa.

– Soy un policía en cumplimiento de mi deber, -sacó pecho.

-Y también un hombre, -constató Montes que sabía más que él.

              Cortó la conversación.

– Mañana intentaré llamarles si hay algo de interés, -le comentó cambiando el tercio.

– De acuerdo, Boss, porque la fiscal llama tres veces al día, el súper jefe está agobiado, quítele un poco de presión, -rogó, lo tenían agobiado.

– Deme el teléfono de la fiscal.

– Está en el móvil, «Panadería», -lo señaló con el dedo en la pantalla.

– Ingenioso, -le contestó mientras se bebía el último sorbo de agua.

              Le tendió la mano a Montes.

– Gracias por todo.

– Cuidado, Boss, -supo que se lo decía en serio.

– Por la cuenta que me trae.

Salió del reservado, apenas si había dos clientes en todo el bar; cuando llegó a la calle ya eran casi las once y era noche cerrada, nadie se veía por allí, aquella parte estaba muy mal iluminada.

              Arrancó corriendo, iba a torcer para meterse en la calle de los Valdivia, cuando vio abierta una panadería, llevaba la cartera encima y decidió comprar algún dulce para la cena.

              En ese momento sintió un arañazo en el estómago, reaccionó inmediatamente saltando hacia atrás, entonces vio a un tipo con un pasamontaña que intentaba darle una puñalada de nuevo, le echó la mano hacia un lado, desequilibrándolo, en ese momento, cuando el pecho del atacante pasó a su lado, le dio un rodillazo que lo dejó sin aliento. Se había salvado el haberse desviado para la panadería, en otro caso lo hubieran rajado de arriba a abajo.

              Inmediatamente otro tipo que intentó clavarle una navaja directamente al pecho, aquella era difícil de evitar, pero gracias al entrenamiento actuó sin pensar, de un golpe en la muñeca desvió la navaja hacia arriba, el resto del cuerpo, fue hacia él, le dio un rodillazo en las pelotas con todas sus ganas.

              El tercero lo miraba sin saber qué hacer.

– Hijo p… te voy a matar, -movía la navaja de un lado a otro.

– Ven para acá, -le pidió Pablo, indicándole con los brazos que lo hiciera.

– Hijo p…, hijo p…., -no dejaba de repetir señalándolo con la navaja.

              Pegó un tirón como para ir a por él, se dio la vuelta y salió corriendo.

              Se volvió rápidamente hacia los otros dos, el primero intentaba levantarse, le dio una patada en las costillas desde atrás, y volvió a caer al suelo con todo su peso, el de la patada en los huevos, seguía sentado, gimiendo, se fue a por el primero, le quitó el pasamontaña y no le resultó conocido, le dio con la cabeza en el suelo por si acaso, y se volvió a por el segundo, le quitó el pasamontaña, era el Yayi, se lo había imaginado.

              Lo miró:

– Hijo p.…, hijo p.…, me has reventado los huevos.

              Lo cogió de las manos con las que se sujetaba los testículos y apretó, oyó como un estertor.

– La próxima vez que te acerques a cualquiera de la casa, te quedas sin ellos.

Volvió a apretar con más ganas, y chillando, el Yayi se dejó caer de lado jadeando.

              Se incorporó, y se dio cuenta de que le habían dado un tajo superficial de siete u ocho centímetros, cinco centímetros más abajo del esternón, pero que echaba sangre como un cerdo.
              Se quitó la camisa que ya estaba manchada, hizo un lio con ella, y se apretó la herida.

              Caminó hasta la casa de los Valdivia.

              Entró despacio para que no le oyeran, ya estaban cenando, se movió por detrás de la ventana, para que Rosita, que estaba en frente de ella, lo viera.

              Cuando levantó la cara, le hizo señas de que saliera, le miró con cara de sorprendida, pero un minuto después estaba a su lado.

– ¡Ay!  Dios mío ¿qué te ha pasado?, -preguntó con la cara blanca.

– No es nada, ya te cuento, tráeme algo para curarme.

              Se levantó y salió disparada por la escalera, pero el viejo Tomás que presidia la mesa se dio cuenta de que algo pasaba, asomó la cabeza al patio y llamó.

– ¿Rosita?

Esperó unos instantes.

– ¿Pablo?

Volvieron a preguntar. Ya no tenía sentido.

– Aquí estoy, Tío Tomás.

              Se acercó y cuando vio la sangre que le goteaba hasta los pantalones, lo cogió del hombro.

– Entra, entra, -lo arrastró al comedor.  Se dejó llevar.

              Todos pararon inmediatamente de comer, Ester se echó las manos a la cara, Ange, a pesar de todo puso cara de espanto, Ricardo de un salto se acercó a él, le quitó la camiseta y puso una servilleta de tela.

– No es nada, -les comentó.

– La sangre no llueve del cielo, -contestó con cara seria Ricardo-, ¿A ver?, -y levantó la servilleta, Ange puso los ojos en blanco y tuvo que sujetarla su madre, era una herida escandalosa.

              En ese momento entró Rosa con un pequeño botiquín que Ricardo le hizo dar.

              Con manos expertas, limpió la sangre, roció de Betadine[2] la herida hasta ponerle amarilla la barriga, después tiró de los extremos para ver la profundidad.

– Pablo, puntos, eh.

– Sí, lo sé, -asintió mirándose la herida.

              Cogió la aguja del botiquín, le echó alcohol, y lo comenzó a coser, tenía la herida caliente, pero a pesar de ello, a Pablo le dolía como el demonio; en apenas un instante había terminado.

              Hizo el nudo y me preguntó.

– Dime, ¿quién ha sido el mala madre?

– Imagínate, -le contestó-, el Yayi y dos más, con pasamontaña.

– Qué es, ¿qué lo reconociste por el aspecto?

– No, se lo quite, le van a estar doliendo los huevos tres meses, y a su colega las costillas y la cabeza, el otro salió por piernas.

– Más fuerte le tenías que haber dado, -le susurró con odio Ricardo al oído.

– Le he dado bien, no te preocupes, que le he avisado que como se acerque a esta casa se los corto.

– Bien hecho, -le sonrió Ricardo.

– Hijo mío, si quieres dejarlo te comprendo, -comentó Tomás,

– ¿Por esto?, -señaló la herida-, no, -movió la cabeza con fuerza, negando.

              Rosita no decía nada, tenía el rostro arrasado de lágrimas.

– Rosita, que no me ha pasado nada.

– Si te pasa algo me muero.

Después miro alrededor, como si hubiera dicho algo inapropiado, pero nadie hizo el menor comentario.

– Rosita, tráele de su cuarto una camisa, -le pidió el Ayo.

              Ricardo le estaba vendando alrededor del torso para que no se le abriera la herida, sabía lo que hacía, no era nuevo en esos menesteres.

              Tomás se sentó a su lado y cogiéndolo de la mano, casi le susurró.

– Cuantos problemas te traemos.

– Tío Tomás, estos no son problemas, estos sí, -Pablo señaló la cicatriz de un balazo en las costillas-, recuerdo de Galicia oeste, este otro de una reyerta un poco más al sur, -señaló en el brazo un corte profundo de un cuchillo fruto de una gran pelea en el Bierzo.

              Rosita seguía dando jipíos con la mano en la boca, acurrucada en un sillón enfrente de mí.

              Levantó la mano señalándola y moviendo los dedos, y al final poniendo el signo de la victoria.

              Pareció sonreír, pero siguió llorando.

– El chaval éste no se corta por nada, voy a tener que darle un repaso, -habló Ricardo, con una voz a tener en cuenta.

– Tranquilo, hijo, cada cosa es en su momento, Pablo está bien, y él se ha llevado lo suyo, estará tranquilo un tiempo, no necesitamos mover más los problemas, -comentó a su hijo el Ayo.

– Pues Tomás, si no es por la suerte, que volví a la panadería para comprarles algunos dulces, no estoy aquí, me hubiera rajado de arriba a abajo.

– Pápa, que hay que pararlo, -insistió Ricardo.

– Más ganas que tú, tengo yo, es mi derecho de sangre, Pablo es de la familia y me llama la venganza, pero no es el momento, -repitió el Ayo.

– No vayáis a hacer ninguna estupidez, ya lo pillaré yo, -les avisó Pablo con voz seca.

– ¿Tienes hambre?, -preguntó Tomás.

– Sí.

– Niñas, ponedle algo para comer, a mí se me ha quitado el apetito, -les pidió Tomás.

              Los demás dejaron la mesa y los dejaron a Rosita y a él, que le trajo un plato de viandas frías y pan.

              Se sentó a su lado con la cara hinchada y lo cogió del brazo.

– Yo no sé qué haría…

              No la dejó terminar.

– Soy durillo de pelar.

– Pero…, -y lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

– Déjalo, estoy bien.

              Agachó la cabeza apoyándola sobre la mesa y se quedó mirándolo fijamente mientras comía.

              Sintió la calidez de su compañía, y cayó más rendido a sus pies, se paró el mundo de nuevo y sólo quedó la burbuja que los envolvía.

              Terminó, la cogió la mano y se la besó.

– Gracias.

– ¿Por qué?, le preguntó.

– Por existir, -le contestó mirándola a los ojos.

              Otro perrerón[3], se levantó y se fue al patio.

– ¿Estás mejor?, -le preguntó Ester.

-Estoy bien, no te preocupes, dentro de una semana no tengo nada.

– Pues no vamos a tenerla, -le aseguró Tomás.

              Un instante de parada.

– Niñas, traernos café, -pidió de nuevo Tomás.

              Ester y Ange se levantaron sin decir palabra, se quedaron Ricardo, Tomás y él.

– Esto va rápido, -afirmó Ricardo.

-El puerto es Sines, primero pasamos por Mérida una noche, tenemos que arreglar unos asuntos, y al día siguiente, a Portugal, allí nos esperan.

– Bien, -fue lo único que pudo contestar Pablo.

– Nos van a tener que conseguir los contenedores que traen la próxima semana estas empresas, -Tomás le dio un papel con unos nombres anotados.

– ¿Estas son las que hacen pirateo?, -preguntó Pablo.

– No, son los caballos de Troya, -contestó Tomás.

– ¿Caballos de Troya?, -volvió a preguntar Pablo con extrañeza.

– Sí, pantallas, que no hay mejor contrabandista que el que no sabe que lo trae, -aseguró Ricardo.

– ¿Y cómo lo hacen?, -volvió a preguntar Pablo.

– Tiempo al tiempo, -le pidió Tomás.

-Y ahora tómate el café y descansa, -le volvió a decir Tomás.

              Al fresco y después del ajetreado día se quedó dormido, echaron el toldo, y le pusieron una manta sobre el cuerpo, nadie se atrevió a despertarlo.

Capítulo XII

Caracoles

Vaya día, pensó Rosa, comenzó con Ange insoportable, a la segunda bordería[4] que lanzó sobre Pablo, la mandó a la mierda y ya no volvieron a hablarse en toda la mañana.

              Y por la noche, el desastre, el mil veces hijo de p… de Yayi, casi se lo mata, ¿ahora a ver qué le contaba Ange?, que le arrancaba los ojos. Cuando lo vio chorreando sangre pensó que lo habían matado, pero gracias a Dios eso se curaba, durante un instante quiso morirse, morirse ella y que él siguiera vivo, las lágrimas le salían como si tuviera todas las del mundo, no podía controlarse, qué mal rato, tuvo que ponerse feísima, pensó, hinchada y blanca, pues sólo daba   hipidos, no podía ni articular palabra.

              Cuando vio su mano hacer el tonto, y hacer la señal de la victoria, le dieron ganas de reírse, y lloró más.

              Con el alma en los pies, que casi no podía andar, le llevó el plato, y se sentó a su lado, y lo miró como intentando que no se fuera a mover de allí para siempre, para que no le pudiera pasar nada malo.

              Le pareció eterno y un segundo, cuando le besó la mano se le subió el pavo y quería morirse de gusto.

              Cuando le susurró lánguidamente.

– Gracias.

– ¿Por qué?, -le preguntó.

– Por existir, -se derramó, y sin saber por qué, empezó a llorar como una tonta, pero de felicidad.

Lo despertó el ruido del movimiento de cajas.

Se levantó, y sintió el picor de la herida, parecía estar cerrando bien, tampoco era tanto, más escandalosa que otra cosa, sólo había atravesado la piel.

– Un momento, voy con vosotros, -pidió con una sonrisa.

– No, -se lo intentó impedir Ricardo.

– Hoy voy yo.

– No, -le contestó Pablo

              Ricardo lo miró.

– Vale, Tarzán.

              Fue a su cuarto, se cambió de ropa, se lavó la cara.

Al pasar por la cocina, se sirvió un poco de café y cogió un mendrugo de pan del día anterior.

– Vámonos, -sin decir nada más se montó en la furgoneta.

– Ehhhh, -exclamó Rosita.

– Que quedan cajas que meter.

– No puedo, estoy herido, -Pablo puso cara de estar muriéndose.

              Río, lo miró.

– Que poca vergüenza que tienes.

– ¡Ay!, ¡ay!, -le contestó Pablo, como si tuviera quince años.

              Nada más llegar al mercadillo, la sempiterna Dolores se acercó al puesto y cogiendo a Rosa de la mano, se la acercó y le preguntó.

– ¿Cómo está tu hombre?

– Bien, Dolores, un costurón en el pecho, grande, pero ya lo ves, aquí está, -lo señaló con orgullo.

– Porque es un hombre de los de antes, ni llamó a la policía, ni nada.

– No, Dolores.

– Eso está bien, es cosa de hombres, ya lo arreglaran los mayores, el Yayi ha desaparecido y lo están buscando, cómo lo encuentren…, -Dolores movió la cabeza.

-Ya Dolores, pero es que casi me lo desgracian, -a Rosa se la veía preocupada.

– Pues desgració a los otros, que orgullosa te tienes que sentir, niña.

– Hinchá como una pava, Dolores, -una gran sonrisa llenó su bello rostro.

– Así tienen que ser los hombres, buena pieza has cogido, con dos cojones, -afirmó Dolores, asintiendo con la cabeza.

              Y se fue.

              Rosita lo miró con cara de resignación.

– ¿Ya lo sabe todo el mundo?, -preguntó Pablo en su inocencia.

– ¿Tú qué crees?

Pablo puso cara de resignación.

-Oye, ¿y qué es eso de que lo están buscando?, -preguntó extrañado.

– Porque te atacó a traición, cara a cara y uno a uno es una cosa, lo que te pasó a ti ayer es algo muy distinto, -comentó como si fuera una sentencia que debía de conocer.

– ¿Y si le cogen, que pasa?, -volvió a preguntar.

– Te llamarán a ti al Consejo de Ancianos, y ellos verán lo que se hace.

Pablo pensó que para ellos era santa palabra, era su ley.

– ¿Sin policía?, -preguntó de nuevo.

– Son nuestras leyes, tan antiguas o más que las vuestras, -afirmó sin pestañear, para ellos era lo natural, lo que debía hacerse.

– Mira que sabe la gitanita, -puso cara de admiración.

– Cállate Payo, -le sonrió dulcemente.

– Yo pa callarte te daba un beso, pero no me dejan, -le contestó de corazón.

– Porque no quieres, -sonrió pícaramente.

              Se levantó e hizo el amago de ir tras de ella, pero salió corriendo, escondiéndose detrás de las cortinas.

              Se volvió a sentar.

– Mariquita, -se oyó detrás de las cortinas, -la vio enseñando la cara con una sonrisa picarona.

– Ya… Ya… si te cojo…

              Y se rieron.

              Ange los miraba, callada, y Rosa ni quería verla, a pesar de que los miraba fijamente.

              Aquella tarde los dejaron salir a Rosita y a él a dar un paseo, Ange fue con ellos porque los tenía que acompañar de carabina; nada más dieron la vuelta a la calle, Rosita se le agarró de la cintura y él le echó el brazo sobre el hombro.

              Iba vestida como una niña, con una falda azul plisada y una camisa rosa, zapatos castellanos planos y el pelo suelto, apenas si se había echado algo en sus pestañas que hacían que cuando miraba solo se le vieran los refulgentes ojos azules. Nada más de pintura llevaba, ni falta que le hacía.

              Salieron a la Iglesia de San Lorenzo, bello edificio, con su pequeño jardín de rosas rojas, allí se detuvo, y sin importarle lo que le dijeran, cogió una y se la dio a Rosita, cogió otra y se la di a Ange, que aceptó a regañadientes.

              Continuaron por la calle Escañuela y se pararon en cualquier establecimiento que expusiera algo, cacharros de cocina, para los que tuvieron palabras de admiración o de desprecio. Él, como no entendía nada, se calló. Lo mejor que pudo hacer. Las primas volvían a estar en salsa.

              Llegaron a la Plaza de la Magdalena, con su bella iglesia y jardines, y vio un tenderete atestado de gente.

– ! Caracoles ¡

Exclamaron las dos al unísono. Y se olvidaron de todo.

– ¿Caracoles?, -comentó Pablo con asco.

– Si cateto, caracoles, una delicia para personas con clase, no como tú, cateto, -Rosita lo miró como si no supiera de las cosas buenas de la vida.

              Se acercaron en su extraña conversación.

-Yo de los chicos o de los gordos, cabrillas…….

              Jerga extraña e incomprensible.

– De los chicos.

Rosita se colocó delante de él y comenzó a saltar como una niña pequeña.

-De los chicos, de los chicos…

– Vale, -contestó-, pero yo no quiero.

– Tú te lo pierdes, cateto, -lo miró con cara de desprecio.

              Se acercó al puesto, y aprovechándose de su corpulencia, tardó poco en llegar a la barra.

– Dos de chicos, -gritó, intentando imponerse al vocerío.

– Ya va, -logró oír una voz medio sepultada entre tanto ruido-, marchando.

              En segundos aparecieron dos vasos de cristal llenos de pequeños caracoles nadando en una solución marrón clara. ¡Qué asco!, pensó.

              Pagó, y al cogerlos los soltó de golpe, estaban ardiendo, un señor de al lado le indicó dos servilletas, lio los vasos y le puso el pulgar hacia arriba.

-Gracias.

Le intentó decir entre el vocerío, y salió del bullicio de la barra.

              Ellas estaban en una mesa alta con taburetes, en la que en el medio sobresalía una sombrilla cerrada por la inutilidad de abrirla a la sombra como estaban.

              Lo esperaban como niñas pequeñas, Rosita daba palmas, pronto sabría que era un bicho devorador de caracoles.

              Cogieron los vasos y le dieron un trago a aquel caldo de pecaminoso color.

– ¡Qué bueno!, qué bueno está, -exclamaban ambas a la vez.

              Hicieron sitio entre las servilletas usadas, se acercaron unos cuencos para las cáscaras, y cogieron los palillos de dientes.

              Se hizo el silencio, apenas interrumpido por un sorber de vez en cuando a algún caracol que se resistía a ser engullido.

              Una velocidad de vértigo que le sorprendió, bueno, hasta que la vio comer gambas.

              Uno tras de otro iban pasando al cuenco de las cáscaras, en instantes ya llevaban medio vaso cada una.

              Rosita que estaba a su lado, le pidió.

– Pruébalo, -le acercó el vaso, y señaló el caldo que contenía el mismo.

– Ni loco, que asco, -y era lo que realmente pensaba.

– No tiene cojones, -le indicó Ange a su prima.

              La palabra mágica.

– Vale, -le acercó el vaso, y probó un pequeño sorbo, era picante y tenía sabor a hierbas del campo, fuerte pero agradable, y caliente como los santos óleos. No estaba malo.

              Ella le pegó un sorbo, y lo retó.

– Vamos a ver si de verdad tienes cojones, porque lo del caldo era para mariquitas.

              Cogió un caracol, sacó el animal, y se lo mostró en todo su esplendor, retorcido y negro, con los pequeños cuernos en la punta ¡qué asco!, pensó, y ella se lo acercaba inexorablemente.

– No hay huevos, no hay huevos.

Gritaban las dos.

              Hizo de tripas corazón y lo introdujo en su boca, de sabor bien, pero la textura era otra cosa, hizo un esfuerzo y lo tragó.

– ¿A qué está bueno?, -le preguntó Rosita en su inocencia.

– Si tú lo dices, -le contestó con cara de asco.

– Tan grande y tan escrupuloso, -se volvió y siguieron comiendo.

– Prima, -le preguntó Rosita.

– ¿Aquí es donde ponen los gordos con callos?

– Creo que sí, -respondió Ange.

– ¿Nos los hacemos?, -volvió a preguntar Rosita a su prima, poniendo cara de malvada.

              Rosita se volvió a él y le ordenó.

– Grandullón, dos de caracoles gordos con callos.

              Operación barra, espera y extracción.

              Ya habían terminado con los pequeños y esperaban con expectación los siguientes.

– ¡Qué pinta tienen!, -comentó Ange con los ojos como platos.

– Dámelos, que me desmayo, -le pidió Rosita a Pablo extendiendo los brazos.

              Repetición del exterminio, pero esta vez con caracoles más grandes, y encima callos, algo ligerito. Tomaron el pan que venía en los platos, y empezaron a mojar sopas como si se fuera a acabar el mundo.

              Rosita levantó la mano.

– Secretario, dos de gordos a la Carbonara.

– ¿A la Carbonara?, -preguntó extrañado.

– Calla, esclavo, y sirve a tus amas, -señaló con el dedo hacia el puesto.

– Sí señoras, agachó la cabeza, -nada podía discutir.

              Operación barra de nuevo.

              Efectivamente, eran caracoles tan gordos como los anteriores, pero tapados casi completamente por una buena ración de salsa Carbonara.

              Más mojeteo, “que buenos están, yo prefiero estos”, decía una, “yo prefiero los otros”, y así seguía la conversación científica que mantenían ambas.

              Un rato después, terminaron, Pablo creía que todo había acabado, y se disponía a marcharse cuando su Joya ordenó.

– Esclavo, una de chicos, y una de gordos en salsa, y que no falte el pan, que ha estado escaso, -ni contestó, se dirigió a la barra otra vez.

              Se los colocó en la mesita, y ante su asombro, Rosita, se acercó los dos y se dispuso a comérselos ella sola.

– ¿Todos son para ti?, -exclamó sorprendido.

              Lo miró como si estuviera tonto.

– Déjala Pablo, como le guste algo se pone hasta el moño, y encima ni engorda ni revienta, -le avisó Ange.

              Rosita los miró con desprecio como si fuéran tontos, y se dispuso a comerlos echándose el pelo a un lado.

              La ejecución era la siguiente, caracol, caracol, sopa grande de pan, terminas con ella te bebes casi todo el caldo, que está picante y ardiente, y a una velocidad parecida a la de la luz, destrozas un buen puñado de caracoles.

Terminó de comer soltó un ah…. y mirando alrededor y viendo que nadie estaba cerca de ellos, soltó un eructo de los buenos.

– No es bueno dejarlo dentro, -exclamó con una sonrisa.

– Pero mira que eres basta, y delante de Pablo, -le recriminó Ange.

– El que quiere la col quiere las hojitas de alrededor, -y puso cara de redicha.

              Pablo lo entendió perfectamente, y le pareció perfecto, sí que estaba enganchado.

              Le agarró del brazo, y señalando al frente, ordenó, más que pidió.

– Allí enfrente está la Facultad de Derecho que es para aprender, pero un poco más adelante hay una heladería y yo quiero comer.

              Con lo pequeña que era, le pegó un buen empujón y le hizo ir en la dirección que quería.

– Vamos prima, que nos enfriamos, -ordenó mirando a Ange.

              Y salieron en estampida; a apenas cien metros de los caracoles, efectivamente, estaba la heladería, se sentó en una silla del velador, los demás hicieron lo mismo.

              Se acercó un señor mayor con camisa blanca, y le preguntó.

– Rosita ¿lo de siempre?, ¿un helado dietético?, -el hombre puso una medio sonrisa.

– Dos, Carlos, -y mirando a su prima le preguntó con la cara abriendo mucho los ojos.

– No, Carlos, yo quiero un cucurucho de helado de pistachos.

– De acuerdo.

Oído, marchando, y efectivamente se marchó.

– Me parece muy bien que tú te comas un helado dietético, pero yo no he comido nada, y me hubiera gustado tomarme algo con más fundamento, -le recriminó desde su inexperiencia, pero tenía hambre.

              Ange sonrió.

              Al momento apareció el camarero y le puso delante a Rosita una gran copa con ocho enormes bolas de helado de distintos sabores.

              Le colocó otra a su frente y el cucurucho a Ange.

              Se quedó mirando el enorme helado, y Rosita le preguntó.

– ¿Oye si el sabor de alguna bola no te gusta, me la pasas?, que aquí cae, seguro.

              Sorprendido respondió.

– Pero Rosita, ¿dónde echas eso?

              Ange se irguió, y le rogó.

-No, Rosita, cállate, -haciendo el signo negativo con el dedo índice.

– ¿Dónde?, -volvió a preguntar.

– No preguntes, Pablo, -le volvió a advertir Ange.

              Pero era tarde.

– Dentro de un rato, cuando lleguemos a casa, pasa por el cuarto de baño, y lo sabrás.

– Pero que guarra eres, -Ange puso cara de asco.

              A Rosita se le salía el helado de la boca de la risa que le había entrado.

              Pablo no estaba acostumbrado a un lenguaje así en una mujer, pero no sabía porque, se rio, le pareció la broma más linda del mundo, adoraba esa alegría que él no tenía.

              Chascarrillos los llaman en el sur, chistes, bromas, los llaman los de fuera, pero nunca con la gracia que se explican aquí, que te sacan un chascarrillo de la situación más nimia de la vida. Y ríen, como si no hubiera mañana, trabajan como animales, pero ríen, valoran la amistad, no les da miedo tocarse, lo mismo se enfadan que se abrazan, como se dice en el sur, lo mismo se comen que se devuelven, él quería aquello que no tenía, y que a Rosita le salía sin esfuerzo.

              La noche era fresca y traía el aroma de las flores del cercano Parque, el de Puerta Nueva, se estaba a gusto allí, y con la compañía, se sentía pletórico.

              Terminó su copa, y cogiendo la suya arrebañó con la cuchara el helado derretido de dos bolas que no se había terminado.

– Soy Feliz, -comentó con cara de dicha Rosita-, estómago lleno y buena compañía, que más desearía, -levantó la mano, y mirando a su prima le preguntó moviendo la cabeza rápidamente.

              La prima contestó.

– No, yo no quiero más.

– ¿Y tú, Callao?, -le preguntó con guasa-, ¿naranjita?, -asintió.

              Carlos se había acercado.

– Un cubata de ron para mí, y una naranjita para la señorita, -le señaló con la cara, el camarero sonrió, pero se dio la vuelta rápidamente, muchos kilómetros.

– Rosita, que eres menor de edad, -le intentó poner algo de conocimiento en la cabeza.

– Dímelo cuando estoy trabajando como una burra, además es para la digestión.

– Déjala, es una borrica, -le advirtió Ange.

– Si, pero la burra más bonita de esta feria del “ganao”, -una medio sonrisa adornó el bello rostro de Rosa.

– Cuando estás graciosa…, -le comentó aburrida Ange arrugando la cara.

              Se agarró a su brazo con fuerza.

– ¿Cuándo nos casamos?, cariño, -le preguntó.

– Cuando tú quieras, -le contestó Pablo.

– En octubre, que me estoy haciendo vieja.

– ¿Dentro de diez años?

– Eso quisieras tú, este año, -le dio un pellizco en el brazo.

– No sé si voy a poder, -Pablo puso cara de interesante.

– ¿Por qué?, -lo miró con cara de extrañeza.

– Porque no lo tengo anotado en la agenda, -le contestó con seriedad.

– Mira el payo como aprende, -y se río, después le pegó un trago al cubalibre y le volvió a preguntar.

– ¿En qué Iglesia?

– En un restaurante con barra libre, -Ange soltó una carcajada.

– Dónde las dan las toman y callar es bueno, -le comentó Ange.

– ¿Ya estás viva?, zombi, -le preguntó sacando la lengua a su prima.

– Cállate, bulto con ojos, -Ange le sacó también la lengua.

              Y se rieron ambas.

– ¿Pero de verdad os gustáis?, -preguntó Ange.

              Rosita, agitó la cabeza arriba y abajo como si estuviera loca.

              Ange lo miró interrogándolo, no tuvo más remedio que decir.

– Sí, -le salió tal como lo pensaba.

– Hay que me lo como, -exclamó Rosita casi saltando encima suya, y dándole un beso en la comisura del labio, él ni se movió.

– Esto no me lo creo, todo el mundo de mentira y vosotros de verdad, Pablo, que somos gitanas, -intentó explicarle Ange para que fueran sensatos.

– ¿Y qué?, -le contestó Pablo.

– Los problemas que vais a tener, además de que con ésta no te comes el pico una rosca hasta que te cases, -le explicó señalando a su prima.

– ¿Y qué?, -volvió a contestarle.

– ¿Una gitana y un payo?, -insistió Ange.

– Sí.

– ¿Cómo vais a resolver tantos problemas?, -les preguntó Ange.

– Uno a uno y conforme vengan, -le respondió Pablo, tan serio, que él mismo se sorprendió.

-Y tú, ¿qué dices?, prima, -le preguntó Ange a Rosita.

– Lo que él diga va a misa, y como le cuentes algo a la familia te mato, -Rosa puso cara de loba asesina.

Capítulo XIII

Por Fin la Misión

Rosa piensa con razón que hoy se ha pasado, piensa que es una burra y basta, y que para una vez que están juntos, y solos, bueno, si se olvida a Ange, va y mete la pata, ¿eructar? ¿Cómo un camionero?, ¿el cubata?, si no ha bebido en su vida, le duele la cabeza todavía, pero quería parecer mayor, y el de la cara de póker, que no se inmuta por nada, la tiene loca.

              ¿Lo siente de verdad o sólo por llevarle la corriente a una niña?, no lo cree, no lo sabe… se va a volver loca, mejor dicho, la van a volver loca.

              ¡Qué nervios!, le va a dar algo, y Ange no es la misma desde lo de la pelea de Pablo. No puede hablar con ella, y eso le duele, el no poder contar lo que le está pasando a la mejor amiga que tiene. Espera que ya se le haya quitado, esta tarde ha estado casi normal.

              Pero, le da igual.

              Pablo es suyo, y si alguien se lo quiere llevar va a tener que quitarla de en medio a ella.

Otro día en el caldero, pasando calor y sudando como un cerdo. Llama a «Panadería».

– ¿Fiscal Lozano?, -una voz femenina le contesta.

– Sí, ¿quién es?

– Pablo Maldonado de la policía.

– Ah, el inspector perdido.

– No señora, he contactado casi todos los días con el comisario Delgado.

– Era una forma de hablar.

– Ya se están aclarando las cosas.

– Dígame.

– Valdivia soltó al fin el puerto, es Sines, pero ha costado trabajo.

– ¿Al sur de Portugal?, -pregunta.

– Efectivamente, me ha pedido además que averigüe el número de los conteiner que entrarán la próxima semana importados por una serie de empresas.

– ¿Cuantas son?, -vuelve a preguntarle.

– Seis.

– Mándeme un mensaje de texto con los nombres, no iré en comisión rogatoria a Portugal, sino que pediré algunos favores a amigos portugueses, es cuestión sólo de Registro Portuario, es casi público.

– ¿Podría pedir una Orden de Registro para los conteiner?, si no es muy complicado.

– Lo intentaré, va a ser difícil, pero veré que puedo hacer.

Pablo siente como duda al responderle.

– Muchas gracias.

– Manténgame informada.

– Lo haré.

– Adiós.

– Adiós.

Y desconecta el móvil.

              Vuelve al puesto entre los gritos de las primas y el barullo de los paseantes y clientes.

              Todo discurría con normalidad, puesto, comida, cena, mirada de Rosita, mirada suya, vuelta a empezar.

              Esa noche, después de los cafés, volvieron a quedarse solos.

– Pablo, -le preguntó Tomás

– ¿Tienes los números?

– Todavía no, están en ello, -le responde.

– Diles que aligeren, porque ya mismo nos vamos, -Tomás lo miró fijamente.

– ¿Cuándo?

– Mañana, -aseguró Ricardo.

-Estate preparado, salimos con la fresquita.

– ¿A dónde vamos?, -preguntó de nuevo.

– A Mérida, a casa de unos amigos, a resolver un problema, -Ricardo nada más habló del tema.

– De acuerdo, -asintió, no le quedaba otra.

– Estate preparado a las seis de la mañana, -pidió Ricardo.

– ¿Y quién se queda con las niñas?, realmente Pablo estaba preocupado.

– No hay mercadillo para ellas hasta que volvamos. Además, viene mi sobrino Rafael para estar al quite, tú has acojonado bastante al personal, falta de respeto a Rosita, te las entiendes con el Callao, -le asegura Ricardo.

              Cinco de la mañana y en planta. Desayunan en silencio, salen a la calle y cogen el Citroën de Ricardo.

              Los despiden en la escalera, ninguna quiere bajar, pero se les ve la preocupación, ninguna mujer gitana hará ademán a un hombre de que se quede cuando tiene que hacer, bueno, lo que tiene que hacer.

              Arrancó el coche y salieron de la calle, pero en vez de rodar en dirección a Mérida, cogieron la carretera de Granada. Apenas unos kilómetros circulando por ella cuando Ricardo tomo un camino de tierra, se dirigió hacia la entrada de una finca y la atravesó, un kilómetro después, llegaron a una destartalada casona, en la que los esperaba un hombre moreno con gorra y la cara picada.

              Salieron, le besó la mano a Tomás y estrechó la de Ricardo.

              Sacó las cosas del coche siguiendo las instrucciones de Ricardo y esperó, instantes después apareció el mismo hombre conduciendo un BMW 325 IXS, antiguo, pero de pintura impoluta.

              Se bajó del coche y entregó las llaves a Ricardo, este se subió al coche, Tomás se colocó a su lado, él puso las cosas en el capó, y se sentó en el asiento trasero del coche.

              Ricardo hizo apenas un ademan de despedida al hombre que levantaba la mano despidiéndose, aceleró el coche que rugió como un tigre.

– Buen coche, -afirmó al oír el sonido del motor.

– Para viajar es mejor este que el Citroën, -aseguró con sorna Ricardo.

– Sí, bastante mejor, -respondió Pablo, intentando tener el mismo tono.

              Ahora sí cogieron la carretera de Badajoz, la de la Ruta de la Plata, que, en la parte de Córdoba hasta Zafra, es de un solo carril y bastante peligrosa.

              Ricardo le apretaba como si le fuera la vida en ello, y el coche respondía con el ruido de un gran motor bien cuidado; adelantaba los camiones con una seguridad pasmosa.

– Pablo, -lo llamó Tomás.

– ¿Sí?, Tío Tomás, -contestó.

– Así me gusta, porque a partir de ahora llámame solo Tío a mí y a Ricardo, tú serás a partir de ahora el Callao, no abras la boca si no te preguntan, y di lo justo.

– Si hay algo que no entiendas te lo callas, y después nos lo preguntas, -le pidió Ricardo.

– Bien, sin problemas.

– Una pregunta, Pablo, y perdona que te sea tan directo, ¿a ti te gusta Rosita?

– Sí, tío Tomás.

– No te pregunto como persona, sino como mujer, -notó la voz seria del viejo.

– ¿A quién no le gustaría una belleza como Rosita?, -intentó desviar la conversación.

– No le des vueltas, Pablo, sabes perfectamente de que estoy hablando, -le repitió Tomás.

– Si, -no se paró a pensarlo.

– ¿Y qué?, -preguntó el Ayo Tomás.

– Sí, ya lo he dicho, -corroboró lo que sentía.

– Joder con el Callao, -comentó seriamente Ricardo.

– Y a ella ¿le gustas tú?, -le preguntó Tomás.

– Eso habría que preguntárselo a ella, -le respondió Pablo, que no las tenía todas consigo.

– Ya se lo he preguntado, -le contestó Tomás.

– ¿Y qué respondió?, -volvió a preguntar Pablo, preocupado.

– ¿Tú qué crees?, -le preguntó a su vez Tomás con socarronería.

– Dímelo tú, Tío Tomás, -y por dentro, Pablo estaba expectante.

– Pues lo que ya sabes, que sí. Si nos pasara algo a Ricardo y a mí, te doy permiso, para que, si quieres, la cortejes como gitana, con el respeto debido, tienes la aprobación de Ester y su familia, los Carmona, que ya tienen conocimiento de todo esto.

(En caso de muerte de los varones de un clan las mujeres suelen ir con el clan de la mujer mayor sobreviviente, salvo que ésta sea del que se ha perdido).

– Tío Tomás, miedo me das, -le respondió

– Soy muy viejo, y cuando os vi a los dos juntos la primera vez sabía, que erais uno para el otro, pero tendréis que sortear un mar de problemas y peligros, -auguró con voz cansada.

– A mí me cuesta entenderlo, -comentó Ricardo.

-Pero si mi padre lo dice, -continuó hablando-, está hecho.

              Poco más hablaron en todo el trayecto.

              No pararon ni a tomar café, llegaron del tirón, era en la calle Helguin, cerca de la carretera antigua de Almendralejo.

              Ricardo paró ante un adosado de muy buen aspecto, pintado de un color amarillo que recordaba lo cerca que estában de Portugal.

              Ricardo tocó el claxon, y se abrió la puerta de un garaje, allí metió el coche. Abrieron las puertas, y con dificultades, Pablo salió del coche pues la puerta no abría del todo.

              Salieron por la entrada interior del garaje, pasaron un arco que daba paso a un gran salón.

              Allí los esperaban más de diez personas, gran parte de los cueles eran mayores, casi de la edad de Tomás; se levantaron todos y dieron la mano a Tomás y Ricardo, con reverencia.

– Este es Pablo, lo conocen por el Callao, ya sabréis porqué, está apalabrado con mi nieta Rosita, y cuida a un viejo como yo, junto con mi hijo, -explicó Tomás.

              Soltó las bolsas, y dio la mano uno a uno, solo agachó la cabeza cada vez que la daba.

– Enhorabuena Tomás, buen mozo para la Joya. Que te colmen de felicidad y de hijos varones tu casa, -le deseó un anciano de pelo de blanco transparente, que era el que parecía tener más mando allí.

– ¿Estáis cansados?, -preguntó el anciano.

– No, aseguró Tomás, comencemos, -se sentó, Ricardo lo hizo a su lado y él se quedó de pie.

              En ese momento miró a los que estaban sin sentar cómo él, eran jóvenes y fuertes, posiblemente los que cuidaban de cada uno de los ancianos.

              Entraron dos mujeres vestidas de negro, ya mayores, colocando dos bandejas con cafeteras y pastelillos, todo el mundo calló.

              Una vez que se marcharon, el que había hablado con Tomás se presentó.

– Soy Juan Reche, de los Reche, patriarca de mi familia y persona designada por todos, para que intente arreglar la mala sangre que existe entre los Rastrojos y los Valdivia desde hace ya veinte años, y que no termina de acabar. Que esta vez sea la definitiva, -miró a uno de los de su derecha.

– Yo soy Fernando Soto, de los Soto, patriarca de mi familia, estoy aquí para asegurar que los Rastrojo vienen de buena fe, y para acatar lo que aquí se diga. Doy mi palabra.

              El que estaba al lado de Tomás habló.

– Soy Francisco Rojas de los Rojas, patriarca de mi familia, y vengo para asegurar que los Valdivia vienen de buena fe, y para acatar lo que aquí se decida.  Doy mi palabra.

              El último a la derecha de Juan Reche, se levantó, era un hombre pequeño, con el pelo echado hacia un lado para disimular la calvicie, lleno de oro en las manos y el cuello, la cara como la de una liebre y muy moreno.

– Yo soy Manuel Rastrojo, de los Rastrojo de Mérida, y vengo a exponer la misma queja que hacemos desde hace ya tanto tiempo, y que llevamos sin que hallemos compensación adecuada.

              Vaya elemento, pensó Pablo, rondaría los sesenta, las manos grandes, expresión de lobo, boca nariz y orejas grandes, delgado, pero fuerte, alguien con el que no quieres tener problemas.

– ¿Cuál es tu queja, Rastrojo?, -preguntó Reche.

– El yerno de Tomás Valdivia se llevó la vida de dos de mis hijos, mi primogénito Manuel y mi Luis, que Dios los tenga en su gloria, hombres cabales, a los que de mala manera el de la sangre de ese, el Aurel, -y le señaló a él-, les arrancó la vida cuando apenas tenían veinticinco años. Exigí y exijo ahora que la hija del asesino de mis dos nenes, se case con mi hijo superviviente Juan Rastrojo, para que todo vuelva a su ser natural.

              Hubo un silencio que sólo se interrumpió por el movimiento de las tazas de café.

              El que estaba detrás del Rastrojo lo marcaba con una mirada asesina, ahora sabía por qué.

              También era un buen elemento, parecía fuerte y decidido, supo que tendría problemas con él, mejor tenerlo donde se le pudiera ver.

              Tomás sin levantarse, dejó la taza de café, después si se levantó.

– Soy Tomás Valdivia de los Valdivia, y reconozco lo que cuenta Rastrojo, pero todos sabemos que no fue en la forma en la que él lo quiere explicar. Pero lo más importante y que deben de conocer, es que mi nieta Rosa, hija de Aurel, está apalabrada con Pablo Lupei, aquí presente, y que mi palabra dada no se puede romper, pero aquí está Pablo, si alguien quiere reclamarle a él, estará, y los Valdivia a su lado.

– Muy listo, -exclamó enfadado el Rastrojo-, apenas tres días que la apalabraste, y con un desconocido.

– No es así, la conoció hace más de un año, pero hasta que no ha resuelto los problemas que tenía en el norte no ha podido venir a pedir a la niña, -explicó Tomás mirando al Rastrojo despectivamente.

– ¿Y tú que problemas tienes que has tardado tanto en volver si tanto la querías?, -le preguntó a Pablo el Rastrojo.

– Mis problemas, -solo eso habló, y no añadió más.

– Pablo, el Callao está aquí enfriándose, -explicó Tomás.

– ¿De qué?, -insistió el Rastrojo.

– De un problema con la Pestañí, su familia está presa, -siguió explicando Tomás.

– ¿Qué hiciste, pegarle a un niño?, -guaseó el Rastrojo sonriendo.

– En una redada, tumbé a dos policías y me llevé al hospital a otro.

Puso el listón un poco alto, pero era muy difícil que pudieran comprobarlo. Pablo tenía que hacer saber que el que se quisiera meter con él, iba a tener problemas.

– ¿Jaco?, -preguntó el Rastrojo.

– Jaco, -le contestó él.

– Como el Aurel, la misma sangre, la misma mala sangre, -movió la cabeza con asco.

– Si alguien quiere verla, que venga conmigo a la calle y que me la saque, si tiene…, -les habló, retando a cualquiera de la sala.

– Basta Pablo, y tu Rastrojo, no hemos venido a que se ofenda a nadie, -les recordó Tomás.

              El Rastrojo se dejó caer en el sofá mirando hacia el techo.

– ¿Y tú otra nieta?, Valdivia, -preguntó Rastrojo.

– ¿Ángela?

              Ricardo se irguió del sillón.

– Esa es mi hija, y ni usted ni nadie va a decir nada sobre ella, no está apalabrada con nadie, pero tiene a su padre y a su familia. Este asunto no le va ni le viene a ella, y no quiero oír hablar más del tema.

              Reche tomó la palabra.

– Todos sabemos que la disputa entre Aurel, y los Rastrojo fue justa, Aurel mató a los Rastrojo cuándo estos fueron a matarlo, y que salió malherido de la disputa, sin que se tenga conocimiento del paradero de Aurel hasta hoy, -prosiguió hablando-, por lo tanto, establezco que no hay deuda de sangre entre las dos familias, y que cualquiera que quiera la sangre del otro derramará la de los suyos. He dicho, y se cierra la disputa.

– ¿Pero…?, -protestó el Rastrojo, y Soto lo cogió del brazo, indicándose que se callara.

              Reche continúo hablando.

– A pesar de ello, también creo que los Rastrojo merecen una compensación para que todo vuelva a ser paz entre las familias. Que así sea.

              Los Rastrojo y los Soto se levantaron y después de despedirse con un apretón de manos se marcharon.

              Quedaron los Rojas, los Reche y los Valdivia.

              Habló Reche.

– Cuánta mala sangre eran sus dos hijos, malos como la peste, el Aurel se los cargó, y ellos quieren sacar ventaja de ello veinte años después. Por cierto, buena jugada, Tomás. ¿Es verdad que es apalabrado serio?

– Ponlo al lado de la Rosita y después intentas despegarlos, -le retó Tomás.

              Reche lo miró.

– Buen mozo y con dos cojones, pero quítalo del jaco, no trae nada bueno. ¿Tú te metes?, -le preguntó a Pablo.

– Nunca, solo quiero tener para comer.

– Como todos, hijo mío, pero hay formas, -lo miró con pena.

– Reche, me ha prometido que no habrá nada de eso en el futuro, me ha dado su palabra y lo creo, -afirmó el abuelo.

– Bien, -asintió Reche, miró a Ricardo, este negó con la cabeza.

– Entonces, ¿la Ángela no entra?

– No, -negó rotundamente Ricardo.

– A ver que le doy a estos cabrones para que acabe esta pelea, -miró al techo como buscando una respuesta.

              Se levantó, saludó a todos y se marchó.

              Apenas se hubo ido, Tomás le comentó.

– Este es Paco Rojas, hemos pasado juntos mucho y es como mi hermano.

-Algo tienes que ser para que Tomás te haya dejado acercarse siquiera a la Joya, enhorabuena chaval, te llevas lo más bonito del mundo.

– Lo sé, y gracias, señor Francisco, -le respondió Pablo con respeto.

– Sí que habla poco, -confirmó Rojas.

-Eso es bueno.

              En ese momento le sonó el móvil.

– Con permiso.

Se disculpó, al ver que en el móvil aparecía el nombre de Tía Ester, se alarmó. Tomás le levantó la mano, dándoselo.

              Fue a una habitación que resultó ser la cocina.

– Dime Ester, -le contestó un grito histérico de la mujer.

– Pablo… ¡ay!, Pablo que se las han llevado.

– ¿Que dices?, -se asustó él también.

– Que mandé a las niñas a un recado hace más de dos horas, y que no han vuelto, he llamado a todos y nadie las ha visto, las mandé a la esquina y han desaparecido las dos, como el humo, ¡ay Dios mío!, que me muero como le haya pasado algo a las niñas.

– Espera, tía, -salió de la habitación, se acercó a Ricardo, y le habló al oído-, Tío, ¿puedes venir conmigo?, -se lo dijo en voz baja.

– ¿Qué pasa?, -preguntó.

              Le hizo una ademan con la mano para que le siguiera, él se levantó, y al llegar a la cocina se lo contó.

– Problemas, se han llevado a las niñas, -y le pasó el teléfono.

              Cuando empezó a escuchar lo que le decía su mujer se puso blanco.

              Sólo le escuchó… “su p… madre” … “cabrones” … “los voy a rajar”

              Colgó el teléfono y de un salto se plantó en la habitación donde estaban sentados los viejos.

– Pápa, que se han “llevao” a las niñas.

– ¿Qué dices?, -preguntó alarmado Rojas.

              El viejo Valdivia se puso blanco, aquello no lo tenía previsto, y le había pillado fuera de juego totalmente.

              Él volvió a la cocina mientras discutían acaloradamente como había sido, y qué iban a hacer.

Capítulo XIV

Secuestradas

Su tía las mandó a la panadería de enfrente a por un poco de levadura, los hombres se habían marchado y sólo pudieron verlos desde la escalera. Nadie quería lágrimas, a pesar de todo, hasta tía Ester lloraba, pero después de que se marcharan. Aquel día no abrirían el puesto, y mi prima Ange y el cogieron el dinero que Tía les daba. Nos recomendó.

– Tener cuidado, esta tarde viene el primo Rafael para cuidaros, pero hasta que llegue tened precaución.

              El primo Rafael, tan grande casi como su Pablo, pero con menos gracia que un nabo, pero ya volvería Pablo, y no sería necesario que las cuidara el primo.

              Apenas habían dado la vuelta cuando sintió que le tapaban la boca y la levantaban, miró hacia los lados y vio que habían hecho lo mismo con su prima. Antes de que pudieran darse cuenta, las metieron por una puerta lateral en una destartalada furgoneta de las de caja cerrada.

              Las tumbaron en el suelo, y con cinta americana les taparon la boca, y les inmovilizaron los pies y las manos, las dejaron caer sobre montones de barras de tela llenas y vacías.

              Ange se lo había hecho encima y lloraba, asustada como un animalito, Rosa se acercó a ella y se puso a sus espaldas intentando que se sintiera un poco mejor.

              Aquellos dos gorilas no abrieron la boca, terminaron de amordazarlas, y se sentaron en la parte trasera apoyándose en el cubrerrueda de la furgoneta.

              La furgoneta traqueteaba y daba volteos de un lado a otro de la velocidad que llevaba, lo que hacía que se golpearan una contra otra y contra todo lo que allí se encontraba. Rosa estaba cagada, no sabía de qué iba aquello.

              Paso mucho rato, no supo calcularlo, tres horas, quizás más, y la furgoneta paró, entraron en algo cerrado y las sacaron como si fuéramos pajaritos, en volandas.

              Las metieron a las dos en el asiento de atrás de un coche blanco, y un tipo grande y gordo se echó sobre ellas para que se inclinaran y no se las pudiera ver desde afuera.

              Arrancó el coche a toda velocidad, y al cabo de poco tiempo se metió en un camino de tierra, Rosa lo notó por el traqueteo, apenas cinco minutos después el automóvil paró.

              Las sacaron del coche en volandas de nuevo. Rosa acertó a ver una casa de campo vieja, poco más, las metieron dentro, y las arrastraron hasta una habitación pequeña en la que se veían dos camas; sin quitarles nada, las tiraron en ellas.

              Rosa miró a Ange, tenía los ojos cerrados, pero se la veía llorar, ella también estaba asustada, se temía lo peor, creía en aquel momento que no iban a salir vivas de allí, pero pensaba que, si la vida le había dado a Pablo, no se lo quitaría de en medio ahora, y eso le consolaba un poco.

              Al poco, entró un hombre con aspecto de pueblerino, pequeño y mal encarado, detrás pude ver a otro más mayor, con pinta de asesino, la punta del cañón doble de una escopeta asomaba por su espalda.

              Se acercó a ellas, y las amenazó.

– Si te estás quieta, te quito las cintas, si no, te dejo amarrá como un chorizo.


[1] Dicho de la fruta: Empezar a pudrirse por los golpes y magulladuras que ha recibido, dícese entre los romaní, una chica que ha estado bíblicamente, con alguien antes del matrimonio.

[2] Betadine está indicado como antiséptico de la piel de uso general, en pequeñas heridas y cortes superficiales, quemaduras leves, rozaduras. En el ámbito hospitalario, indicado como antiséptico del campo operatorio, zonas de punción, pequeñas heridas, quemaduras leves y material quirúrgico.

[3] Perrerón: Berrinche o llanto desconsolado. (And.)

[4] Palabra descortés, o de mala manera. (And.)

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