Pablo y Rosa. La Profecía. Segunda Parte

Capítulo X

Siempre Pablo

Destrozaditas, como dirían ellas, llegaron Ange y Rosita; su prima la agarró nada más cruzar la puerta del dormitorio, y empezó a dar saltos como una loca.

– Que beso, de película, yo quiero uno así.

–  Primi, te lo dije, me quiere, -Rosita la agarró de los brazos y la sacudió.

– Me lo creo, -asintió con la cabeza Ange, ella también lo había visto.

– Por Dios, que beso, “mojaita” entera estaba, en la gloria.

– No es pa menos, -volvió a asentir Ange.

– Y él me quiere como yo lo quiero. Esto es pa los restos, -Rosita sonreía como una niña pequeña.

– En una semana, Primi, de película, pero ten cuidado que los hombres…, -le advirtió Ange poniendo cara seria.

– Este no, y el Ayo me ha dado la bendición que lo he visto mirar a Pablo y sonreír.

– Habrá sido por otra cosa, ¿el Ayo?, -preguntó Ange con cara de no creérselo.

– Sí Primi, lo que yo he visto es la verdad, estaba segura.

              Se echaron en la cama, vestidas y todo, y se quedaron dormidas y felices, abrazadas como niñas pequeñas.

Le despertó la claridad del día, pensó que, seguro que no eran las cinco de la mañana, miró el móvil, le informó de que eran las once y no le habían despertado. Se sobresaltó, pero oyó voces en la casa y se tranquilizó.

              Fue a asearse y tropezó con Ricardo.

– Dormilón…, -se rio mientras pasaba.

– ¿Hoy que…?, -quiso contestar Pablo.

– Qué malas son, ¿no te dijeron que los miércoles descansamos?, -se le notaba la guasa en la voz.

– No, -y sin darse cuenta puso cara de tonto, y el muy cabrito se fue sonriendo.

              Bajó con una ropa menos hortera que la de diario.

              Todos ya habían desayunado, se sirvió un café y cogió un par de donuts de un frasco de cristal.

              Apareció Ester.

– El señorito ya se ha levantado, -sonrió con sorna.

– Sí, buenos días.

– ¿Que te pareció lo de ayer?, -le preguntó Ester levantando la barbilla.

– No lo había visto en mi vida, pero genial.

– Ni lo volverás a ver, -Ester miró hacia otro lado, indicándole que todo era de mentira.

– Podría ser, -Pablo le puso cara de que eso podía no ser así, no sabía por qué contestó eso, pero Ester le respondió.

– Vaya con el Callao, cada vez que habla tira un quicio. Termina, que tienes que ir con las niñas a comprar.

              Secretario para todo. Pensó.

              Alguien lo agarró por el cuello.

– Primo que nos vamos, -era Ange.

– Termina de una vez.

– Vale, -contestó. En la puerta los esperaba Rosita.

– ¿Has dormido bien?, -Rosita le dedicó una sonrisa que le iluminó el día.

– Como un niño.

– ¿Cagado y con hambre?, -le sonrió. Pablo hizo lo mismo, casi estúpidamente, o eso pensó.

– No mujer, muy a gusto, -todavía no le pillaba el aire a la guasa que tenían allí.

– Vámonos, -y lo cogió de la mano.

Ange se enganchó del brazo, y así fue escoltado el resto del camino hasta el supermercado.

– No te lo vayas a creer, pero sería raro estar apalabrados e ir cada uno por su lado, además necesitas a la carabina colgada del brazo, como los cazadores, -le explicó Ange.

– Sin problema, -les contestó con una media sonrisa.

– Tampoco sois tan feas, no quiero perder categoría.

– ¿Con qué con guasa?, -rio Ange.

-Hoy lo único que tienes bueno es la compañía, -y rieron con la risa clara de la inocencia.

              Leche, salchichas, longaniza, especias, kétchup….

              ¡Vamos, una alegría!, mareado le tenían, y que no paraban de hablar

-Chocho, mira…

Le comentaba una a la otra.

-Eso es un mojón, el bueno es este.

Y señalaba otro producto.

-Pero éste es más barato.

Se contestaban.

-Pero no le gusta al Ayo, a Ricardo….

A quien fuera. Y una parada.

– Mira Pablo.

Lo presentaba Rosita.

-Esta, Doña tal la de tal y tal, éste es mi novio Pablo, sí, queremos casarnos para octubre, por la iglesia y de blanco que somos gitanas….

              Y él como un burro, moviendo un carrito sobrecargado, que se iba para todos lados.

              A la una terminaron y pagaron la compra. Sin decir nada se sentó en una silla de un bar de fuera del supermercado, ellas seguían hablando.

– Hasta luego, -las despidió levantando la mano.

– Pero mira que eres flojo, -Ange se paró y se quedó mirándolo con cara de desaprobación.

– ¿Enséñame los callos de llevar el carrito?, -le pidió Pablo.

              Se rieron y se sentaron cada una a un lado.

– Como Cristo, -Pablo se quejó con un resoplido.

              Lo miraron las dos, extrañadas.

– No me miréis, con mala gente a cada lado, -abrió los brazos todo lo grande que era.

– Me parto, me troncho, que gracioso, -le contestó Ange con un mohín y haciendo cómo que se cortaba por la mitad y a lo largo, con un cuchillo imaginario.

– Nos ha salido simpático, -comentó Rosita a su prima.

              Vino el camarero y encargaron refrescos.

              Con sorna, Ange preguntó.

– Y ¿cuántos vais a tener?

– Por los menos tres, -contestó siguiéndole la broma a Ange.

              Rosita lo cogió de la mano, y mirándolo fijamente, con sus ojos mágicos, le afirmó.

– Cinco.

              Solo contestó.

– Vale.

– Pues vaya navidades de regalos con cinco sobrinos, -rio Ángela.

– Ve buscando dineros Primi, que te lo digo con tiempo.

              Y rieron las dos, él también sonrió.

– Da gusto oíros reír, -se sintió bien al verlas alegres.

– ¿A saber dónde has estado tú?, que tan poco has oído reír. -le respondió Rosita moviendo la cabeza.

– Un año de formación en Valladolid como policía, prácticas en Galicia, oposición y formación a subinspectores, prácticas en el Bierzo, oposición a inspector con vuelta para formación en Valladolid, total, cuatro años y medio. Cursos todos los que quieras, estudiar, estudiar y estudiar.

– Que vida más triste, -contestó con pena Ange.

– Yo la escogí, no puedo quejarme, -le respondió Pablo con sinceridad.

– ¿Tu padre es también de la Pestañí?

– ¿La Pestañí?, -preguntó Pablo extrañado.

– Poli, -aclaró Ange.

– No, es médico y mi madre profesora en un instituto.

– ¿Tienes hermanos?, -preguntó Rosa.

– Una que te la regalo, a mí me decís el Callao, me gustaría saber que diríais de mi hermana.

– ¿Tan fea es?, -apostilló Rosa.

– ¿Irene?, qué va, pero tiene un carácter de tres pares de narices. Es mayor que yo y esa sí que no tiene novio, ni lo va a tener, como no cambie.

– ¿De verdad?, -se sorprendió Ange.

– Te lo juro, además es Inspectora de Hacienda, imagínate.

– Lagarto, lagarto, -exclamó Rosa, poniendo los dedos en cuernos y tocando la madera de la silla.

– Pues va a ser tu cuñada, -aseguró Ange con una pícara sonrisa.

– Quita, quita, malange, -le contestó Rosita.

              Estaba disfrutando realmente del momento, cuando vio acercarse a un muchacho de tez cetrina que se movía con prisa.

              Se levantó como si fuera un resorte, y se interpuso en el camino del chico.

– ¿Qué quieres, payo?

Y le dio un empujón. Lo cogió del pecho y cuándo estaba a punto de estrellarlo contra la mesa Ange gritó.

– ¡Pablo, déjalo!, es mi novio.

              La miró, y al ver su cara lo soltó.

              El muchacho se intentó acercar a Ange, sujetó a la chica con una mano y con la otra al chico.

– Hijo p.…, suéltame.

– Lárgate, -le advirtió con cara de pocos amigos.

– Que es mi novia, tío, -le aseguró mirándole con ojos asesinos.

– Cuándo me lo diga Tío Tomás, -lo miró con el semblante serio, mientras que Ange lloraba.

              Una mano se posó en el hombro del chico, le dio la vuelta, era Ricardo.

– Te he dicho una y otra vez que no te acerques a mi hija. Como te vuelva a ver rondándola te reviento.

              Y lo dijo de veras.

              El chaval se fue alejando con una cara de enfado terrible.

– No soy bastante para tu hija, cabrón, y al hijo p… ese.

Señaló a Pablo.

-Le voy a sacar las tripas, cabrones, hijos de p….

              Salió corriendo y se marchó.

              Ange lloraba desconsoladamente, apoyada en el respaldar de la silla.

– ¿De verdad, eso quieres para el resto de tu vida?, ese desgraciado, -le preguntó Ricardo, señalando el lugar por donde el muchacho se había marchado.

– Pápa, yo lo quiero, -lloraba Ange.

– ¿No te habrá hecho nada de lo que tengas que avergonzarnos?, -Ricardo acercó su cara a la de su hija.

– No Pápa, te lo juro, -Ange lloraba cada vez con más dolor.

– A partir de ahora solo sales con Pablo y la Rosita, y tu Callao, gracias, con dos cojones.

– De nada, Tío.

              Se marcharon con Ricardo, que había ido con el coche para ayudarles con lo que habían comprado.

              Nada se habló hasta llegar a la casa, cuando aparcó el coche, Ange salió corriendo a su cuarto en un mar de lágrimas. Rosa intentó ir detrás de ella.

– Déjala sola, que recapacite, -le pidió Ricardo a Rosa.

              Rosa continuó descargando bolsas con Pablo, mientras se acercaban a la cocina que estaba al lado, se oyó a Ester decir.

– ¿Qué ha pasado?, Ricardo, -preguntaba Ester.

– El mierda del Yayi, que estaba intentando rondar a la Ange.

              Se llevó las manos a la cara.

– ¿No le habrá hecho nada a mi niña?

– No, Pablo lo tenía sujeto por el pecho como un muñeco, -sonrió Ricardo con satisfacción.

– Gracias Pablo, hijo eres una bendición, otra que te debo.

Y le zampó dos besos y un abrazo, mientras lloraba compungida.

– ¿Qué es lo que pasa?, si puedo preguntar, no quiero entrometerme.

              Ricardo se volvió y le explicó.

– Ese hijo de p… lleva tiempo rondando a mi Ange, ya ha macado[1] a una niña muy buena, y no voy a dejar que haga lo mismo con la mía, además es un chatarrero.

– ¿Macar, chatarrero?

Preguntó Pablo, que no se enteraba de nada.

              Rosita le contestó.

– Pablo, macar es deshonrar, y llamamos chatarreros a los que viven de robar aquí y allá, y dan mal nombre a su raza y su familia.

– ¿Con eso quiere mi Ange entrar en mi casa?, -preguntó Ricardo, mientras abrazaba a Ester que seguía llorando.

– Pablo, -Ricardo lo miró.

-Mi mujer y yo te pedimos que cuides de Ange como si fuera Rosita, no dejes que ningún sinvergüenza se le acerque.

– Así lo he hecho y sabes que lo haré, -no se podía notar duda en su voz, era lo que sabía que debía hacer.

– Cuanta razón tenía el Ayo, eres una bendición, Dios te ha traído a casa para que nos protejas. Bendito seas, hijo mío, -le agradeció Ester.

              Rosa lo cogió de la mano y lo llevó a la mesa, acercó su cara a la de él, habló muy bajito, sentí su aliento en mi cara.

– Llevo tiempo diciéndole que el Yayi ese no es bueno para ella, pero no me hace caso, nada más salimos de aquí lo llamó, menos mal que llegó tarde y apareció el tío Ricardo, si no, no sé lo que hubiera pasado…

– Pues que se hubiera llevado un buen par de hostias, -le aseguró con tranquilidad.

– ¿Y si saca la navaja?, -le preguntó con cara de miedo.

– Se la come, tan seguro como me llamo Pablo, -Pablo no tenía duda de ello. Rosa le apretó la mano y le sonrió.

              Aquella vez fue en la que Don Quijote recibió el mayor premio.

              Cenaron, y Ange no bajó, Rosa cuando terminó, subió, él se quedó un momento más.

              Tomás que no había hablado en toda la cena, le comentó.

– Otra vez más gracias, mucho estás haciendo por esta familia.

– No es nada, Tío Tomás.

– Si tú lo dices, pero cuídate del Yayi, la familia es un poquito… rencorosa, -y movió la cabeza con preocupación.

– No me asusta, -era cierto, pensó que era solo un chiquillo con mala leche.

– Ahora también tienes que cuidar a Ange, -volvió a repetirle Ricardo.

– No es problema, -Pablo volvió a confirmárselo.

– Con permiso, -se despidió de Ricardo.

Se levantó y se fue a la cama.

              Esperó a que todos estuvieran durmiendo, y cuando confirmó que así era, bajó al salón, comprobó que cualquiera que quisiera salir de la casa tendría que pasar por allí, incluso para ir a la cochera o para salir a la calle.

              Fue a la cocina, cogió el tarro de los garbanzos y tomó un buen puñado.

              Los esparció entre la mesa y el sofá, a lo largo, cuidando que no quedara ningún lugar que estuviera libre de ellos.

              Se echó en el sofá, entrecerrando la ventana, para que la oscuridad fuera total, pues aquella noche había una luna clara, y cansado, se dispuso a dormir.

              Cayó redondo; para él habían pasado instantes, cuando oyó.

– ¡Mierda!

              Encendió la luz, y allí estaba Ange, sentada de culo y clavándose allí los garbanzos.

– ¿Vas muy lejos?, -le preguntó Pablo.

– Puto madero, me cago en tus muertos, -le maldijo con una cara de demonio.

– Vale.

Le ordenó.

-Dame el móvil, -movió los dedos de la mano para que se lo entregara.

– Una mierda pa ti.

– Ange…

– ¿Y yo que creía que eras buena gente?, puto madero, -Ange con mirada asesina.

– O me lo das por las buenas o te lo quito por las malas, -y volvió a agitar los dedos.

– Toma, hijo p…., -y le tiró un móvil sin tener que insistir más, era uno de alta gama, ese no era, seguro.

– El otro, Ange.

– ¿Qué de otro?, -le contestó como si no supiera de que hablaba.

– Con el que llamas a tu prenda, tú de tonta no tienes ni un pelo, has engañado hasta a Rosita.

– Que yo no tengo ningún móvil, hijo p.…, -otra mirada asesina de Ange.

              Se levantó, cogió la mochila que llevaba y que estaba en el suelo.

– ¿Te gustan las bragas de las niñas, poli marrano?, -puso cara de asco.

              Efectivamente, sacó ropa interior y entre ella, un móvil pequeño de prepago. Lo cogió y se lo enseñó.

– Es curioso lo que se encuentra en la mochila de una mujer.

              Lo abrió y lo partió, después lo pisoteó.

– Asqueroso, cabrón, -Ange se puso a berrear.

              Habían causado algo de ruido, pero no mucho, a pesar de ello, bajó por las escaleras Ricardo.

– ¿Qué pasa?

              Pablo le dio una patada a la mochila, pero claro, los garbanzos no pudo quitarlos.

– Nada, Tío Ricardo, Ange que ha bajado a por agua y al verme aquí se ha asustado.

              Bajó unos escalones más y al verla vestida de calle se le cambió la cara.

– Pero, ¿tú qué quieres, deshonrarnos y matarnos de dolor a todos?, mala hija.

              Desencajado cogió a Ange con todas sus fuerzas y levantó la mano para golpearla, Pablo le sujetó el brazo, le costó trabajo, pero impidió que la golpeara.

– Ricardo, así no se arregla nada.

              Lo miró con cara de furia.

– Déjame que le voy a dejar la cara que nadie la va a querer.

– No puedo dejar que hagas eso, mañana te arrepentirías.

              La soltó de un movimiento arrojándola contra el sofá, él le soltó el brazo, sabiendo que el peor momento había pasado.

               Se acercó a ella, y poniéndose a centímetros de su cara, le preguntó.

– Prométeme que no vas a hacer ninguna tontería de nuevo.

              Con la cara llena de lágrimas no acertaba a contestarle. La zamarreó.

– Prométemelo, -le repitió Pablo.

– Síííí, -contestó entre sollozos y con la cara llena de lágrimas.

              Durante esos instantes que apenas si habían sido un par de minutos, la escalera se había poblado con el resto de los habitantes de la casa, que contemplaban asombrados lo que sucedía.

              Rosita y el abuelo miraban sorprendidos el espectáculo.

              Rosita bajó, lo miró con ojos como de no entender nada y se llevó a su prima que lloraba entre jipíos.

              Ester bajó y lo abrazó, diciendo.

– Mi ángel, mi ángel, nos hubiéramos muerto de vergüenza y de dolor.

              Ricardo le puso la mano en el hombro, y le agradeció lo que había conseguido.

-Ve a dormir y descansa, que te lo has ganado.

Y subió a echar la llave al cuarto de las niñas.

              Se tumbó al suelo y allí durmió, trabando con su cuerpo la salida del dormitorio.

              Con toda la calma del mundo cogió el móvil de Ange, comprobó que no estaba protegido, y se bajó un programa troyano, lo instaló, y le introdujo el número de su teléfono, comprobó que quedaba invisible. Tomó su móvil, puso el suyo en su programa de rastreo, e inmediatamente parpadeó una luz roja que indicaba la posición del teléfono que había pinchado, salía al lado de la de su posicionamiento. Funcionaba. Por si acaso.

              Volvió a colocar el teléfono de Ange en su mochila. Se dejó caer de nuevo en el sofá y se quedó frito.

Capítulo XI

La Trampa

La de San Quintín, la que se había liado, con lo bien que empezó todo, pensó Rosa, que si lo de los niños, las miradas, y llega el gilipollas del Yayi…, lo hubiera matado ella, pero Pablo, ¡cómo lo manejó!, como un muñeco, y menos mal que llegó tío Ricardo, sino se hubiera liado aún más parda. Temió la salida del Yayi, con la mala folla que tenía él y su familia.

              Y después, la imbécil de Ange intentando escaparse. Ya cuando volvieron, empezó a meterse de gordo con Pablo, y ahí la paró, ¡hasta ahí podíamos llegar¡, el pobre Pablo, que lo único que ha hecho desde que estaba allí eran cosas buenas. Se mosqueó, pues que se mosquee, pero de Pablo solo podía hablar mal ella y no lo hacía.

              Lo que faltaba para el remate del tomate, la escapada, ¿en qué cabeza cabe?, ¿qué esperaba?, ¿que el Yayi se casara con ella?, desvirgada y averigua donde acabaría, con el rabo entre las piernas volviendo, pidiendo perdón con la vergüenza, o perdía, o de p… en cualquier agujero, porque la familia del Yayi sabía que son unos auténticos hijos de p….

              Menos mal que su Pablo estaba al quite, ¡que listo es cuando quiere!, la cazó como un conejo, ¿y lo del móvil?, así se explicaba ahora como se conectaba con el Yayi, a ella se la pegó bien pegá, pero a su Pablo, no, ni muchísimo menos, es que es listo, y guapo… y se lo comía, pero cuando se casaran, ni un momento antes. Ella lo sabía y creyó que el también, no lo creía, lo afirmaba con la seguridad de haberle mirado a esos ojos verdes y no ver nada más que amor.

              Ahí estaba la susodicha, roncando, hartita de dormir después de haber llorado más que María Magdalena, y ella allí estaba, velándola, que se desveló, y con la preocupación no se puede dormir.

– Hija de la gran p….

Jueves, y ya apalabrado, y si eso es en una semana, en un mes…, sonrió Pablo, no sabía cuánto era en  serio, cuanto era broma, pero cómo Rosa quisiera, él querría, no sabía lo que le pasaba, pero estaba coladísimo, había tenido tonterías con nenas, como cualquiera, pero esto era totalmente diferente, era algo físico, se quedaba sin respiración, le dolía el estómago, sólo pensaba en ella, era como si se hubiera enganchado a una droga, no podía estar lejos de ella, su cabeza lo intenta poner todo en su sitio, pero el corazón no la dejaba, y ganaba el corazón por goleada. ¿Qué podía a hacer?, “lo que sea, será”, pensó, pero creía que sería lo que él quisiera y él, la quería a ella.

              El día de hoy estaba siendo un poco espeso, apenas dos palabras con Rosa, y si las miradas mataran, estaría muerto mil veces, Ange estaba fina, pero fina, seguro que no le ladra, porque la prima le habrá leído la cartilla, si no, conocería ya, todo el espeso vocabulario de Ange.

              Llamada.

– Buenos días, Señor.

– Ayer no nos contactó, -al Comisario se le oía enfadado.

– No me fue posible, era el día libre de la familia Valdivia, -que fue como para tranquilizarse, no mentía.

– Ya hablaremos de eso, ¿o cree que somos idiotas?

– No, señor, -supuso que lo habían pillado, no esperaba menos.

– ¿Algún problema?

– No, señor.

– ¿Alguna novedad?, -vuelve a insistir, si no lo saben…

– No, señor.

– Bien, manténganos informados, le paso con Montes.

– Hola, Boss, -oye su voz con algo de guasa.

– Hola, Montes, dime.

– La documentación está lista, junto con algunos datos de interés, y un móvil.

– De acuerdo, ¿cómo me lo entrega?

– Intente salir, tuerza a la derecha y siga todo recto, verá en una esquina un estanco, enfrente, justo a la derecha, al lado de la señal de stop, hay un bareto pequeño, los Infantes, entre y pregunte por Paquito Flores, siga al dueño, y me encontrará.

– ¿Le parece bien sobre las nueve, nueve y media?, -pregunta Montes, solo un escueto “si”.

              Un silencio que hace de afirmación.

– Allí le espero, responde Montes, finalizando la comunicación.

              Cuelga, el día continuo plácidamente, si quitaba las voces de las primas, el público, el movimiento de cajas y el sudor, que le hacían oler como un animalito del campo. Lo de siempre. Algo bueno, Rosita pasaba, lo miraba y sonreía, de vez en cuando le ponía los labios en forma de beso, y ella sonreía más, haciendo lo mismo.

              De vez en cuando pasaba algún conocido de las primas y decía lo de «que buena pareja», «que seáis felices», y cosas similares, Rosita tenía unas palabras para todos, el parecía el Papa, un saludo, un estrechar manos, y pare usted de contar.

              Aquel día el moreno daba de lo lindo, cuando comió, se bebió un litro de gazpacho casi de un tirón.

              Todos lo miraron extrañados.

– ¿Qué?, -preguntó Pablo que no sabía el por qué.

– Madre del amor hermoso, antes le compro un traje con charreteras que tenerlo otra vez en casa, -afirmó Ester. Fue la tónica general, salvo Ange, que le echaba miradas venenosas.

              Siesta de las de antonomasia, cayó como un leño, y se levantó a las siete, con la almohada mojada de saliva. Nadie que no haya trabajado en el sur comprendería la necesidad de tal invento, uno de los mejores que había probado. Cerca de una hora se quedó allí tirado intentando poner en orden sus pensamientos.

              Se puso unos pantalones cortos y unas deportivas, bajó a la cocina.

              Estaba Ester sentada, descansando después de su siesta.

– ¿Ester?

– Dime guapo, -le contestó con una sonrisa.

– Voy a salir a correr.

              La mujer se levantó, y de una alacena cogió algo.

– Toma las llaves de la casa, quédatelas, -le entregó un manojo de ellas.

– Gracias.

              Anochecía cuando salió de la casa, aún era temprano, y a pesar del calor que hacía, le apetecía dar una vuelta, tomó el camino de la Ribera y le hizo un largo de un par de kilómetros, llegó al Arenal, un par de vueltas, y volvió hacia la cita con Montes.

              Encontró sin dificultades el bareto que le había explicado Montes, pasó la cortina de canutillos, y se paró en la ajada barra del bar.

              Se le acercó el señor mayor que estaba detrás de ella.

– ¿Qué le pongo?, -le preguntó con indiferencia.

-Busco a Paco Flores.

– Sígame, -le pidió, y empezó a andar sin pararse a mirar si le seguía, realmente no había nadie en el bar.

– Hombre, Boss, ¿qué viene, de la guerra?, -era Montes, que sonreía.

– Cinco kilómetros con la fresquita, -le contestó mientras que intentaba recuperar el aliento.

– Ganas de morir joven, yo también hacia eso hasta que me cansé.

– Se nota, al tajo, -lo interrumpió.

– Jefe, ¿quiere algo?

– Si, algo de naranja, y agua, mucha agua.

– Gaspar, tráete naranjada y mucha agua, si algún día tienes que decirnos, algo contacta con Gaspar, le dices el mismo nombre y él nos traslada el mensaje.

– ¿Seguro?, -preguntó sin estar totalmente convencido.

– Total confianza, tiene el bar porque le gusta y era de su padre. Cabo Gaspar Ramírez 35 años en el cuerpo, -le informó ufano.

– De acuerdo, cuéntame.

– Aquí tienes un DNI a nombre de Pablo Lupei.

Iba entregándomelos uno a uno.

– Un teléfono de contacto con la Policía Portuguesa, que ya está avisada de que va a ir un Policía Español, pero en general, todavía no le hemos contado lo que no sabemos.

– Bien, -Pablo asintió, todo parecía ir bien.

– Dame el móvil, -Montes puso la palma de la mano.

              Cogió su móvil y lo restableció a valores de fábrica, era del cuerpo.

– Toma el nuevo, uno más antiguo de los que no llevan GPS, pero lo lleva, si podemos despistar algo, mejor.

              Tomó el móvil, y en un momento le instaló el programa espía, comprobó que funcionaba y se lo guardó.

– Y ahora, ¿me cuentas la Historia del Boss y La Rosita?, -le preguntó con una media sonrisa.

– ¿Lo saben en Comisaría?, -no era bueno que lo conocieran, podrían hacerse una idea equivocada.

– Todavía no, -le respondió moviendo la cabeza levemente de un lado a otro.

– Te agradecería que no comentaras nada, no quiero dar lugar a equívocos.

– ¿Equívocos?, el Valdivia se las sabe todas, ya ha marcado a la nieta, el que quiera que se meta, ahí estas tú, pero ten cuidado, esa niña es el objetivo de más de uno.

Montes sabía de lo que hablaba.

– Lo sé, -afirmó Pablo, asintiendo con la cabeza.

– Un bellezón y el poder de Valdivia, buen lote.

– Es cierto que es guapa, -comentó intentando parecer sin interés-, pero es una niña, -quiso quitarle importancia.

– ¿Una gitana con diecisiete años?, esa es más mujer que una paya con veinticinco, ten cuidado con la Joya, que la niña es guapa como ella sola.

Montes conocía lo espectacular que era Rosa.

– Soy un policía en cumplimiento de mi deber, -sacó pecho.

-Y también un hombre, -constató Montes que sabía más que él.

              Cortó la conversación.

– Mañana intentaré llamarles si hay algo de interés, -le comentó cambiando el tercio.

– De acuerdo, Boss, porque la fiscal llama tres veces al día, el súper jefe está agobiado, quítele un poco de presión, -rogó, lo tenían agobiado.

– Deme el teléfono de la fiscal.

– Está en el móvil, «Panadería», -lo señaló con el dedo en la pantalla.

– Ingenioso, -le contestó mientras se bebía el último sorbo de agua.

              Le tendió la mano a Montes.

– Gracias por todo.

– Cuidado, Boss, -supo que se lo decía en serio.

– Por la cuenta que me trae.

Salió del reservado, apenas si había dos clientes en todo el bar; cuando llegó a la calle ya eran casi las once y era noche cerrada, nadie se veía por allí, aquella parte estaba muy mal iluminada.

              Arrancó corriendo, iba a torcer para meterse en la calle de los Valdivia, cuando vio abierta una panadería, llevaba la cartera encima y decidió comprar algún dulce para la cena.

              En ese momento sintió un arañazo en el estómago, reaccionó inmediatamente saltando hacia atrás, entonces vio a un tipo con un pasamontaña que intentaba darle una puñalada de nuevo, le echó la mano hacia un lado, desequilibrándolo, en ese momento, cuando el pecho del atacante pasó a su lado, le dio un rodillazo que lo dejó sin aliento. Se había salvado el haberse desviado para la panadería, en otro caso lo hubieran rajado de arriba a abajo.

              Inmediatamente otro tipo que intentó clavarle una navaja directamente al pecho, aquella era difícil de evitar, pero gracias al entrenamiento actuó sin pensar, de un golpe en la muñeca desvió la navaja hacia arriba, el resto del cuerpo, fue hacia él, le dio un rodillazo en las pelotas con todas sus ganas.

              El tercero lo miraba sin saber qué hacer.

– Hijo p… te voy a matar, -movía la navaja de un lado a otro.

– Ven para acá, -le pidió Pablo, indicándole con los brazos que lo hiciera.

– Hijo p…, hijo p…., -no dejaba de repetir señalándolo con la navaja.

              Pegó un tirón como para ir a por él, se dio la vuelta y salió corriendo.

              Se volvió rápidamente hacia los otros dos, el primero intentaba levantarse, le dio una patada en las costillas desde atrás, y volvió a caer al suelo con todo su peso, el de la patada en los huevos, seguía sentado, gimiendo, se fue a por el primero, le quitó el pasamontaña y no le resultó conocido, le dio con la cabeza en el suelo por si acaso, y se volvió a por el segundo, le quitó el pasamontaña, era el Yayi, se lo había imaginado.

              Lo miró:

– Hijo p.…, hijo p.…, me has reventado los huevos.

              Lo cogió de las manos con las que se sujetaba los testículos y apretó, oyó como un estertor.

– La próxima vez que te acerques a cualquiera de la casa, te quedas sin ellos.

Volvió a apretar con más ganas, y chillando, el Yayi se dejó caer de lado jadeando.

              Se incorporó, y se dio cuenta de que le habían dado un tajo superficial de siete u ocho centímetros, cinco centímetros más abajo del esternón, pero que echaba sangre como un cerdo.
              Se quitó la camisa que ya estaba manchada, hizo un lio con ella, y se apretó la herida.

              Caminó hasta la casa de los Valdivia.

              Entró despacio para que no le oyeran, ya estaban cenando, se movió por detrás de la ventana, para que Rosita, que estaba en frente de ella, lo viera.

              Cuando levantó la cara, le hizo señas de que saliera, le miró con cara de sorprendida, pero un minuto después estaba a su lado.

– ¡Ay!  Dios mío ¿qué te ha pasado?, -preguntó con la cara blanca.

– No es nada, ya te cuento, tráeme algo para curarme.

              Se levantó y salió disparada por la escalera, pero el viejo Tomás que presidia la mesa se dio cuenta de que algo pasaba, asomó la cabeza al patio y llamó.

– ¿Rosita?

Esperó unos instantes.

– ¿Pablo?

Volvieron a preguntar. Ya no tenía sentido.

– Aquí estoy, Tío Tomás.

              Se acercó y cuando vio la sangre que le goteaba hasta los pantalones, lo cogió del hombro.

– Entra, entra, -lo arrastró al comedor.  Se dejó llevar.

              Todos pararon inmediatamente de comer, Ester se echó las manos a la cara, Ange, a pesar de todo puso cara de espanto, Ricardo de un salto se acercó a él, le quitó la camiseta y puso una servilleta de tela.

– No es nada, -les comentó.

– La sangre no llueve del cielo, -contestó con cara seria Ricardo-, ¿A ver?, -y levantó la servilleta, Ange puso los ojos en blanco y tuvo que sujetarla su madre, era una herida escandalosa.

              En ese momento entró Rosa con un pequeño botiquín que Ricardo le hizo dar.

              Con manos expertas, limpió la sangre, roció de Betadine[2] la herida hasta ponerle amarilla la barriga, después tiró de los extremos para ver la profundidad.

– Pablo, puntos, eh.

– Sí, lo sé, -asintió mirándose la herida.

              Cogió la aguja del botiquín, le echó alcohol, y lo comenzó a coser, tenía la herida caliente, pero a pesar de ello, a Pablo le dolía como el demonio; en apenas un instante había terminado.

              Hizo el nudo y me preguntó.

– Dime, ¿quién ha sido el mala madre?

– Imagínate, -le contestó-, el Yayi y dos más, con pasamontaña.

– Qué es, ¿qué lo reconociste por el aspecto?

– No, se lo quite, le van a estar doliendo los huevos tres meses, y a su colega las costillas y la cabeza, el otro salió por piernas.

– Más fuerte le tenías que haber dado, -le susurró con odio Ricardo al oído.

– Le he dado bien, no te preocupes, que le he avisado que como se acerque a esta casa se los corto.

– Bien hecho, -le sonrió Ricardo.

– Hijo mío, si quieres dejarlo te comprendo, -comentó Tomás,

– ¿Por esto?, -señaló la herida-, no, -movió la cabeza con fuerza, negando.

              Rosita no decía nada, tenía el rostro arrasado de lágrimas.

– Rosita, que no me ha pasado nada.

– Si te pasa algo me muero.

Después miro alrededor, como si hubiera dicho algo inapropiado, pero nadie hizo el menor comentario.

– Rosita, tráele de su cuarto una camisa, -le pidió el Ayo.

              Ricardo le estaba vendando alrededor del torso para que no se le abriera la herida, sabía lo que hacía, no era nuevo en esos menesteres.

              Tomás se sentó a su lado y cogiéndolo de la mano, casi le susurró.

– Cuantos problemas te traemos.

– Tío Tomás, estos no son problemas, estos sí, -Pablo señaló la cicatriz de un balazo en las costillas-, recuerdo de Galicia oeste, este otro de una reyerta un poco más al sur, -señaló en el brazo un corte profundo de un cuchillo fruto de una gran pelea en el Bierzo.

              Rosita seguía dando jipíos con la mano en la boca, acurrucada en un sillón enfrente de mí.

              Levantó la mano señalándola y moviendo los dedos, y al final poniendo el signo de la victoria.

              Pareció sonreír, pero siguió llorando.

– El chaval éste no se corta por nada, voy a tener que darle un repaso, -habló Ricardo, con una voz a tener en cuenta.

– Tranquilo, hijo, cada cosa es en su momento, Pablo está bien, y él se ha llevado lo suyo, estará tranquilo un tiempo, no necesitamos mover más los problemas, -comentó a su hijo el Ayo.

– Pues Tomás, si no es por la suerte, que volví a la panadería para comprarles algunos dulces, no estoy aquí, me hubiera rajado de arriba a abajo.

– Pápa, que hay que pararlo, -insistió Ricardo.

– Más ganas que tú, tengo yo, es mi derecho de sangre, Pablo es de la familia y me llama la venganza, pero no es el momento, -repitió el Ayo.

– No vayáis a hacer ninguna estupidez, ya lo pillaré yo, -les avisó Pablo con voz seca.

– ¿Tienes hambre?, -preguntó Tomás.

– Sí.

– Niñas, ponedle algo para comer, a mí se me ha quitado el apetito, -les pidió Tomás.

              Los demás dejaron la mesa y los dejaron a Rosita y a él, que le trajo un plato de viandas frías y pan.

              Se sentó a su lado con la cara hinchada y lo cogió del brazo.

– Yo no sé qué haría…

              No la dejó terminar.

– Soy durillo de pelar.

– Pero…, -y lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

– Déjalo, estoy bien.

              Agachó la cabeza apoyándola sobre la mesa y se quedó mirándolo fijamente mientras comía.

              Sintió la calidez de su compañía, y cayó más rendido a sus pies, se paró el mundo de nuevo y sólo quedó la burbuja que los envolvía.

              Terminó, la cogió la mano y se la besó.

– Gracias.

– ¿Por qué?, le preguntó.

– Por existir, -le contestó mirándola a los ojos.

              Otro perrerón[3], se levantó y se fue al patio.

– ¿Estás mejor?, -le preguntó Ester.

-Estoy bien, no te preocupes, dentro de una semana no tengo nada.

– Pues no vamos a tenerla, -le aseguró Tomás.

              Un instante de parada.

– Niñas, traernos café, -pidió de nuevo Tomás.

              Ester y Ange se levantaron sin decir palabra, se quedaron Ricardo, Tomás y él.

– Esto va rápido, -afirmó Ricardo.

-El puerto es Sines, primero pasamos por Mérida una noche, tenemos que arreglar unos asuntos, y al día siguiente, a Portugal, allí nos esperan.

– Bien, -fue lo único que pudo contestar Pablo.

– Nos van a tener que conseguir los contenedores que traen la próxima semana estas empresas, -Tomás le dio un papel con unos nombres anotados.

– ¿Estas son las que hacen pirateo?, -preguntó Pablo.

– No, son los caballos de Troya, -contestó Tomás.

– ¿Caballos de Troya?, -volvió a preguntar Pablo con extrañeza.

– Sí, pantallas, que no hay mejor contrabandista que el que no sabe que lo trae, -aseguró Ricardo.

– ¿Y cómo lo hacen?, -volvió a preguntar Pablo.

– Tiempo al tiempo, -le pidió Tomás.

-Y ahora tómate el café y descansa, -le volvió a decir Tomás.

              Al fresco y después del ajetreado día se quedó dormido, echaron el toldo, y le pusieron una manta sobre el cuerpo, nadie se atrevió a despertarlo.

Capítulo XII

Caracoles

Vaya día, pensó Rosa, comenzó con Ange insoportable, a la segunda bordería[4] que lanzó sobre Pablo, la mandó a la mierda y ya no volvieron a hablarse en toda la mañana.

              Y por la noche, el desastre, el mil veces hijo de p… de Yayi, casi se lo mata, ¿ahora a ver qué le contaba Ange?, que le arrancaba los ojos. Cuando lo vio chorreando sangre pensó que lo habían matado, pero gracias a Dios eso se curaba, durante un instante quiso morirse, morirse ella y que él siguiera vivo, las lágrimas le salían como si tuviera todas las del mundo, no podía controlarse, qué mal rato, tuvo que ponerse feísima, pensó, hinchada y blanca, pues sólo daba   hipidos, no podía ni articular palabra.

              Cuando vio su mano hacer el tonto, y hacer la señal de la victoria, le dieron ganas de reírse, y lloró más.

              Con el alma en los pies, que casi no podía andar, le llevó el plato, y se sentó a su lado, y lo miró como intentando que no se fuera a mover de allí para siempre, para que no le pudiera pasar nada malo.

              Le pareció eterno y un segundo, cuando le besó la mano se le subió el pavo y quería morirse de gusto.

              Cuando le susurró lánguidamente.

– Gracias.

– ¿Por qué?, -le preguntó.

– Por existir, -se derramó, y sin saber por qué, empezó a llorar como una tonta, pero de felicidad.

Lo despertó el ruido del movimiento de cajas.

Se levantó, y sintió el picor de la herida, parecía estar cerrando bien, tampoco era tanto, más escandalosa que otra cosa, sólo había atravesado la piel.

– Un momento, voy con vosotros, -pidió con una sonrisa.

– No, -se lo intentó impedir Ricardo.

– Hoy voy yo.

– No, -le contestó Pablo

              Ricardo lo miró.

– Vale, Tarzán.

              Fue a su cuarto, se cambió de ropa, se lavó la cara.

Al pasar por la cocina, se sirvió un poco de café y cogió un mendrugo de pan del día anterior.

– Vámonos, -sin decir nada más se montó en la furgoneta.

– Ehhhh, -exclamó Rosita.

– Que quedan cajas que meter.

– No puedo, estoy herido, -Pablo puso cara de estar muriéndose.

              Río, lo miró.

– Que poca vergüenza que tienes.

– ¡Ay!, ¡ay!, -le contestó Pablo, como si tuviera quince años.

              Nada más llegar al mercadillo, la sempiterna Dolores se acercó al puesto y cogiendo a Rosa de la mano, se la acercó y le preguntó.

– ¿Cómo está tu hombre?

– Bien, Dolores, un costurón en el pecho, grande, pero ya lo ves, aquí está, -lo señaló con orgullo.

– Porque es un hombre de los de antes, ni llamó a la policía, ni nada.

– No, Dolores.

– Eso está bien, es cosa de hombres, ya lo arreglaran los mayores, el Yayi ha desaparecido y lo están buscando, cómo lo encuentren…, -Dolores movió la cabeza.

-Ya Dolores, pero es que casi me lo desgracian, -a Rosa se la veía preocupada.

– Pues desgració a los otros, que orgullosa te tienes que sentir, niña.

– Hinchá como una pava, Dolores, -una gran sonrisa llenó su bello rostro.

– Así tienen que ser los hombres, buena pieza has cogido, con dos cojones, -afirmó Dolores, asintiendo con la cabeza.

              Y se fue.

              Rosita lo miró con cara de resignación.

– ¿Ya lo sabe todo el mundo?, -preguntó Pablo en su inocencia.

– ¿Tú qué crees?

Pablo puso cara de resignación.

-Oye, ¿y qué es eso de que lo están buscando?, -preguntó extrañado.

– Porque te atacó a traición, cara a cara y uno a uno es una cosa, lo que te pasó a ti ayer es algo muy distinto, -comentó como si fuera una sentencia que debía de conocer.

– ¿Y si le cogen, que pasa?, -volvió a preguntar.

– Te llamarán a ti al Consejo de Ancianos, y ellos verán lo que se hace.

Pablo pensó que para ellos era santa palabra, era su ley.

– ¿Sin policía?, -preguntó de nuevo.

– Son nuestras leyes, tan antiguas o más que las vuestras, -afirmó sin pestañear, para ellos era lo natural, lo que debía hacerse.

– Mira que sabe la gitanita, -puso cara de admiración.

– Cállate Payo, -le sonrió dulcemente.

– Yo pa callarte te daba un beso, pero no me dejan, -le contestó de corazón.

– Porque no quieres, -sonrió pícaramente.

              Se levantó e hizo el amago de ir tras de ella, pero salió corriendo, escondiéndose detrás de las cortinas.

              Se volvió a sentar.

– Mariquita, -se oyó detrás de las cortinas, -la vio enseñando la cara con una sonrisa picarona.

– Ya… Ya… si te cojo…

              Y se rieron.

              Ange los miraba, callada, y Rosa ni quería verla, a pesar de que los miraba fijamente.

              Aquella tarde los dejaron salir a Rosita y a él a dar un paseo, Ange fue con ellos porque los tenía que acompañar de carabina; nada más dieron la vuelta a la calle, Rosita se le agarró de la cintura y él le echó el brazo sobre el hombro.

              Iba vestida como una niña, con una falda azul plisada y una camisa rosa, zapatos castellanos planos y el pelo suelto, apenas si se había echado algo en sus pestañas que hacían que cuando miraba solo se le vieran los refulgentes ojos azules. Nada más de pintura llevaba, ni falta que le hacía.

              Salieron a la Iglesia de San Lorenzo, bello edificio, con su pequeño jardín de rosas rojas, allí se detuvo, y sin importarle lo que le dijeran, cogió una y se la dio a Rosita, cogió otra y se la di a Ange, que aceptó a regañadientes.

              Continuaron por la calle Escañuela y se pararon en cualquier establecimiento que expusiera algo, cacharros de cocina, para los que tuvieron palabras de admiración o de desprecio. Él, como no entendía nada, se calló. Lo mejor que pudo hacer. Las primas volvían a estar en salsa.

              Llegaron a la Plaza de la Magdalena, con su bella iglesia y jardines, y vio un tenderete atestado de gente.

– ! Caracoles ¡

Exclamaron las dos al unísono. Y se olvidaron de todo.

– ¿Caracoles?, -comentó Pablo con asco.

– Si cateto, caracoles, una delicia para personas con clase, no como tú, cateto, -Rosita lo miró como si no supiera de las cosas buenas de la vida.

              Se acercaron en su extraña conversación.

-Yo de los chicos o de los gordos, cabrillas…….

              Jerga extraña e incomprensible.

– De los chicos.

Rosita se colocó delante de él y comenzó a saltar como una niña pequeña.

-De los chicos, de los chicos…

– Vale, -contestó-, pero yo no quiero.

– Tú te lo pierdes, cateto, -lo miró con cara de desprecio.

              Se acercó al puesto, y aprovechándose de su corpulencia, tardó poco en llegar a la barra.

– Dos de chicos, -gritó, intentando imponerse al vocerío.

– Ya va, -logró oír una voz medio sepultada entre tanto ruido-, marchando.

              En segundos aparecieron dos vasos de cristal llenos de pequeños caracoles nadando en una solución marrón clara. ¡Qué asco!, pensó.

              Pagó, y al cogerlos los soltó de golpe, estaban ardiendo, un señor de al lado le indicó dos servilletas, lio los vasos y le puso el pulgar hacia arriba.

-Gracias.

Le intentó decir entre el vocerío, y salió del bullicio de la barra.

              Ellas estaban en una mesa alta con taburetes, en la que en el medio sobresalía una sombrilla cerrada por la inutilidad de abrirla a la sombra como estaban.

              Lo esperaban como niñas pequeñas, Rosita daba palmas, pronto sabría que era un bicho devorador de caracoles.

              Cogieron los vasos y le dieron un trago a aquel caldo de pecaminoso color.

– ¡Qué bueno!, qué bueno está, -exclamaban ambas a la vez.

              Hicieron sitio entre las servilletas usadas, se acercaron unos cuencos para las cáscaras, y cogieron los palillos de dientes.

              Se hizo el silencio, apenas interrumpido por un sorber de vez en cuando a algún caracol que se resistía a ser engullido.

              Una velocidad de vértigo que le sorprendió, bueno, hasta que la vio comer gambas.

              Uno tras de otro iban pasando al cuenco de las cáscaras, en instantes ya llevaban medio vaso cada una.

              Rosita que estaba a su lado, le pidió.

– Pruébalo, -le acercó el vaso, y señaló el caldo que contenía el mismo.

– Ni loco, que asco, -y era lo que realmente pensaba.

– No tiene cojones, -le indicó Ange a su prima.

              La palabra mágica.

– Vale, -le acercó el vaso, y probó un pequeño sorbo, era picante y tenía sabor a hierbas del campo, fuerte pero agradable, y caliente como los santos óleos. No estaba malo.

              Ella le pegó un sorbo, y lo retó.

– Vamos a ver si de verdad tienes cojones, porque lo del caldo era para mariquitas.

              Cogió un caracol, sacó el animal, y se lo mostró en todo su esplendor, retorcido y negro, con los pequeños cuernos en la punta ¡qué asco!, pensó, y ella se lo acercaba inexorablemente.

– No hay huevos, no hay huevos.

Gritaban las dos.

              Hizo de tripas corazón y lo introdujo en su boca, de sabor bien, pero la textura era otra cosa, hizo un esfuerzo y lo tragó.

– ¿A qué está bueno?, -le preguntó Rosita en su inocencia.

– Si tú lo dices, -le contestó con cara de asco.

– Tan grande y tan escrupuloso, -se volvió y siguieron comiendo.

– Prima, -le preguntó Rosita.

– ¿Aquí es donde ponen los gordos con callos?

– Creo que sí, -respondió Ange.

– ¿Nos los hacemos?, -volvió a preguntar Rosita a su prima, poniendo cara de malvada.

              Rosita se volvió a él y le ordenó.

– Grandullón, dos de caracoles gordos con callos.

              Operación barra, espera y extracción.

              Ya habían terminado con los pequeños y esperaban con expectación los siguientes.

– ¡Qué pinta tienen!, -comentó Ange con los ojos como platos.

– Dámelos, que me desmayo, -le pidió Rosita a Pablo extendiendo los brazos.

              Repetición del exterminio, pero esta vez con caracoles más grandes, y encima callos, algo ligerito. Tomaron el pan que venía en los platos, y empezaron a mojar sopas como si se fuera a acabar el mundo.

              Rosita levantó la mano.

– Secretario, dos de gordos a la Carbonara.

– ¿A la Carbonara?, -preguntó extrañado.

– Calla, esclavo, y sirve a tus amas, -señaló con el dedo hacia el puesto.

– Sí señoras, agachó la cabeza, -nada podía discutir.

              Operación barra de nuevo.

              Efectivamente, eran caracoles tan gordos como los anteriores, pero tapados casi completamente por una buena ración de salsa Carbonara.

              Más mojeteo, “que buenos están, yo prefiero estos”, decía una, “yo prefiero los otros”, y así seguía la conversación científica que mantenían ambas.

              Un rato después, terminaron, Pablo creía que todo había acabado, y se disponía a marcharse cuando su Joya ordenó.

– Esclavo, una de chicos, y una de gordos en salsa, y que no falte el pan, que ha estado escaso, -ni contestó, se dirigió a la barra otra vez.

              Se los colocó en la mesita, y ante su asombro, Rosita, se acercó los dos y se dispuso a comérselos ella sola.

– ¿Todos son para ti?, -exclamó sorprendido.

              Lo miró como si estuviera tonto.

– Déjala Pablo, como le guste algo se pone hasta el moño, y encima ni engorda ni revienta, -le avisó Ange.

              Rosita los miró con desprecio como si fuéran tontos, y se dispuso a comerlos echándose el pelo a un lado.

              La ejecución era la siguiente, caracol, caracol, sopa grande de pan, terminas con ella te bebes casi todo el caldo, que está picante y ardiente, y a una velocidad parecida a la de la luz, destrozas un buen puñado de caracoles.

Terminó de comer soltó un ah…. y mirando alrededor y viendo que nadie estaba cerca de ellos, soltó un eructo de los buenos.

– No es bueno dejarlo dentro, -exclamó con una sonrisa.

– Pero mira que eres basta, y delante de Pablo, -le recriminó Ange.

– El que quiere la col quiere las hojitas de alrededor, -y puso cara de redicha.

              Pablo lo entendió perfectamente, y le pareció perfecto, sí que estaba enganchado.

              Le agarró del brazo, y señalando al frente, ordenó, más que pidió.

– Allí enfrente está la Facultad de Derecho que es para aprender, pero un poco más adelante hay una heladería y yo quiero comer.

              Con lo pequeña que era, le pegó un buen empujón y le hizo ir en la dirección que quería.

– Vamos prima, que nos enfriamos, -ordenó mirando a Ange.

              Y salieron en estampida; a apenas cien metros de los caracoles, efectivamente, estaba la heladería, se sentó en una silla del velador, los demás hicieron lo mismo.

              Se acercó un señor mayor con camisa blanca, y le preguntó.

– Rosita ¿lo de siempre?, ¿un helado dietético?, -el hombre puso una medio sonrisa.

– Dos, Carlos, -y mirando a su prima le preguntó con la cara abriendo mucho los ojos.

– No, Carlos, yo quiero un cucurucho de helado de pistachos.

– De acuerdo.

Oído, marchando, y efectivamente se marchó.

– Me parece muy bien que tú te comas un helado dietético, pero yo no he comido nada, y me hubiera gustado tomarme algo con más fundamento, -le recriminó desde su inexperiencia, pero tenía hambre.

              Ange sonrió.

              Al momento apareció el camarero y le puso delante a Rosita una gran copa con ocho enormes bolas de helado de distintos sabores.

              Le colocó otra a su frente y el cucurucho a Ange.

              Se quedó mirando el enorme helado, y Rosita le preguntó.

– ¿Oye si el sabor de alguna bola no te gusta, me la pasas?, que aquí cae, seguro.

              Sorprendido respondió.

– Pero Rosita, ¿dónde echas eso?

              Ange se irguió, y le rogó.

-No, Rosita, cállate, -haciendo el signo negativo con el dedo índice.

– ¿Dónde?, -volvió a preguntar.

– No preguntes, Pablo, -le volvió a advertir Ange.

              Pero era tarde.

– Dentro de un rato, cuando lleguemos a casa, pasa por el cuarto de baño, y lo sabrás.

– Pero que guarra eres, -Ange puso cara de asco.

              A Rosita se le salía el helado de la boca de la risa que le había entrado.

              Pablo no estaba acostumbrado a un lenguaje así en una mujer, pero no sabía porque, se rio, le pareció la broma más linda del mundo, adoraba esa alegría que él no tenía.

              Chascarrillos los llaman en el sur, chistes, bromas, los llaman los de fuera, pero nunca con la gracia que se explican aquí, que te sacan un chascarrillo de la situación más nimia de la vida. Y ríen, como si no hubiera mañana, trabajan como animales, pero ríen, valoran la amistad, no les da miedo tocarse, lo mismo se enfadan que se abrazan, como se dice en el sur, lo mismo se comen que se devuelven, él quería aquello que no tenía, y que a Rosita le salía sin esfuerzo.

              La noche era fresca y traía el aroma de las flores del cercano Parque, el de Puerta Nueva, se estaba a gusto allí, y con la compañía, se sentía pletórico.

              Terminó su copa, y cogiendo la suya arrebañó con la cuchara el helado derretido de dos bolas que no se había terminado.

– Soy Feliz, -comentó con cara de dicha Rosita-, estómago lleno y buena compañía, que más desearía, -levantó la mano, y mirando a su prima le preguntó moviendo la cabeza rápidamente.

              La prima contestó.

– No, yo no quiero más.

– ¿Y tú, Callao?, -le preguntó con guasa-, ¿naranjita?, -asintió.

              Carlos se había acercado.

– Un cubata de ron para mí, y una naranjita para la señorita, -le señaló con la cara, el camarero sonrió, pero se dio la vuelta rápidamente, muchos kilómetros.

– Rosita, que eres menor de edad, -le intentó poner algo de conocimiento en la cabeza.

– Dímelo cuando estoy trabajando como una burra, además es para la digestión.

– Déjala, es una borrica, -le advirtió Ange.

– Si, pero la burra más bonita de esta feria del “ganao”, -una medio sonrisa adornó el bello rostro de Rosa.

– Cuando estás graciosa…, -le comentó aburrida Ange arrugando la cara.

              Se agarró a su brazo con fuerza.

– ¿Cuándo nos casamos?, cariño, -le preguntó.

– Cuando tú quieras, -le contestó Pablo.

– En octubre, que me estoy haciendo vieja.

– ¿Dentro de diez años?

– Eso quisieras tú, este año, -le dio un pellizco en el brazo.

– No sé si voy a poder, -Pablo puso cara de interesante.

– ¿Por qué?, -lo miró con cara de extrañeza.

– Porque no lo tengo anotado en la agenda, -le contestó con seriedad.

– Mira el payo como aprende, -y se río, después le pegó un trago al cubalibre y le volvió a preguntar.

– ¿En qué Iglesia?

– En un restaurante con barra libre, -Ange soltó una carcajada.

– Dónde las dan las toman y callar es bueno, -le comentó Ange.

– ¿Ya estás viva?, zombi, -le preguntó sacando la lengua a su prima.

– Cállate, bulto con ojos, -Ange le sacó también la lengua.

              Y se rieron ambas.

– ¿Pero de verdad os gustáis?, -preguntó Ange.

              Rosita, agitó la cabeza arriba y abajo como si estuviera loca.

              Ange lo miró interrogándolo, no tuvo más remedio que decir.

– Sí, -le salió tal como lo pensaba.

– Hay que me lo como, -exclamó Rosita casi saltando encima suya, y dándole un beso en la comisura del labio, él ni se movió.

– Esto no me lo creo, todo el mundo de mentira y vosotros de verdad, Pablo, que somos gitanas, -intentó explicarle Ange para que fueran sensatos.

– ¿Y qué?, -le contestó Pablo.

– Los problemas que vais a tener, además de que con ésta no te comes el pico una rosca hasta que te cases, -le explicó señalando a su prima.

– ¿Y qué?, -volvió a contestarle.

– ¿Una gitana y un payo?, -insistió Ange.

– Sí.

– ¿Cómo vais a resolver tantos problemas?, -les preguntó Ange.

– Uno a uno y conforme vengan, -le respondió Pablo, tan serio, que él mismo se sorprendió.

-Y tú, ¿qué dices?, prima, -le preguntó Ange a Rosita.

– Lo que él diga va a misa, y como le cuentes algo a la familia te mato, -Rosa puso cara de loba asesina.

Capítulo XIII

Por Fin la Misión

Rosa piensa con razón que hoy se ha pasado, piensa que es una burra y basta, y que para una vez que están juntos, y solos, bueno, si se olvida a Ange, va y mete la pata, ¿eructar? ¿Cómo un camionero?, ¿el cubata?, si no ha bebido en su vida, le duele la cabeza todavía, pero quería parecer mayor, y el de la cara de póker, que no se inmuta por nada, la tiene loca.

              ¿Lo siente de verdad o sólo por llevarle la corriente a una niña?, no lo cree, no lo sabe… se va a volver loca, mejor dicho, la van a volver loca.

              ¡Qué nervios!, le va a dar algo, y Ange no es la misma desde lo de la pelea de Pablo. No puede hablar con ella, y eso le duele, el no poder contar lo que le está pasando a la mejor amiga que tiene. Espera que ya se le haya quitado, esta tarde ha estado casi normal.

              Pero, le da igual.

              Pablo es suyo, y si alguien se lo quiere llevar va a tener que quitarla de en medio a ella.

Otro día en el caldero, pasando calor y sudando como un cerdo. Llama a «Panadería».

– ¿Fiscal Lozano?, -una voz femenina le contesta.

– Sí, ¿quién es?

– Pablo Maldonado de la policía.

– Ah, el inspector perdido.

– No señora, he contactado casi todos los días con el comisario Delgado.

– Era una forma de hablar.

– Ya se están aclarando las cosas.

– Dígame.

– Valdivia soltó al fin el puerto, es Sines, pero ha costado trabajo.

– ¿Al sur de Portugal?, -pregunta.

– Efectivamente, me ha pedido además que averigüe el número de los conteiner que entrarán la próxima semana importados por una serie de empresas.

– ¿Cuantas son?, -vuelve a preguntarle.

– Seis.

– Mándeme un mensaje de texto con los nombres, no iré en comisión rogatoria a Portugal, sino que pediré algunos favores a amigos portugueses, es cuestión sólo de Registro Portuario, es casi público.

– ¿Podría pedir una Orden de Registro para los conteiner?, si no es muy complicado.

– Lo intentaré, va a ser difícil, pero veré que puedo hacer.

Pablo siente como duda al responderle.

– Muchas gracias.

– Manténgame informada.

– Lo haré.

– Adiós.

– Adiós.

Y desconecta el móvil.

              Vuelve al puesto entre los gritos de las primas y el barullo de los paseantes y clientes.

              Todo discurría con normalidad, puesto, comida, cena, mirada de Rosita, mirada suya, vuelta a empezar.

              Esa noche, después de los cafés, volvieron a quedarse solos.

– Pablo, -le preguntó Tomás

– ¿Tienes los números?

– Todavía no, están en ello, -le responde.

– Diles que aligeren, porque ya mismo nos vamos, -Tomás lo miró fijamente.

– ¿Cuándo?

– Mañana, -aseguró Ricardo.

-Estate preparado, salimos con la fresquita.

– ¿A dónde vamos?, -preguntó de nuevo.

– A Mérida, a casa de unos amigos, a resolver un problema, -Ricardo nada más habló del tema.

– De acuerdo, -asintió, no le quedaba otra.

– Estate preparado a las seis de la mañana, -pidió Ricardo.

– ¿Y quién se queda con las niñas?, realmente Pablo estaba preocupado.

– No hay mercadillo para ellas hasta que volvamos. Además, viene mi sobrino Rafael para estar al quite, tú has acojonado bastante al personal, falta de respeto a Rosita, te las entiendes con el Callao, -le asegura Ricardo.

              Cinco de la mañana y en planta. Desayunan en silencio, salen a la calle y cogen el Citroën de Ricardo.

              Los despiden en la escalera, ninguna quiere bajar, pero se les ve la preocupación, ninguna mujer gitana hará ademán a un hombre de que se quede cuando tiene que hacer, bueno, lo que tiene que hacer.

              Arrancó el coche y salieron de la calle, pero en vez de rodar en dirección a Mérida, cogieron la carretera de Granada. Apenas unos kilómetros circulando por ella cuando Ricardo tomo un camino de tierra, se dirigió hacia la entrada de una finca y la atravesó, un kilómetro después, llegaron a una destartalada casona, en la que los esperaba un hombre moreno con gorra y la cara picada.

              Salieron, le besó la mano a Tomás y estrechó la de Ricardo.

              Sacó las cosas del coche siguiendo las instrucciones de Ricardo y esperó, instantes después apareció el mismo hombre conduciendo un BMW 325 IXS, antiguo, pero de pintura impoluta.

              Se bajó del coche y entregó las llaves a Ricardo, este se subió al coche, Tomás se colocó a su lado, él puso las cosas en el capó, y se sentó en el asiento trasero del coche.

              Ricardo hizo apenas un ademan de despedida al hombre que levantaba la mano despidiéndose, aceleró el coche que rugió como un tigre.

– Buen coche, -afirmó al oír el sonido del motor.

– Para viajar es mejor este que el Citroën, -aseguró con sorna Ricardo.

– Sí, bastante mejor, -respondió Pablo, intentando tener el mismo tono.

              Ahora sí cogieron la carretera de Badajoz, la de la Ruta de la Plata, que, en la parte de Córdoba hasta Zafra, es de un solo carril y bastante peligrosa.

              Ricardo le apretaba como si le fuera la vida en ello, y el coche respondía con el ruido de un gran motor bien cuidado; adelantaba los camiones con una seguridad pasmosa.

– Pablo, -lo llamó Tomás.

– ¿Sí?, Tío Tomás, -contestó.

– Así me gusta, porque a partir de ahora llámame solo Tío a mí y a Ricardo, tú serás a partir de ahora el Callao, no abras la boca si no te preguntan, y di lo justo.

– Si hay algo que no entiendas te lo callas, y después nos lo preguntas, -le pidió Ricardo.

– Bien, sin problemas.

– Una pregunta, Pablo, y perdona que te sea tan directo, ¿a ti te gusta Rosita?

– Sí, tío Tomás.

– No te pregunto como persona, sino como mujer, -notó la voz seria del viejo.

– ¿A quién no le gustaría una belleza como Rosita?, -intentó desviar la conversación.

– No le des vueltas, Pablo, sabes perfectamente de que estoy hablando, -le repitió Tomás.

– Si, -no se paró a pensarlo.

– ¿Y qué?, -preguntó el Ayo Tomás.

– Sí, ya lo he dicho, -corroboró lo que sentía.

– Joder con el Callao, -comentó seriamente Ricardo.

– Y a ella ¿le gustas tú?, -le preguntó Tomás.

– Eso habría que preguntárselo a ella, -le respondió Pablo, que no las tenía todas consigo.

– Ya se lo he preguntado, -le contestó Tomás.

– ¿Y qué respondió?, -volvió a preguntar Pablo, preocupado.

– ¿Tú qué crees?, -le preguntó a su vez Tomás con socarronería.

– Dímelo tú, Tío Tomás, -y por dentro, Pablo estaba expectante.

– Pues lo que ya sabes, que sí. Si nos pasara algo a Ricardo y a mí, te doy permiso, para que, si quieres, la cortejes como gitana, con el respeto debido, tienes la aprobación de Ester y su familia, los Carmona, que ya tienen conocimiento de todo esto.

(En caso de muerte de los varones de un clan las mujeres suelen ir con el clan de la mujer mayor sobreviviente, salvo que ésta sea del que se ha perdido).

– Tío Tomás, miedo me das, -le respondió

– Soy muy viejo, y cuando os vi a los dos juntos la primera vez sabía, que erais uno para el otro, pero tendréis que sortear un mar de problemas y peligros, -auguró con voz cansada.

– A mí me cuesta entenderlo, -comentó Ricardo.

-Pero si mi padre lo dice, -continuó hablando-, está hecho.

              Poco más hablaron en todo el trayecto.

              No pararon ni a tomar café, llegaron del tirón, era en la calle Helguin, cerca de la carretera antigua de Almendralejo.

              Ricardo paró ante un adosado de muy buen aspecto, pintado de un color amarillo que recordaba lo cerca que estában de Portugal.

              Ricardo tocó el claxon, y se abrió la puerta de un garaje, allí metió el coche. Abrieron las puertas, y con dificultades, Pablo salió del coche pues la puerta no abría del todo.

              Salieron por la entrada interior del garaje, pasaron un arco que daba paso a un gran salón.

              Allí los esperaban más de diez personas, gran parte de los cueles eran mayores, casi de la edad de Tomás; se levantaron todos y dieron la mano a Tomás y Ricardo, con reverencia.

– Este es Pablo, lo conocen por el Callao, ya sabréis porqué, está apalabrado con mi nieta Rosita, y cuida a un viejo como yo, junto con mi hijo, -explicó Tomás.

              Soltó las bolsas, y dio la mano uno a uno, solo agachó la cabeza cada vez que la daba.

– Enhorabuena Tomás, buen mozo para la Joya. Que te colmen de felicidad y de hijos varones tu casa, -le deseó un anciano de pelo de blanco transparente, que era el que parecía tener más mando allí.

– ¿Estáis cansados?, -preguntó el anciano.

– No, aseguró Tomás, comencemos, -se sentó, Ricardo lo hizo a su lado y él se quedó de pie.

              En ese momento miró a los que estaban sin sentar cómo él, eran jóvenes y fuertes, posiblemente los que cuidaban de cada uno de los ancianos.

              Entraron dos mujeres vestidas de negro, ya mayores, colocando dos bandejas con cafeteras y pastelillos, todo el mundo calló.

              Una vez que se marcharon, el que había hablado con Tomás se presentó.

– Soy Juan Reche, de los Reche, patriarca de mi familia y persona designada por todos, para que intente arreglar la mala sangre que existe entre los Rastrojos y los Valdivia desde hace ya veinte años, y que no termina de acabar. Que esta vez sea la definitiva, -miró a uno de los de su derecha.

– Yo soy Fernando Soto, de los Soto, patriarca de mi familia, estoy aquí para asegurar que los Rastrojo vienen de buena fe, y para acatar lo que aquí se diga. Doy mi palabra.

              El que estaba al lado de Tomás habló.

– Soy Francisco Rojas de los Rojas, patriarca de mi familia, y vengo para asegurar que los Valdivia vienen de buena fe, y para acatar lo que aquí se decida.  Doy mi palabra.

              El último a la derecha de Juan Reche, se levantó, era un hombre pequeño, con el pelo echado hacia un lado para disimular la calvicie, lleno de oro en las manos y el cuello, la cara como la de una liebre y muy moreno.

– Yo soy Manuel Rastrojo, de los Rastrojo de Mérida, y vengo a exponer la misma queja que hacemos desde hace ya tanto tiempo, y que llevamos sin que hallemos compensación adecuada.

              Vaya elemento, pensó Pablo, rondaría los sesenta, las manos grandes, expresión de lobo, boca nariz y orejas grandes, delgado, pero fuerte, alguien con el que no quieres tener problemas.

– ¿Cuál es tu queja, Rastrojo?, -preguntó Reche.

– El yerno de Tomás Valdivia se llevó la vida de dos de mis hijos, mi primogénito Manuel y mi Luis, que Dios los tenga en su gloria, hombres cabales, a los que de mala manera el de la sangre de ese, el Aurel, -y le señaló a él-, les arrancó la vida cuando apenas tenían veinticinco años. Exigí y exijo ahora que la hija del asesino de mis dos nenes, se case con mi hijo superviviente Juan Rastrojo, para que todo vuelva a su ser natural.

              Hubo un silencio que sólo se interrumpió por el movimiento de las tazas de café.

              El que estaba detrás del Rastrojo lo marcaba con una mirada asesina, ahora sabía por qué.

              También era un buen elemento, parecía fuerte y decidido, supo que tendría problemas con él, mejor tenerlo donde se le pudiera ver.

              Tomás sin levantarse, dejó la taza de café, después si se levantó.

– Soy Tomás Valdivia de los Valdivia, y reconozco lo que cuenta Rastrojo, pero todos sabemos que no fue en la forma en la que él lo quiere explicar. Pero lo más importante y que deben de conocer, es que mi nieta Rosa, hija de Aurel, está apalabrada con Pablo Lupei, aquí presente, y que mi palabra dada no se puede romper, pero aquí está Pablo, si alguien quiere reclamarle a él, estará, y los Valdivia a su lado.

– Muy listo, -exclamó enfadado el Rastrojo-, apenas tres días que la apalabraste, y con un desconocido.

– No es así, la conoció hace más de un año, pero hasta que no ha resuelto los problemas que tenía en el norte no ha podido venir a pedir a la niña, -explicó Tomás mirando al Rastrojo despectivamente.

– ¿Y tú que problemas tienes que has tardado tanto en volver si tanto la querías?, -le preguntó a Pablo el Rastrojo.

– Mis problemas, -solo eso habló, y no añadió más.

– Pablo, el Callao está aquí enfriándose, -explicó Tomás.

– ¿De qué?, -insistió el Rastrojo.

– De un problema con la Pestañí, su familia está presa, -siguió explicando Tomás.

– ¿Qué hiciste, pegarle a un niño?, -guaseó el Rastrojo sonriendo.

– En una redada, tumbé a dos policías y me llevé al hospital a otro.

Puso el listón un poco alto, pero era muy difícil que pudieran comprobarlo. Pablo tenía que hacer saber que el que se quisiera meter con él, iba a tener problemas.

– ¿Jaco?, -preguntó el Rastrojo.

– Jaco, -le contestó él.

– Como el Aurel, la misma sangre, la misma mala sangre, -movió la cabeza con asco.

– Si alguien quiere verla, que venga conmigo a la calle y que me la saque, si tiene…, -les habló, retando a cualquiera de la sala.

– Basta Pablo, y tu Rastrojo, no hemos venido a que se ofenda a nadie, -les recordó Tomás.

              El Rastrojo se dejó caer en el sofá mirando hacia el techo.

– ¿Y tú otra nieta?, Valdivia, -preguntó Rastrojo.

– ¿Ángela?

              Ricardo se irguió del sillón.

– Esa es mi hija, y ni usted ni nadie va a decir nada sobre ella, no está apalabrada con nadie, pero tiene a su padre y a su familia. Este asunto no le va ni le viene a ella, y no quiero oír hablar más del tema.

              Reche tomó la palabra.

– Todos sabemos que la disputa entre Aurel, y los Rastrojo fue justa, Aurel mató a los Rastrojo cuándo estos fueron a matarlo, y que salió malherido de la disputa, sin que se tenga conocimiento del paradero de Aurel hasta hoy, -prosiguió hablando-, por lo tanto, establezco que no hay deuda de sangre entre las dos familias, y que cualquiera que quiera la sangre del otro derramará la de los suyos. He dicho, y se cierra la disputa.

– ¿Pero…?, -protestó el Rastrojo, y Soto lo cogió del brazo, indicándose que se callara.

              Reche continúo hablando.

– A pesar de ello, también creo que los Rastrojo merecen una compensación para que todo vuelva a ser paz entre las familias. Que así sea.

              Los Rastrojo y los Soto se levantaron y después de despedirse con un apretón de manos se marcharon.

              Quedaron los Rojas, los Reche y los Valdivia.

              Habló Reche.

– Cuánta mala sangre eran sus dos hijos, malos como la peste, el Aurel se los cargó, y ellos quieren sacar ventaja de ello veinte años después. Por cierto, buena jugada, Tomás. ¿Es verdad que es apalabrado serio?

– Ponlo al lado de la Rosita y después intentas despegarlos, -le retó Tomás.

              Reche lo miró.

– Buen mozo y con dos cojones, pero quítalo del jaco, no trae nada bueno. ¿Tú te metes?, -le preguntó a Pablo.

– Nunca, solo quiero tener para comer.

– Como todos, hijo mío, pero hay formas, -lo miró con pena.

– Reche, me ha prometido que no habrá nada de eso en el futuro, me ha dado su palabra y lo creo, -afirmó el abuelo.

– Bien, -asintió Reche, miró a Ricardo, este negó con la cabeza.

– Entonces, ¿la Ángela no entra?

– No, -negó rotundamente Ricardo.

– A ver que le doy a estos cabrones para que acabe esta pelea, -miró al techo como buscando una respuesta.

              Se levantó, saludó a todos y se marchó.

              Apenas se hubo ido, Tomás le comentó.

– Este es Paco Rojas, hemos pasado juntos mucho y es como mi hermano.

-Algo tienes que ser para que Tomás te haya dejado acercarse siquiera a la Joya, enhorabuena chaval, te llevas lo más bonito del mundo.

– Lo sé, y gracias, señor Francisco, -le respondió Pablo con respeto.

– Sí que habla poco, -confirmó Rojas.

-Eso es bueno.

              En ese momento le sonó el móvil.

– Con permiso.

Se disculpó, al ver que en el móvil aparecía el nombre de Tía Ester, se alarmó. Tomás le levantó la mano, dándoselo.

              Fue a una habitación que resultó ser la cocina.

– Dime Ester, -le contestó un grito histérico de la mujer.

– Pablo… ¡ay!, Pablo que se las han llevado.

– ¿Que dices?, -se asustó él también.

– Que mandé a las niñas a un recado hace más de dos horas, y que no han vuelto, he llamado a todos y nadie las ha visto, las mandé a la esquina y han desaparecido las dos, como el humo, ¡ay Dios mío!, que me muero como le haya pasado algo a las niñas.

– Espera, tía, -salió de la habitación, se acercó a Ricardo, y le habló al oído-, Tío, ¿puedes venir conmigo?, -se lo dijo en voz baja.

– ¿Qué pasa?, -preguntó.

              Le hizo una ademan con la mano para que le siguiera, él se levantó, y al llegar a la cocina se lo contó.

– Problemas, se han llevado a las niñas, -y le pasó el teléfono.

              Cuando empezó a escuchar lo que le decía su mujer se puso blanco.

              Sólo le escuchó… “su p… madre” … “cabrones” … “los voy a rajar”

              Colgó el teléfono y de un salto se plantó en la habitación donde estaban sentados los viejos.

– Pápa, que se han “llevao” a las niñas.

– ¿Qué dices?, -preguntó alarmado Rojas.

              El viejo Valdivia se puso blanco, aquello no lo tenía previsto, y le había pillado fuera de juego totalmente.

              Él volvió a la cocina mientras discutían acaloradamente como había sido, y qué iban a hacer.

Capítulo XIV

Secuestradas

Su tía las mandó a la panadería de enfrente a por un poco de levadura, los hombres se habían marchado y sólo pudieron verlos desde la escalera. Nadie quería lágrimas, a pesar de todo, hasta tía Ester lloraba, pero después de que se marcharan. Aquel día no abrirían el puesto, y mi prima Ange y el cogieron el dinero que Tía les daba. Nos recomendó.

– Tener cuidado, esta tarde viene el primo Rafael para cuidaros, pero hasta que llegue tened precaución.

              El primo Rafael, tan grande casi como su Pablo, pero con menos gracia que un nabo, pero ya volvería Pablo, y no sería necesario que las cuidara el primo.

              Apenas habían dado la vuelta cuando sintió que le tapaban la boca y la levantaban, miró hacia los lados y vio que habían hecho lo mismo con su prima. Antes de que pudieran darse cuenta, las metieron por una puerta lateral en una destartalada furgoneta de las de caja cerrada.

              Las tumbaron en el suelo, y con cinta americana les taparon la boca, y les inmovilizaron los pies y las manos, las dejaron caer sobre montones de barras de tela llenas y vacías.

              Ange se lo había hecho encima y lloraba, asustada como un animalito, Rosa se acercó a ella y se puso a sus espaldas intentando que se sintiera un poco mejor.

              Aquellos dos gorilas no abrieron la boca, terminaron de amordazarlas, y se sentaron en la parte trasera apoyándose en el cubrerrueda de la furgoneta.

              La furgoneta traqueteaba y daba volteos de un lado a otro de la velocidad que llevaba, lo que hacía que se golpearan una contra otra y contra todo lo que allí se encontraba. Rosa estaba cagada, no sabía de qué iba aquello.

              Paso mucho rato, no supo calcularlo, tres horas, quizás más, y la furgoneta paró, entraron en algo cerrado y las sacaron como si fuéramos pajaritos, en volandas.

              Las metieron a las dos en el asiento de atrás de un coche blanco, y un tipo grande y gordo se echó sobre ellas para que se inclinaran y no se las pudiera ver desde afuera.

              Arrancó el coche a toda velocidad, y al cabo de poco tiempo se metió en un camino de tierra, Rosa lo notó por el traqueteo, apenas cinco minutos después el automóvil paró.

              Las sacaron del coche en volandas de nuevo. Rosa acertó a ver una casa de campo vieja, poco más, las metieron dentro, y las arrastraron hasta una habitación pequeña en la que se veían dos camas; sin quitarles nada, las tiraron en ellas.

              Rosa miró a Ange, tenía los ojos cerrados, pero se la veía llorar, ella también estaba asustada, se temía lo peor, creía en aquel momento que no iban a salir vivas de allí, pero pensaba que, si la vida le había dado a Pablo, no se lo quitaría de en medio ahora, y eso le consolaba un poco.

              Al poco, entró un hombre con aspecto de pueblerino, pequeño y mal encarado, detrás pude ver a otro más mayor, con pinta de asesino, la punta del cañón doble de una escopeta asomaba por su espalda.

              Se acercó a ellas, y las amenazó.

– Si te estás quieta, te quito las cintas, si no, te dejo amarrá como un chorizo.


[1] Dicho de la fruta: Empezar a pudrirse por los golpes y magulladuras que ha recibido, dícese entre los romaní, una chica que ha estado bíblicamente, con alguien antes del matrimonio.

[2] Betadine está indicado como antiséptico de la piel de uso general, en pequeñas heridas y cortes superficiales, quemaduras leves, rozaduras. En el ámbito hospitalario, indicado como antiséptico del campo operatorio, zonas de punción, pequeñas heridas, quemaduras leves y material quirúrgico.

[3] Perrerón: Berrinche o llanto desconsolado. (And.)

[4] Palabra descortés, o de mala manera. (And.)

– Mierda, han entrado en Almendralejo, -maldijo Pablo, los habían pillado fuera de juego, pero habría sido muy difícil poner un coche en cada una de las intersecciones.

– Han cogido la entrada de Almendralejo desde la autovía, toman la calle Santa María, se desvían a la calle Monsalud, de allí a Francisco Pizarro, Plaza de la Constitución, Reina Victoria y Juan Carlos Primero, han entrado en la última casa, la que hace esquina, mirad el GPS.

Parecía que le habían dado cuerda.

              Les mostró la pantalla del móvil, el punto rojo se había detenido.

              Rojas salió de la habitación, y volvió con una bolsa, sacó algo y se lo dio a Ricardo, dio otra a Tomás, y le entregó otra a Pablo, era una Star de 9 mm. Parabellum , se veía cuidada, no obstante, tiró de la recamara, salió la bala y cayó sobre la mesa, sacó el cargador, y lo miró, comprobó que estaba lleno, metió la bala que había saltado, jaló la corredera accionando el gatillo para comprobar que corría bien, lo hizo varias veces, después metió el cargador, tiró de la corredera para introducir la bala en la recámara, y le puso el seguro. Todos lo estaban mirando.

– Buen yerno te has echado, Tomás, -admiró Rojas.

– Lo sé, -le respondió Tomás.

– Vamos, -les exhortó Ricardo, y sin esperar la contestación de nadie se fue hacía el coche, todos lo siguieron, Rojas no cesaba de llamar por su móvil.

              Ricardo salió de la cochera como alma que lleva el diablo, aceleró a toda velocidad y apenas en media hora estábamos en la esquina de Juan Carlos Primero.

              Allí los esperaban tres coches, separados unos de otros, pero cubriendo los accesos desde cualquier lado a la casa que habían marcado.

              Aparcaron al lado de uno, se acercó uno de los hombres del coche y les informó.

– No hay movimiento, pero hay demasiada gente en la calle.

– Tened cuidado, los Rastrojo tienen a dos policías locales que son de la familia, además Almendralejo es su casa, separaos, -les ordenó Rojas.

              Éste, fue coche por coche, y salieron al menos diez hombres, todos bragados, de entre veinte y cincuenta años, que se fueron separando cada vez más, hasta dejar una distancia de al menos veinte metros entre cada uno.

              El mismo hombre se acercó, se podía decir que era gitano por la coleta, iba bien vestido, con una camisa azul y unos vaqueros, de complexión delgada, pero fuerte, tenía la cara agradable, los ojos se los tapaban unas gafas de sol como a todos, pero se le veía temple, estaba tranquilo y seguro.

– Tío, y ¿ahora qué?, le preguntó a Rojas.

– Os presento a mi sobrino, Juan Altea, está casado con mi Manuela, y es persona de confianza.

Se dieron la mano.

– Tú, -preguntó dirigiéndose a Pablo-, tienes también maneras, ¿milico?

– Gaca Atp , Bosnia.

–  8º de Infantería, Sarajevo, -mintió Pablo.

– Bueno es saberlo, -comentó sin variar la expresión de su rostro.

– ¿Traéis hierros?, -preguntó Rojas.

– Si tío, todos, ¿tú nos guías?, -contestó Juan.

– Hay demasiada gente, es la una, esperemos que el calor haga su trabajo. Mirad la forma de poder entrar, -les ordenó Rojas.

– Pero…, -protestó Ricardo.

– No es el momento, -Rojas lo hizo callar.

– ¿Verdad Tomás?

El viejo asintió con la cabeza.

              Sudaba como un animal, nadie hablaba, todos estaban pendientes, de una forma o de otra, de la casa, esperando asaltarla de cualquier manera.

              Ahora allí parados le dio tiempo a pensar, hasta ahora solo había actuado, pero cuando le dijeron que habían cogido a Rosita se le vino el mundo a los pies, solo la rapidez de los acontecimientos le evitó el quedarse paralizado, pero ahora, estaba enfurecido, habría reventado la puerta y.… no podía imaginar lo que hubiera hecho, le dolía el corazón de pensar que algo le pasara a Rosita.

              El tiempo pasaba como si costara dinero, lento y doloroso, necesitaba hacer algo, quizás su aspecto no lo indicaba, pero en esos momentos era una bomba a punto de explotar.

              Juan, el sobrino de Rojas se acercó.

– Tío, en la casa de al lado no hay nadie, Paquito la ha abierto, y nos asegura que se puede pasar de tejado en tejado.

– Vamos, -indicó Rojas.

              Entraron en la casa que estaba totalmente a oscuras, uno de los hombres de Rojas desde la escalera les hizo señas para que subieran. Llegaron a la terraza, y saltaron con él la separación de menos de metro y medio. Iban Ricardo, Juan, el tal Paquito y él mismo.

              Paquito se acercó a una puerta azul cerrada con un candado, en apenas medio minuto se deshizo del mismo y les indicó que le siguieran.

Bajaron sin hacer el más mínimo ruido y encontraron unas escaleras por las que pasaron muy despacio; observaron un salón en el que un hombre calvo estaba viendo la televisión, de espaldas a ellos.

Juan hizo ademán de bajar, pero Pablo lo detuvo, se fue acercando por la pared de la escalera, y al llegar al salón, se tiró al suelo, y se arrastró por el espacio que dejaba el sofá y una estantería.

Se movió muy despacio, casi parecía que no avanzaba, no podía permitir que lo oyeran. Cuando llegó a la altura en la que estaba el calvo, se incorporó lentamente, poniéndose de rodillas, se levantó aún más, y lo cogió del cuello con el antebrazo apretándole la garganta, podría hacer lo que quisiera, pero no produciría el más mínimo ruido, poco a poco se fue relajando, y el relajó algo la presión para no matarlo.

              Mientras tanto, Juan abrió la puerta del cuarto de baño, y encañonando en la cara al que estaba haciendo sus cosas, se puso la mano en los labios indicándole silencio, el tipo se puso blanco.

– ¿Dónde están las niñas?, -le preguntó en un susurro.

– No sé lo que me hablas, -le respondió el individuo del cuarto de baño.

              Cogió la pistola y se la puso en los huevos, que estaban al aire.

– Se las han llevado, no están aquí, -era Paquito, que había buscado en el resto de la planta.

– ¿Hay alguien más?, -preguntó Juan.

– No, -le respondió Paquito.

– Ni te limpies, ponte los pantalones y no digas nada.

Juan, con movimientos de cabeza le indicó a Paquito que bajara, este comprobó que no había nadie abajo y abrió la puerta. Entraron Tomás, Rojas y dos hombres más.

              En ese momento estaban los dos hombres sentados en el sofá, con cara de miedo, tenían la pistola de Juan y la suya apuntándoles a la cabeza.

– Los hermanitos Fernández, los recaderos de los Rastrojo, -explica Rojas.

– ¿Qué quiere usted, señor Francisco?, -preguntó el calvo.

– Una cosa muy sencilla, ¿dónde están las nietas de Tomás?

              El más delgado de ellos que estaba frente a Pablo respondió.

– Nosotros no sabemos nada.

              No supo lo que le pasó en la cabeza, pero Pablo le dio con la culata de la pistola en la mandíbula con todas sus fuerzas, soltó un grito de dolor y la sangre empezó a caerle por la boca, rota la mandíbula.

– Te han preguntado, -le amenazó con darle otro.

– Este es el novio de la Rosita, -les refirió Juan-, ¿Os dejo a solas con él?

– Pero no hemos hecho nada, te lo juro por mis muertos, -comentó de nuevo el calvo.

              Juan se echó sobre el que tenía enfrente y sujetó con su antebrazo el pecho del hombre, mientras que se dejaba caer con la rodilla sobre los testículos de aquel individuo.

              Gritó como un cochino, Juan pesaría más de ochenta kilos, se levantó, ambos tenían la cara descompuesta, no sabían cómo los habían pillado tan rápido, pero las niñas no estaban allí, en ese momento subió uno de los hombres de Rojas con dos móviles.

              Ricardo los cogió, los miró sabiendo que eran los de ellas y les preguntó.

– ¿Y esto?

              Si estaban blancos y asustados, más miedo les debió de entrar al ver la cara de Ricardo.

– Como le haya pasado algo a mis niñas, vais a desear que os mate mil veces, -sacó una navaja de respetables proporciones y se acercó al que él había golpeado.

– ¿Me lo vas a decir?

– Yooo, no sé nada.

Apenas se le entendía con la mandíbula rota.

– Sujétamelo, -mandó Ricardo a uno de los hombres de Rojas, éste fue tras el sofá y lo sujetó por el cuello y los brazos.

              Ricardo se acercó, le quitó el cinturón muy despacio, para que el hombre se diera cuenta de lo que iba a pasar, le desabrochó el pantalón y tiró de él hacia abajo, aparecieron unos calzoncillos negros.

              Le pego un tirón, dejándolo con todo al aire.

              El tipo intentaba soltarse, pero contra más fuerza hacía, más fuerte apretaba el gitano que lo tenía sujeto.

              Ricardo no decía ni una palabra, lo que infundía más temor.

              El sujeto aquel chillaba lo que le dejaba la mandíbula rota, copiosas lágrimas brotaban de sus ojos.

– No, no.

Chillaba y jadeaba.

              Su hermano intentó moverse, pero el cañón de la pistola de Juan se le clavó en la frente, dejándole la cabeza pegada al sillón.

              Ricardo agarró ambos testículos, y los levantó ofreciéndoselos a la navaja, estaba claro lo que iba a pasar.

– Vale, vale, -habló el hermano, han estado aquí, pero sólo han cambiado de coche y se las han llevado.

Ricardo apretó los testículos del individuo, y le preguntó.

– ¿Tu hermano va a tener tan mala suerte que no sepáis donde se las han llevado?

– No, no, se las han llevado a casa del Tuerto en el camino de la Alberquita, a tres o cuatro kilómetros de aquí.

– ¿Les habéis hecho daño?, -preguntó Ricardo con la cara descompuesta.

– No, no, se lo juro, no queríamos hacerles daño, Rastrojo quiere que se casen con gente de su familia.

– Lleváoslos, no quiero verlos, esconderlos hasta que decida qué hacer con ellos, -ordenó Rojas.

– ¿Y ahora?, -preguntó Ricardo con cara de desesperación.

– Mal bicho el Tuerto, tiene dos hijos tan perros como él, hace cosas de encargo, es un Rastrojo, pero ni los Rastrojo lo quieren tener cerca, sus hijos son dos animales, -les contó Rojas.

– ¿Puedo contar contigo?, Paco, -preguntó Tomás

– No tienes que preguntar, lo que quieras.

– ¿Esta noche?, -preguntó Ricardo

– Sí, esta noche, -asintió Rojas.

              Fue una vigilia larga y pesada en casa de Rojas, apenas si nadie comía, había hombres por todos lados, se acercaban hablándole al oído, que de vez en cuando él viejo nos trasmitía.

– Ya tengo gente en la entrada y en la salida de la finca, y no os preocupéis por si los ven, saben lo que hacen, nadie ha llamado a los teléfonos de los Fernández, todo está en su sitio, -comentó Rojas.

              Desarmó mi arma para matar el tiempo, Juan hizo lo mismo con la suya, le pidió la pistola a Ricardo, una Beretta, y también se la limpió y aceitó, Tomás le entregó la suya, otra Beretta, hizo lo mismo, sabían de armas allí, estaban limpias y bien cuidadas.

Agonía, eso expresaba el momento, unos más otros menos, pero agonía, Ricardo se paseaba de un lado a otro, Tomás permanecía callado apoyado en su bastón.

              Fue yéndose la tarde y empezó el oscurecer.

              Se montaron en los coches sin decir una sola palabra, guardaron las recortadas en el maletero de los vehículos, y Pablo solo pensó, “ahora no eres policía, defiendes lo que más quieres”, y le dio tranquilidad el ponerse la fría pistola en la espalda.

              Apenas media hora tardaron en llegar al camino de tierra, todos los coches apagaron las luces, dos minutos después, a un kilómetro de la casa, los detuvieron, se bajaron todos de ellos, abrieron los maleteros y cogieron las armas, Juan habló bajito.

– Los móviles apagados, vosotros…, -señaló a dos-, un rodeo y por la parte de atrás, os acercáis lo que podáis, pero despacito.

Los hombres asintieron y se movieron a donde les habían indicado.

              Señaló a cuatro hombres.

– Vosotros conmigo, y vosotros dos con Ricardo y Pablo.

              Los viejos los miraron y pusieron cara de resignación, ellos solo estorbarían.

              Juan se acercó y le indicó.

– Vosotros por la derecha, nosotros por la izquierda, y sin ruido.

– Ya lo sé, -y su propia voz le asustó.

              Anduvieron en la semioscuridad, y al llegar a la vista de la casa tomaron por la derecha, ocultándose en las irregularidades del terreno.

              Encontraron un buen sitio y se tumbaron en una ladera que daba buena visibilidad de la casa.

              Era un edificio de una sola planta, aparecía abandonado, alrededor suya no había casi nada que pudiera ocultarlos bien, apenas unas chumberas en las que hubiera sido doloroso esconderse.

              Se podía ver desde su lado a un tipo con una escopeta de caza en la mano, y más lejos, quizás otro, pero apenas si podían vislumbrarlo.

              Pasaron cinco minutos, y oyeron como algo se arrastraba hacia ellos, encañonó hacia el ruido, era Juan que se movía por el suelo para acercarse.

– A la izquierda uno con escopeta, delante vuestra otro, y uno sentado en el porche también con escopeta, ¿Podréis haceros cargo de éste que está delante vuestra?, -les preguntó Juan.

– Sí, -asintió Ricardo con una cara que daba miedo.

– Atrás hay otro, pero no hay puerta de entrada, si intenta moverse lo fríen los dos que tengo allí.

– El problema es el que está en la puerta, -Ricardo miró al tipo que impedía la entrada.

– Ese es mío, -aseguró Pablo-, dadme cinco minutos, cuando veáis que me acerco a la esquina, actuad.

– De acuerdo, -asintió Juan, y se alejó agachándose por detrás de la ladera.

              Ricardo le puso la mano en el hombro como deseándole suerte, él se movió por la misma ladera. Cuando llegó al llano, se arrastró poco a poco, sin prisa, hasta que se guarneció con la pared, se quitó los zapatos, y se colocó de tal forma que lo viera Ricardo.

Empezó a acercarse furtivamente al hombre que tenía enfrente, y cuando estaba al lado de él, lo cogió desde la espalda, por la barbilla, y le cortó el cuello como si fuera un pollo. Lo sujetó para que no cayera, mientras tanto, Pablo se había acercado al que vigilaba la puerta, durante un segundo le dio la espalda, lo cogió del cuello y se lo dobló en un movimiento antinatural, siguió haciéndolo hasta que notó como se rompía, no sintió nada al ver que había matado a un hombre, lo dejó caer despacio, y lo arrastró hasta donde tenía los zapatos, se los puso y se acercó a la puerta, se tumbó en el suelo, sacó la cabeza y pudo ver un salón en el que dos tipos miraban la televisión con las escopetas al lado. Un tercero con la suya colgada del hombro, se apoyaba en el quicio de una puerta, mirando de soslayo la misma tele.

              Se acercaron Juan y Ricardo, junto con otro más, les indicó Pablo el número de los que quedaban dentro con los dedos de la mano.

              Puso dos dedos de la mano y señaló el sitio donde estaban, y después los asignó a Juan y Ricardo, que asintieron, puso tres dedos señalando la posición del tercero y se señaló a sí mismo.

              Les indicó con el dedo que el primero en salir sería él, volvieron a asentir, se preparó para salir disparado, contó con los dedos, tres, dos uno, y salió a todo correr sin preocuparse de los dos que estaban sentados en la mesa viendo la televisión.

              Apenas le quedaban cinco metros para alcanzarlo cuando le vio, se descolgó la escopeta, pero en vez de apuntarle a él, dio una patada a la puerta, y comenzó a alzar el arma para disparar a lo que hubiera dentro.

              No se paró a pensarlo, era un disparo comprometido, alzó el cañón de la pistola para tener un ángulo ascendente mientras se tiraba al suelo, y le reventó la cabeza, que salió hecha pedazos, mientras caía inerte hacia adelante.

              Oyó disparos a sus espaldas, pero no les prestó atención, entró en la habitación y allí vio a Rosita y Ange con caras de miedo y cubiertas con los sesos de aquel cabrón que iba a matarlas como animales. Lo quitó de encima como si fuera un muñeco, tirándolo hacia un lado, Rosita lo miró y se le agarró como si fuera una niña pequeña, sin tocar los pies en el suelo como si fuera una lapa, y…. se le meó encima.

Rosa oyó un estruendo muy grande, alguien que entró, se recortó su silueta por la luz, vieron ambas la escopeta y se abrazaron, sabiendo que iban a morir.

              Otro sonido terrible, y algo caliente y viscoso las salpicó, después sintieron caer una silueta pesadamente desde la sombra.

              Todo en segundos, y finalmente se recortó esa forma familiar, era Pablo, su Pablo, como un Dios romano de la ira qué, pistola en mano, entraba para salvarlas, se sintió bien, saltó y se agarró a él, nunca lo soltaría, lo besó en el cuello, sintió su calor, su protección, y se supo a salvo, segura, bien, y se hizo pis. Intentó evitarlo, pero salió de una forma que no pudo hacer nada, durante un segundo se avergonzó, pero se dio cuenta de que no era importante, le dio igual.

              Ni Ayo, ni Tío, que Dios la perdonara, todo era Pablo, y Pablo era su todo.

              La dejó en el coche, se volvió a abrazar a él, ¡había tenido tanto miedo!, ¡lo había echado tanto de menos!, que le daba igual todo, solo quería sentir su calor cerca de ella, y se lo tuvo que decir.

– Te quiero.

              Y él le respondió, llenándole el corazón de felicidad.

– Y yo a ti.

              Y se durmió en sus brazos.

              En la academia decían que bueno es tener miedo antes de la batalla o después de la batalla, pero nunca en la batalla, su niña lo había hecho después. Pablo se sintió mojado y feliz.

              Con el brazo izquierdo la agarró, y con cuidado sacó la cabeza del cuarto, porque lo de que Rosa se soltara era imposible, lloraba e hipaba contra su pecho llena de sangre, sesos y meados. ¿Qué más se puede pedir de la mujer que quieres si no que esté a tu lado, esté como esté?, pero indemne.

              Aquello era una masacre, cuando salió con Rosita colgada, y Ange agarrada a su cintura, Ricardo corrió, y se abrazó a su hija, intentó bajar a Rosita, pero esta se agarró con más fuerza.

              Entraron en aquella carnicería Tomás y Rojas, cuando el Ayo vio a sus dos nietas se le cayeron dos lágrimas como puños y se tuvo que sentar, Pablo se acercó a Tomás con Rosita agarrada a él, lo cogió de la mano, que aún empuñaba la pistola, y mirándole le habló.

– Gracias, y un llanto entrecortado salió de aquel viejo que agachaba la cabeza, mientras Ángela lo abrazaba.

              Se acercó Ricardo y le explicó.

– Perdona si he dudado de ti, qué verdad es que Pápa nunca se equivoca, gracias por salvarlas, Pablo, -y le dio un abrazo a pesar de que Rosita estaba en medio.

– No os preocupéis por lo que ha quedado, estos perros desaparecerán como si nunca hubieran existido, -comentó Rojas escupiendo sobre uno de los cadáveres.

              Se le acercó Juan Altea.

– Con dos cojones.

– Tú también, -le respondió Pablo

– Sí que os queréis, Primo, -y miró la estampa que ofrecían Rosita y él.

              Pablo sería su primo para siempre.

              Mientras tanto, se habían acercado los coches que habían dejado a la entrada de la finca, se fue al BMW, cogió con dificultades a Rosita que no se quería separar, y la dejó caer con suavidad en el asiento trasero, dio la vuelta, y se sentó atrás, a su lado, ella inmediatamente, como un resorte, se enganchó a su cuello de nuevo y se dejó caer sobre él.

– Te quiero, -le susurró al oído.

– Y yo, Joya mía, -le respondió, porque era cierto.

Al poco aparecieron los tres Valdivia restantes. Ange se sentó en el lado contrario de su prima, y se dejó caer sobre su hombro, agarrándose de su brazo. Ricardo y Tomás se montaron en el coche, miraron hacia atrás y sonrieron.

              Ahora sí me temblaban las piernas, gracias a Dios él también se venía abajo después de las batallas.

              Llegaron de amanecida a casa de Rojas, apenas cruzaron la puerta cuando unas mujeres mayores les quitaron a las niñas de las manos.

              Rojas les pidió, mostrándoles unas bolsas.

– Ducharos y tirar la ropa, toda, en estas bolsas.

              Cogió una y Rojas le indicó con la cabeza el lugar del cuarto de baño, se duchó con parsimonia, la sangre es difícil de quitar, se restregó fuerte hasta que todo desapareció, se secó y comprobó que no tenía ningún resto sobre su cuerpo, tampoco le quedaba ningún remordimiento por haber matado a dos hombres, lo volvería a hacer mil veces por Rosita, y no le importarían nunca las consecuencias.

              La ropa no era de su gusto, pero servía, cogía en ella, se enjuagó los dientes, y bajó.

              Allí, sentadas alrededor de una mesa, la de la cocina, más de veinte personas, la mayoría habían estado con ellos, otros mayores a las que no conocía, «los que no pudieron ir a la batalla», pensó, y me maravilló del valor de aquellas menospreciadas personas, que no habían dudado ni un segundo en ayudarlos, su agradecimiento sería eterno.

              Se le levantó un hambre de perro, y empezó a servirse de las bandejas de viandas que estaban sobre la mesa, le arrancaba trozos al pan con los dientes. De pronto sintió posarse una mano en la espalda, levantó la cabeza y vi que todos me estaban observando.

– Tranquilo, -le sonrió la mujer que me había puesto la mano en el hombro-, que de donde salen éstas hay más.

              Se cortó, empezaron a reír.

– Vaya apetito, como un lobo, que alegría de saque…

Y cosas así, siguió comiendo, más despacio, pero sin parar.

– Vaya yerno que tienes, orgulloso tienes que estar, -le comentó Rojas.

-Pues sí, -respondió Tomás-, un ángel de la guarda que Dios me mandó.

– Bien puedes decirlo, -recalcó Rojas.

              Se levantó, y se fue al salón buscando algo de tranquilidad, se sentó en el sofá e instantáneamente se quedó dormido.

Sintió como pelo que le rozaba la cara, se despertó, y allí estaba a su lado, sentada en el sofá recostada contra él.

              Un café humeaba a su lado. Y todo el mundo lo miraba, Tomás, Ricardo, Rojas, Juan, todos o casi todos, habían vuelto.

              Le dio un beso en la frente a Rosita y se incorporó, tomó el café, y se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo, recuerdo del día anterior.

– Buenos días, amor, -lo saludó Rosita.

– Buenos días.

Les intentó explicar.

-Perdonen, pero me quedé dormido sin darme cuenta.

– Nadie ha hecho ruido para despertarte, -le contestó Rojas.

              Aquel café era una maravilla, una señora me miró, y volvió con una bandeja de pasteles.

              Le daba vergüenza, la mujer le pidió.

– Come, que no te de vergüenza.

              Así lo hizo, tenía el apetito de un lobo.

              Otra señora comentó.

– Aquí el único problema será saber si el niño va a tener los ojos verdes o azules, porque guapo sale de fijo. Qué buena pareja.

Asintieron las mujeres de alrededor.

              Rojas hizo una señal, y todas las mujeres desaparecieron como por arte de magia, incluida Rosita, que se fue poniendo mala cara, pero se fue.

              Rojas comenzó a hablar.

– Por los hierros no os preocupéis, la ropa ha desaparecido, y los cuerpos también; nunca más se oirá hablar de ellos, por lo menos por nosotros. El problema son los Rastrojo, han errado y han ofendido a todos nosotros, no los encontramos, pero algún día lo haremos, entonces sentirán todo el peso de la ley Gitana. Tú, en concreto, Pablo, ándate con ojo.

– De acuerdo, -asintió con la cabeza.

– Hasta los policías locales de Almendralejo han desaparecido, todos estaban en el ajo, -explicó Rojas.

– ¿Y la pareja de Almendralejo?, -preguntó-, el calvo y el otro.

– Tú no te preocupes por eso, -Rojas lo miró con una macabra sonrisa.

– Pero, ¿qué les pasará?, -volvió a preguntar inocentemente.

– No es de tu incumbencia, -y Rojas puso una cara que lo hizo callar.

              Le fueron presentando a todos los que no lo habían sido antes, por la premura de tiempo, y les dio las gracias uno por uno.

Se le sentó al lado el primo Juan.

– Qué buen tiro, primo.

– Suerte, -le respondió.

– Sí, porque podías haberles dado a las niñas, -comentó con suficiencia.

– ¿Tú has visto a Rosa y a Ange?, -le preguntó.

– ¿Por qué?, -por su cara parecía no entender nada.

– No me llegan ni al esternón, doblé la muñeca y disparé hacia arriba, problema resuelto, a esa distancia no suelo fallar.

– Qué arte tienes primo, una máquina, -y se río.

              Todos hablaban distendidamente, haciendo poses como si fueran vaqueros señalando a objetivos imaginarios.

              La paz después de la tormenta.

– ¿Tú estás casado, primo?, -le preguntó a Juan.

– Y con dos churumbeles preciosos, para comérselos. Mi mujer es Manuela. la tercera hija del señor Francisco, que se le cae la cara de guapa.

– ¿Y te la has jugado por nosotros?

– ¿Tu no harías lo mismo por el Señor Tomás, o el señor Francisco?

– Lo hago, -Pablo asintió.

– Entonces, es que yo, por tener hijos ¿tengo que ser menos hombre o dejar a los míos tirados?, ¿Tú te imaginas si yo hubiera faltado y hubiera pasado algo malo, crees que podría mirarme al espejo para afeitarme?

– No.

Pablo sabía a lo que se refería.

– Primo, tienes que venir a ver a mi familia, nos vamos a dar un homenaje de cojones, -se río con un sonido contagioso.

– Cuándo quieras.

– Uno de mis nenes tiene los ojos como tú, espero que se parezca a ti.

Lo miró y asintió.

– No, mejor a su padre, que los tiene bien puestos.

              Juan se echó a reír.

– Que pedazo de primo tengo.

              Miró a su “primo”, una cara agradable de proporciones correctas, un ligero bigote, cómo de Errol Flynn[1], era guapo su primo, y valiente, merecía la pena tener amigos como él.

              Tomás golpeó el suelo con su bastón y todos callaron al instante.

– No sé si sabéis que dentro de un par de días tenemos que salir para Portugal, allí nos espera la Familia Gomes que nos ayudarán por el vínculo de sangre, pero ya le he pedido permiso al Señor Francisco. Si alguno de vosotros quiere acompañarme.

Rojas asintió.

-Le será agradecido, es algo que nos atañe a todos, pero comprendo al que se quiera quedar con su familia.

              Juan habló.

– Yo estoy, -y levantó la mano.

Rojas le susurró a Valdivia.

– Tampoco yo estoy manco de yerno, y el viejo sonrió satisfecho. Tomás asintió sonriendo.

              Todos se apuntaron.

-No, solo cinco, -les pidió Rojas, y señaló a cuatro hombres más, los otros se callaron, pero no les gustó quedarse.

              Llamó a Juan. Este se le acercó, hizo que bajara y le pidió al oído.

– Tráeme a la Tiburona.

– ¿A Anita la Tiburona?

– Sí.

              Juan se acercó a uno de los hombres y le repitió la orden, este salió, se volvió a sentar a su lado, y le comentó.

– Vas a alucinar con el elemento que van a traer, -movió la mano asegurando que era algo raro.

              Al poco apareció el hombre que había salido, con una muchacha de unos veinticinco años de edad, con unos pantalones de camuflaje del ejército, y una camisa sin mangas, pelada al estilo militar y con unos ojos azules pintados con un rabillo exagerado, no era fea, pero tampoco guapa, el rictus era agresivo.

– Tomás, esta es Anita, la llaman la Tiburona, es de total confianza, Anita, enseña los dientes.


[1]   Errol Leslie Thomson Flynn (n. Hobart, Australia; 20 de junio de 1909 – f, Vancouver, Canadá; 14 de octubre de 1959) fue un famoso actor australiano-estadounidense de cine, conocido por sus personajes de galán, aventurero temerario y héroe romántico

Como por arte de magia salieron dos navajas mariposa[1] que brillaron en sus manos.

– Tomás, está a tu disposición para que cuide de tus nietas.

– ¿Bien?, Anita, -le preguntó a la muchacha Rojas.

– Lo que usted mande, Don Francisco, -le respondió la chica mientras guardaba las navajas.

– Gracias Francisco, -le reconoció Tomás, realmente agradecido.

              Todo el mundo siguió hablando, formando corrillos, Juan le mostraba las fotos de sus dos varones, ufano, como si fueran lo mejor del mundo. La verdad, eran guapos los chiquillos, uno apenas tenía tres años, y el otro andaba en pañales.

– Mira, Francisco el mayor, y Juan el pequeño, cualquiera le pone otro nombre al mayor, que la Manoli me decía, “tú mismo, pero como salga hembra, te capo”, entonces pensé que no era bueno correr el riesgo, Francisco el primero, que tú no conoces a la Manuela, más cojones que nadie, imagínate, Francisco padre tiene once hijos y ocho son varones, criada con tanto tío, sabe dar castañas como un camionero.

              Pablo sonrió.

– Guapa y con carácter, lo que te queda que pasar.

– Más te queda a ti, Primi.

Y se echaron a reír.

– Mira, -y Juan señaló dos hombres-, ahí tienes a dos de mis cuñados, esos vienen con nosotros. Aquel es Inda, y el otro el Bartolomé, dos buenos elementos, los hermanos de mí Manoli.

              Eran como Rojas, pero criados con más alimentación, callados y pendientes de todo, se les veía serenos y seguros.

– Gracias.

Pablo saludó a los dos.

– Los hombres son hombres, lo demás son mariconás. ¡No has tenido tú suerte!, que te vas a casar con la Joya, la ha pretendido lo mejor de nosotros, y el viejo ni por dineros, ni por prestigio, ni por nada ha dado el consentimiento, y llega el rumanito y se la lleva, la cosa más bonita de toda la gitanería, pedazo de cabrón.

– Lo sé, primo, tengo la suerte de cara.

– Pero que la tienes loca, solo había que veros ayer, como se agarraba, pobrecilla, no sabes cómo me alegro de que se la lleve un tío con dos cojones, mi primo, -y le pegó un abrazo y dos besos.

              Se irguió, lo cogió el brazo, lo levantó y gritó.

– ¡Mi primo!, el tío con más cojones del mundo.

              Y todo el mundo gritó, el Callao, el Callao…

– Esta noche fiesta en mi casa, que mi primo no se va sin conocer a sus sobrinos.

              Cómo si alguien hubiera dado la orden entraron las mujeres y fueron colocando tapas y copas, botellas de vino y todo lo necesario para que comiéran todos lo que estában allí, Juan vio entrar a Rosa y Ange, y se levantó.

– Te dejo, que caigan las flores.

              Rosita se puso a su derecha, levantándole el brazo se acurrucó a su lado y lo abrazó, al otro lado se le acurrucó Ange.

– Hombre, rodeado de niñas chicas.

              Lo miraron con cara extraña.

– Sí, -les aseguró con guasa, de las que se hacen pis, -en un segundo se llevó dos codazos qué hicieron que se doblara.

– Gracioso, -le sonrió Ange con un mohín.

– Más bien simpático, -soltó Rosa con cara de asco.

– Gracias Pablo, -Ange lo miró con una sonrisa.

– ¿Qué iba a hacer, no te iba a dejar allí?, -Pablo puso cara de estar obligado a hacerlo.

              Codazo de nuevo.

– Que gracioso está hoy el Callao, -Ange lo miró con cara de mala leche.

– Yo creí que no salía de allí, -habló compungida Rosita.

– Esos hijos de puta, iban en serio.

– Creo que sí, -le contestó sinceramente Pablo,

– Tú, dame ánimos, -Rosa puso los brazos en jarra.

– Ya ha pasado, Rosa, no tiene motivo que te engañe.

– ¿Cuántos te has cargado?, -le preguntó Ange con cara inquisitiva.

– Los que fueran, Ange, ¿estáis a salvo?, eso es lo que importa.

– Me han dicho que reventaste a dos, y uno con las manos, -afirmó Rosita con cara de malvada-, me hubiera “gustao” verlo.

– No, no te hubiera gustado, a mí no me gustó, -aunque mentía, los hubiera matado mil veces.

– Mi héroe, -gritó Rosita, dándole un beso en la cara.

– El mío también, -gritó Ange, dándole otro beso en la mejilla contraria.


[1] Navaja de mariposa o de abanico (balisong), en la que el mango está dividido en dos mitades que pueden pivotar a ambos lados de la base de la hoja. Su apertura se puede realizar por inercia mediante un movimiento circular y rápido de la mano que sostiene la navaja.

Rosita se puso colorada y agachó la cabeza.

              Manoli, que era de diente de perro la cogió de la cara, se la levantó y casi gritó mirando al resto de los presentes.

– Pero mirad que cosa más bonita, si ha caído del cielo.

              Empezaron los apretones de mano, los abrazos, y Rosita en una punta y él en otra.

              Juan le presentó a sus hermanos, a sus primos; a algunos ya los conocía, pero a la mayoría no, todos le felicitaron por todo.

              Baile y bebida para todo el mundo, Pablo estaba seco y cogió una cerveza, tampoco pasaba nada, se merecía un poco de tranquilidad, se sentó en una de las mesas, saboreándola.

              Al momento vio aparecer un refresco de naranja.

– No me tenías tú engañada, -era Rosita.

– ¿No tengo derecho a una cerveza?, -le preguntó.

              Se sentó a su lado, lo cogió de la cara y le dio un beso en la boca.

– Lo que tú quieras, te doy yo, -y le sacó los dientes como una gata.

              Se echó en su hombro quizás intentado disfrutar del momento, aunque fuera entre el gentío.

              No hablaron, no hacía falta, en esos instantes, después del dolor que habían pasado, de saber que quizás no volvieran a verse, de que alguno quizás moriría, el tenerse uno al otro era motivo más que suficiente para que disfrutaran simplemente del contacto de sus pieles.

              Se dio cuenta de que nada ni nadie le separaría de aquella gitanita.

              La fiesta continuó, ellos seguimos ausentes, solamente contestaban cuando les preguntaban, nadie los molestó, como si consideraran que tenían derecho a aquellos momentos.

              Se acercó el torbellino de Manoli, y los cogió a ambos de la mano, y prácticamente los arrastró.

– Venid, que tenéis que conocer a la Bisa.

              La Bisa, era la madre de Francisco Rojas, una señora muy mayor, ya ciega, totalmente vestida de negro y que se mostraba arrugada, en una silla de ruedas.

– Bisa, Bisa, -gritó el torbellino-, aquí está una pareja muy guapa.

              Rosita le dio un beso, él hizo lo propio.

              Extendió la mano y me tocó, después indicó moviéndola que se acercara Pablo, y puso las manos mostrando las palmas.

– Poned cada uno una mano en las suyas, -les explicó Manoli.

-Tiene algo que deciros.

              Rosita, casi con miedo, puso su pequeña mano en la izquierda de la Bisa, él hizo lo propio en la otra mano.

              Calló durante un momento. Pasado éste, suspiró y con una leve voz, les habló.

– Señor, ayúdame.

              Todos callaron.

-La Bisa va a hablar.

Se oyó la voz de alguien decirlo, después un silencio sepulcral.

– Tú eres la madre, la Espina Dorsal, la Sal de la vida, la Portadora de la Luz, el sol de las mañanas, la vida.

              No se oía ni una mosca.

– Tú eres el que Siega los Campos, el de recto corazón, tú serás el padre protector, la mano de la espada y el pecho que da cobijo a los desamparados.

Se acercó la mano y la besó. Después cogió la mano de Rosita y la besó también.

– Benditos seáis. Nuestra gente os esperaba.

              Ni un murmullo.

– Muchos serán los días de tormenta, las nubes os envolverán, pero, tú, Luz, romperás la oscuridad y tú, protegerás que ella reparta su luz. Luz, aparta la huesuda de su alma cuándo el Segador haya segado los campos y haya apartado la parva de la mies.

              Miró sin ver.

– Benditos seáis.

              Durante un momento solo silencio.

              Rojas se acercó, besó a su madre y habló emocionada.

– Dios te bendiga a ti, madre, le acarició la mejilla.

              La Bisa siempre había tenido fama de ser un poco bruja, le venía de familia, desde que se recordaba, las Martinas adivinaban y veían el futuro, si ella había dicho algo de ellos, cualquier gitano lo creería a pies juntillas.

– Bisa María ha dicho, y lo que ella habla viene del corazón de la tierra, de las fuentes que riegan la tierra de los campos benditos y del Dios que nos protege, yo la creo, y digo Pablo, hijo mío, Rosita, hija mía, sois de mi familia, así lo quiere la Bisa María, -les aseguró Rojas.

              Los cogió la mano a ambos y las besó, después les habló, algo que oiría miles de veces.

– Benditos seáis, -bienvenidos seáis a los Rojas.

              Todos brindaron.

– Pablo y Rosita, Pablo y Rosita….

Pablo no entendía nada. Rosita estaba encendida, y con cara de asustada.

– ¿Qué te pasa?, -le preguntó un poco sorprendido.

– ¡Ay!, que no entiendes nada, miedo me da, pero si la Bisa María lo ha dicho, es la verdad, ahora…, -le susurró al oído-, esta es también tú gente, aunque no quieras; cuando viene un período de dolor, Dios nos manda un arcángel para que cuide de nosotros, y la abuela ha dicho que eres tú, «el que siega los campos», «el padre protector», te ha echado toda la carga del mundo encima, y a mí «la espina dorsal» y «la Luz de las mañanas», la madre protectora que cuida de la ira del Arcángel con los malvados. Yo creía que todo esto era un cuento. Pablo, el arcángel San Rafael no hablaba casi nada, era tan «callao» como tú.

              Lo miro con la cara casi blanca.

– Abrázame, ,-le pidió-, tengo miedo.

              La abrazó con todas sus fuerzas y él también sintió el temblor en la columna vertebral.

              Se acercó Tomás y lo abrazó, le habló en voz baja al oído.

– Ves Pablo, como no me equivocaba, eres él.

              Se separó de él y abrazó a Rosita.

              Apenas volvió la vista, vio como Ricardo lo abrazaba.

– Hijo mío, cuánta razón tenía Pápa, eres él. Bendito seas.

              Y lo besó en ambas mejillas. Se acercó Juan, lo abrazó.

– Me lo decía el corazón, Primi, lo que quieras, a muerte.

              Más abrazos, y él sin enterarse de nada. Lo arrastró Rosita fuera del círculo de abrazos.

– Ya te explico, tonto.

              Se oía «noches de bohemia y de emoción»…, Navajita Plateá, y Rosa se enganchó a bailar entre las parejas que estaban haciéndolo.

Noches de bohemia y de ilusión

Yo no me doy a la razón

Tú como te olvidaste de eso

Busco y no encuentro una explicación

Sólo la desilusión

De qué falsos fueron tus besos

Ya no sé cómo olvidarte, eh, eh

Como arrancarte de mis adentro

Desde que te marchaste

Mi vida es un tormento

Y ya no quiero recordarte, eh, eh

Ni siquiera ni un momento

Pero llevo tú imagen

Grabada en mí pensamiento

Noches de bohemia y de ilusión

Yo no me doy a la razón

Tú cómo te olvidaste de eso

Yo quiero vivir distante

De todo aquello que era nuestro

Pero el aire me trae

Aromas del recuerdo

No me pidas que me calle, eh, eh

Y tú no sabes lo que siento

Me has hecho una herida

En mi sentimiento

Noches de bohemia y de ilusión

Yo no me doy a la razón

Tú cómo te olvidaste de eso

Busco y no encuentro una explicación

Sólo la desilusión

De que falso fueron tus besos

Noches de bohemia y de ilusión

Yo no me doy a la razón

Tú cómo te olvidaste de eso

Noches de bohemia y de ilusión

Yo me doy a la razón

Tú cómo te olvidaste de eso

Busco y no encuentro una explicación

Sólo la desilusión

De que falsos fueron tus besos

Noches de bohemia y de ilusión

Yo no me doy a la razón

Tú cómo te olvidaste de eso

Busco y no encuentro una explicación

Sólo la desilusión

De que falso fueron tus besos

Noches de bohemia y de ilusión

Yo me doy a la razón

Tú cómo te olvidaste de eso

– Grandullón, dame un beso subio.

Rosa lo miró con sus bellos ojos azules, y sonrió.

La cogió por la cintura y la subió, besándola con todo el ardor que tenía, se estremeció entre sus brazos, y él también lo hizo. No supo el tiempo que duró, pero cuando terminaron, todos estaban mirándolos, se les subieron los colores a la cara, y todo el mundo comenzó a aplaudir.

Una noche cálida y extraña. Rosita le trajo una cerveza y se sentó a su lado.

– ¿Cómo te lo digo?

– ¿El qué?, -le preguntó Pablo.

– Lo de la Bisa, -y lo miró asustada.

– Es difícil que puedas explicármelo, -hizo un gesto con la boca de incredulidad.

– Mi abuelo me contaba que el último que él supo, fue un policía francés y gitano, qué cuando los alemanes nos mandaban a campos de exterminio, él los escondía, y los llevaba fuera, a España o a Inglaterra, con un grupo de compañeros. Salvaron a cientos de gitanos del exterminio.

(Después comprobó que en Francia solo se habían deportado a los campos de extermino a tres mil quinientos Roma o Romanís, qué fueron a los campos de exterminio de Dachau, Ravensbrueck y Buchenwald. Comparando, por ejemplo, con Rumania que mando a más de veinte mil a los campos de exterminio o Croacia, donde ejecutaron a más de veinticinco mil gitanos, era una cifra pequeña, lo del tal Pierre el Zorro (Le Renard), como le llamaron, podía haber sido cierto. Más de la quinta parte de los roma, romanís o gitanos de Europa fueron exterminados por los nazis, alrededor de doscientos veinte mil, (aunque otras fuentes hablan de quinientos mil)

– ¿Y cómo terminó?, -preguntó con interés.

– Mal, lo fusilaron, -Rosa agachó la cabeza

– O sea, que encima de que me endiñáis el título éste, ni me protege ni nada, muchas gracias, pero te digo que no.

– Tú no dices nada, el don te escoge a ti, tú te callas y palante, -írguió la cabeza.

– Qué suerte tengo, y ¿tú?, -le preguntó a Rosita.

– Ni idea, -le contestó.

– Esto lo arreglo yo rápido, -la tomó de la mano y la arrastró hasta donde estaba Tomás.

– Tío Tomás, ¿puedes venir?

              Se acercó a ellos y les preguntó moviendo las cejas.

– Veras, Tomás, lo mío, me lo ha intentado explicar Rosita, pero ella, ¿qué tiene que ver en todo esto?

– Algunas veces, el protector es tan destructivo, que tiene que haber alguna forma de pararlo, de calmarlo, y esa es Rosita, es tu peso en la balanza.

– Joder, qué historias, -contestó con mal tono.

– Ya verás, hijo mío, -se apesadumbró de lo contado, poniéndole la mano en el hombro.

              Lo miró un momento y se marchó.

Capítulo XV

La Profecía

              Rosa mira a Ange.

– Ange, ¿tú entiendes algo de todo esto?, -le preguntó a su prima angustiada.

– Yo estoy acojonada, -le respondió con cara de espanto.

– Pues anda que yo, -admitió Rosa.

– La Bisa, acojona, pero deberías de estar contenta, te ha echado el lazo con Pablo.

La miró y asintió con la cabeza.

– Un lazo con una piedra, -admitió Rosa, bajando los ojos.

– Lo bueno es qué no se va a enterar nadie.

Rosa miró a su prima con el cachondeo, y ella muerta.

– Será porque ya se han enterado. ¿Y ahora qué?, -se preguntó más a ella que a Ange.

– Esperar Primi, lo que sea que vaya a pasar ya está escrito, la Bisa lo ha visto.

Ange puso cara de resignación.

               Rosa se metió en su cama y se abrazó a Ange todo lo fuerte que pudo.

– ¿Montes?

– Sí Boss, estaba esperando que me llamara, ¿cómo va eso?

– Tranquilo, pero en marcha. Ya tengo un grupo que va a venir con nosotros.

– Sorpresa, reunión en un restaurante a las afueras de Mérida, en los Toreros, en la carretera de Extremadura. Está revuelto el patio, la reunión es hoy, y te estamos esperando, tengo compañía, Inspector. No faltes.

              Entró de nuevo en la casa, buscó a Tomás, cuando lo encontró le comentó.

– Tomás, necesito un coche, tengo que ir a una reunión importante.

El viejo salió un momento y volvió con las llaves del BMW.

– Ten cuidado que nadie te vea, te conoce todo el mundo.

– Lo tendré, -le aseguró.

              Salió a la calle, entró en el coche, activó el GPS del móvil, buscó el tal Restaurante y se dirigió hacia allá.

              Se encontraba en la otra punta de Mérida, en la salida de la carretera hacia Madrid, apenas en veinte minutos lo encontró.

              Aparcó el coche bajo unos veladores de metal del aparcamiento, el sol caía de justicia, y apenas si eran las doce de la mañana.

              Montes estaba esperando en el porche de la entrada.

              Inclinó la cabeza, sin saludar siquiera, “bien hecho”, pensó, y le siguió por un pasillo, abrió una puerta y entraron en un pequeño comedor en el que no había nada más que una mesa ocupada por varias personas.

              Se acercó y saludó reglamentariamente.

– Buenos días, Señor, -el Comisario le dio la mano, la apretó-, buenos días Señora Fiscal, -y estrechó la mano que le tendía.

              Antes de que pudiera preguntar por la persona que los acompañaba, el Comisario habló.

– Este es el señor Comisario Joao Mendes de Lisboa.

– Inspector Pablo Maldonado, -estrechó la mano que le ofrecía.

-Encantado.

– Lo mismo digo, -le contestó en un castellano perfecto.

– Nos tiene en ascuas, Maldonado, -comentó el Comisario Jefe Delgado.

– Es algo más gordo de lo que imaginábamos, Valdivia ha conseguido un equipo de cinco hombres del clan de los Rojas, que parecen ser bragados y estoy a la espera de ver qué pasa.

– ¿Boss…?, -preguntó Montes-, ¿tiene que seguir solo?

Puso cara de que no le gustaba la idea.

– Si queremos llegar a algún lado, tengo que seguir solo, aquí ya me conoce todo el mundo, y estos Rojas tienen ojos en todos lados.

– Creo que tiene usted razón, Maldonado, -el Comisario, extrañamente, le daba la razón.

– Pero, ¿qué es lo que se trama?, -preguntó la fiscal.

– Yo creo…, -expresó lo que realmente pensaba.

-Que es más gordo que una simple falsificación, pero no puedo asegurarlo, no tengo pruebas, solo indicios. No creo que vayamos siete u ocho personas de peso, más los contactos portugueses a detener un par de conteiner de ropa o de relojes falsificados.

– Yo tampoco, ¿usted se encuentra bien para seguir con la misión?, -preguntó el Comisario.

– Sí señor, sin problemas.

– Aquí tiene la lista de lo que pidió, lo números de los embarques. Cuéntenos lo que ha oído, -pidió la fiscal.

– Solo conversaciones sueltas, pero por lo que he notado entre los Rojas y los Valdivia, los primeros estaban esperando a los Valdivia para esto, lo de la detención de Calero fue un gato que nos han metido, o quizás no, son taimados y muy astutos. Lamento no poder decirles nada más.

– Apunte mi teléfono directo, -le pidió el comisario Mendes, no pasa por centralita, si necesita algo, sólo tiene que llamarme, si quita ratas de en medio, nosotros se lo agradeceríamos, -le comentó sonriendo.

– Comisario Mendes, ¿ustedes no tenían información del contrabando en Sines?, -preguntó Pablo.

– De una forma general sí, pero sin más información. Nunca hemos podido meter a nadie allí. Cada vez que hemos inspeccionado, y lo hacemos con regularidad, no hemos encontrado nada sospechoso.

Eso respondió, y le creyó.

– ¿Conoce usted al clan de los Gomes?, -le preguntó Pablo.

– Sí, -respondió el Comisario-, es un clan muy grande, pero por lo que yo conozco de ellos no son muy problemáticos.

– Ese es el clan que va a ayudar a los Valdivia.

– No le entretenemos más, puede volver al caso de los Rojas, -asintió el Comisario Jefe.

– A sus órdenes.

Se retiró.

              Volvió a casa de los Rojas, llegó cuando empezaban a comer.

– ¿Dónde has estado?, Pablo, -le preguntó Rosa.

              Sacó del bolsillo dos pequeños crucifijos de plata que había comprado en la tienda de la gasolinera. Empezaba a conocer a la bruja de su niña, no pasaba nada por alto.

              Rosita y Ange le ofrecieron el cuello, se lo colocó a una y otra.

– Es precioso.

Se decían entre sí.

– Es solo un regalito pequeño, estoy tieso, -una verdad como un templo. Ni lo escucharon, salieron por toda la casa contando.

– Mira lo que nos ha regalado Pablo.

A cualquiera que encontraran.

              Como una sombra se acercó Tomás.

– Despídete de las niñas, esta noche nos vamos.

              Después de comer, Rosita tenía la cabeza sobre sus piernas, y le estaba contando cómo sería la casa que tendrían.

– Será una casita adosada, con una pequeña piscina, cerca de la ciudad, pero no dentro de ella, toda de vista a la calle, totalmente exterior.

– Joyita, -le habló Pablo con suavidad.

– Dime Pablo, -le contestó, ella estaba en lo suyo.

– Esta noche nos vamos, -y le acarició la cara, cogió su mano.

– Prométeme que no harás ninguna tontería, -lo miró con miedo en los ojos

– Tú sabes quién soy, como de poderoso, -le respondió riéndose.

– No es de coña, gilipollas, como te pase algo, la que te mata soy yo, -vio por primera vez la cara de gata de su niña.

– Venga, ya sabes que nada impedirá que vuelva a tu lado, -se irguió y la besó en la boca.

– Por la cuenta que te tiene, gilipollas, -lo amenazó con el dedo.

Eran las dos de la mañana cuando salieron hacia Sines, Tomás, Ricardo, Juan, sus dos hermanos y dos hombres más, hijos de Francisco, Inda y Bartolomé. Las niñas bajaron a despedirlos con la cara descompuesta.

              La besó en la mejilla como hizo con Ange y se despidió con la mano, Juan le comentó al oído.

– Duele, ¡eh! primo.

– Cómo una puñalada, -le dio la razón mientras se le rompía el corazón.

– Eso es bueno, querrás volver con más ganas, -se rio con alegría, se lo agradeció.

              Guardaron las bolsas en el maletero, y a pesar del bochorno sintió frio.

              Iban en tres coches, pasaron la frontera sin problemas, de hecho, rodaban completamente solos por la carretera. Juan iba con ellos en el asiento trasero, junto a él.

              Eran menos de trescientos cincuenta kilómetros y por autovía, sólo tuvieron que desviarse antes de llegar a Lisboa. Aterrizaron en Sines a las cinco de la mañana.

– Pablo, activa el GPS, y dime donde está la rúa Ramiro Correia, -le pidió Ricardo.

               Pablo le fue indicando hasta que llegaron a una calle llena de casas adosadas, totalmente nuevas, de las cuales sólo una parecía estar habitada.

              Allí los esperaba un hombre, que levantó la mano indicando que siguieran. Aparcaron los coches a su lado.

              Se bajaron.

– Bos dias.

– Bos días, -le respondió Tomás.

– A casa de esquina, a partir daí você pode ver tudo, à porta (la casa de la esquina, desde ahí se puede ver todo, hasta el puerto)

– Vir, tudo está pronto, os figorificos completo, e sob os ferros no andar de cima da cama. (entren, está todo preparado, los frigoríficos llenos, y debajo de la cama de arriba, los hierros.)

-Don Pedro vir mais tarde. Eu não sabia quando eles chegaram. (Don Pedro vendrá más tarde. No sabía cuándo llegaban).

              Les entregó la llave, y con parsimonia, les dio la mano, se marchó andando tranquilamente.

              Tomás le dio la llave.

              La introdujo en la cerradura, y con precaución abrió la puerta, nada parecía estar fuera de orden, encendió un interruptor, y sólo vio un sofá, una mesa, sillas y una tele pequeña. Era lo único que amueblaba la casa de nueva construcción, que aún no había sido habitada.

              Salió a la puerta.

– Abajo bien, voy a subir.

Con precaución eso hizo, estaba desarmado, miró cuarto por cuarto, y solo vio camas y nada más. Fue al dormitorio principal, y miró debajo de la cama, había dos maletas, las abrió, pudo ver ocho pistolas y tres escopetas recortadas.

              Bajó y se asomó a la puerta.

– Todo está bien, podéis pasar.

              Sacaron las bolsas de los coches, y pasaron dentro.

              Sólo las ventanas tenían cortinas, lo demás estaba sin amueblar en absoluto, apenas una bombilla en cada habitación.

              Todos se arremolinaron en el salón. Tomás se colocó en la cabecera de la mesa, y les habló a todos.

– Lo primero, nadie sale sin mi permiso, ahora, subirá Ricardo y os dará las armas a cada uno, las escopetas las quiero para aquellos que estén vigilando en las ventanas.

              Bajó Ricardo, y le dio una pistola a cada uno, incluido Tomás, que cogió una, lo que le hizo pensar que todo se complicaba por momentos.

– Estamos esperando a Pedro Gomes, él nos dará unas últimas instrucciones, pero lo que tenemos que hacer es fácil, esta casa está frente al puerto deportivo, un poco más allá, está el puerto de conteiner, ese es nuestro objetivo, pero no de momento. Sólo tenemos que estar preparados y atentos, aquí somos carne de caza.

              Todos asintieron, sabiendo que no era ninguna broma. Sonaron unos golpes en la puerta.

              Ricardo abrió con precaución.

– Pase usted, Don Pedro.

              Entró un hombre mayor, casi como Tomás, pero con la cara quemada del sol y mucho más fuerte, de pelo ensortijado y manos grandes, detrás entraron dos hombres más jóvenes.

              Le estrechó la mano a Tomás.

– Estos son mis hijos Helder y Joaquim.

Don Pedro presentó a sus acompañantes, ambos agacharon la cabeza en señal de respeto.

– Estos son mi Hijo Ricardo, mi sobrino Pablo, Francisco Rojas, sus hijos Inda y Bartolomé, Juan, Lorenzo y Salvador, hermanos y también de los Rojas.

              Ellos también agacharon la cabeza. Se sentaron todos.

– Don Pedro, ¿está todo preparado?, -preguntó Tomás.

– Sí, Don Tomás, todo lo está, las casas que nos comentó están vigiladas, y nada sospechoso hemos detectado en el pueblo. Sólo algo más de movimiento de coches en el puerto comercial.

– ¿Más movimiento?, -volvió a preguntar Tomás, pensativo.

– Sí, coches que entran y salen.

– ¿Cuántos almacenes hay en el puerto?, -le preguntó Tomás a Don Pedro.

– Ocho compañías tienen oficinas y zonas francas en el puerto.

– ¿Coincide alguna de las compañías, con la lista que le di?, -preguntó de nuevo Tomás.

– No, ninguna.

– No esperaba menos, son más listos que el hambre, -comentó pensativo Tomás.

              Guardó silencio unos instantes.

– Bien, os voy a explicar que es lo que pasa, estad atentos, -volvió a hablar Tomás-, pero esta vez a todos.

              Carraspeo y comenzó la explicación.

– Hay seis compañías en la ciudad o cerca de ella que tienen allí sus almacenes, estas empresas son totalmente legales, importan productos y materias primas de todo el mundo, -paró un instante, pero dentro del puerto, hay ocho navieras con almacén, y una o varias de ellas juegan sucio.

Alargaba las paradas para que lo asimilaran.

-Voy a intentar explicarlo más gráficamente. Una empresa llamémosla LEGAL, importa un conteiner de veinte pies que contiene cien mesas de oficina, hasta ahí todo correcto, -los miró por si había alguna duda, prosiguió.

-Hay otra empresa, llamémosla NO LEGAL, que se crea específicamente para el contrabando o lo que quiera que traigan, esta compañía importa dos o tres conteiner y después desaparece, y se crea otra nueva, así impiden que se inspeccionen las compañías, más tarde, un contacto de la empresa LEGAL, envía el contenido de lo que va a cargar a la empresa NO LEGAL, el manifiesto de carga, se llama.

Paró unos instantes.

-Esta segunda Empresa, la NO LEGAL, pone el mismo manifiesto de carga que la LEGAL, es decir aparece en él que va a importar también cien mesas del mismo modelo que importa la LEGAL. Sin embargo, no vienen en el conteiner las cien mesas, sino contrabando, o lo que sea. Por si hay inspección colocan cajas en los laterales por si lo ponen en la línea naranja, y tienen que pasar por Rayos X, con las cajas hay que fijarse mucho para poder ver más allá de las mismas, esto, además, sólo les quita el diez por ciento de la capacidad de carga.

              Paró un momento.

-Por medio de sobornos y chantajes, los dos conteiner salen y llegan a la misma vez, un contacto en el puerto, consigue que se descarguen lo suficientemente tarde como para que pasen la noche en el puerto, ahí entran en juego los almacenes de las compañías, después, introducen ambos conteiner, el de la LEGAL, y el de la NO LEGAL, y les cambian los cierres de seguridad, y los números, por lo demás todos los conteiner son iguales.

              Miro a los que escuchaban por si alguno mostraba signos de no entender nada.

-Al día siguiente pasan ambos conteiner, el de la LEGAL va con el contrabando, normalmente corresponde a una empresa de solvencia con mucho tráfico marítimo, por lo que raramente son inspeccionados, además en el caso de que lo sean, si es naranja, pasa los rayos X, que con lo de las cajas puede pasar normalmente, y en el caso de que sea Rojo, y abran el conteiner, el problema es para la compañía LEGAL; la NO LEGAL, corre el riesgo de que la inspeccionen al tener poco movimiento y ser nueva, pero le da igual, sólo lleva cien mesas de oficina, comprueban el manifiesto de carga y lo dejan pasar; la empresa NO LEGAL solo hace dos o tres conteiner, después desaparece y se crea otra.

              Bebe de un vaso de agua que le han colocado delante.

-Una vez que ambos conteiner han pasado, los manifiestos de carga van duplicados en la carga real de la compañía LEGAL, con los números cambiados de los conteiner, por lo que al llegar a la compañía LEGAL y comprobar los números, todo va a estar correcto; el tema, es que los conteiner de la compañía NO LEGAL, pueden proceder de distintas compañías, pero el almacén de destino siempre es el mismo, uno donde se abren y la mercancía es separada en lotes más pequeños, que son distribuidos al resto de Europa, ése es el que debemos que encontrar. Pero para ello tenemos que controlar los conteiner que salen del puerto; cada compañía de las legales mueve veinte conteiner por semana, es muy difícil saber cuál es el conteiner falso. Para eso estamos aquí. Porque hasta ahora nadie ha sido capaz de detenerlos.

– Pero, Don Tomás, -preguntó Don Pedro, un poco de contrabando no está mal.

– Don Pedro, ¿pone usted la mano en el fuego por sus hijos?

– Seguro.

– ¿Está totalmente seguro?, recalcó Tomás.

– Sí, -volvió a responder con voz alterada mientras respiraba con fuerza, ofendido.

– No traen contrabando, traen droga, armas, mujeres para prostituirlas y lo peor, niños para trasplantes de órganos.

              Don Pedro se echó hacia atrás diciendo.

– Meu Deus.

              Juan se persignó, y besó un crucifijo que llevaba debajo de la camisa. Los demás murmuraron con preocupación.

              Él, al fin se había enterado, ¿y ahora qué hacer?

– Por eso…, -prosiguió Tomás-, es lo de las armas, las escopetas.

              Juan fue a hablar. Tomás no lo dejó.

– Tu suegro, Juan, lo sabe, o ¿crees tú que os hubiera dejado conmigo?, esto es por nosotros, no podemos dejar que piensen que los gitanos hacemos estas atrocidades. Algunos de vosotros, pensáis que por qué no he traído gente de Córdoba, salvo a Pablo y Ricardo, pues os lo digo con el dolor que me causa, que uno de los promotores es de allí. No podía dejar que nadie se enterara, y si alguien lo hacía, todo se iría al traste; imaginaros la cantidad de dinero que mueve este tráfico. No me podía fiar de nadie de los de mi ciudad. A pesar de ello, vengo con la vida de mi hijo, y del que será mi nieto. Traigo los hombres que más quiero, para que se jueguen la vida. Además, el «Que Siega los Campos», no es casualidad que venga con nosotros. Imaginemos por un momento que esa enorme cantidad de dinero entrara en la comunidad, corrompería a una gran parte, además sería muy difícil de eliminar, toda una generación perdida.

– Que soy la mujer más feliz del mundo, que nadie me puede apartar de ti, que, si no estás tú, me muero, que se me quitan las ganas de vivir cuando no estás.

– Rosa, ¿te quieres casar conmigo cuando esto acabe?

– Casarme contigo y tener cinco niños por lo menos. Lo que tú quieras. Te quiero con toda el alma, pero por favor, ten cuidado y vuelve entero, si no me muero.

– Adiós, Joya mía.

– Adiós, Pablo.

Capítulo XVI

Empieza la Cacería

              Rosa no podía parar el llanto, Ange asustada se me acercó.

– ¿Que ha pasado prima?, algo muy malo, seguro.

– Que el Pablo me ha pedido que me case con él.

– ! Venga ya ¡

– Que lo ha dicho ahora mismo, Primi.

              La abrazó, y se puso a llorar con ella.

– Primi, -le preguntó-, ¿tú sabes donde venden los Pablos?

– ¿Qué dices?

– Es para comprarme uno.

              Y empezó a reírse entre las lágrimas.

No podía decir nada a sus mandos acerca de la operación, pues como bien había dicho Tomás, eran demasiados los oídos y las bocas, pero tampoco podía callarse, algo intermedio tenía que ser.

              Decidió callar de momento, esperar acontecimientos y cuando llegara el momento apropiado confiaba en decir lo necesario.

              Conforme se acercaba la noche, los hombres iban poniéndose más nerviosos, no sabían lo que les esperaba, podía ser cualquier cosa, y estaban en tierra extraña, dependiendo de personas que no conocían, para detener una pesadilla. Era algo por lo que preocuparse, incluso él, que había participado en redadas y mil cosas, sentía un nudo en la garganta.

              Llamaron a la puerta, Juan abrió, y empezaron a entrar hombres de Don Pedro, hasta llegar a quince, después entró este con sus tres hijos.

              Se acercó a Tomás y dándole la mano le señalo a sus hombres.

– Todos son de total confianza, son hijos de mi familia o maridos de mujeres de mi familia. Darán su sangre por ti.

– Gracias, Don Pedro, esto habla de tu gente.

– Tomás, todos quieren conocer al que «Siega los Campos», ¿quién es?

– Mi sobrino Pablo, ¿ya os habéis enterado?

– Sabes cómo son estas cosas, y sea verdad o mentira, a mis hombres les vendrá bien que les suban la moral.

– Es cierto, -asintió Tomás.

              Tomás dio unos golpes con el bastón en el suelo e inmediatamente todos callaron.

– Ven Pablo.

              Este, se acercó a Tomás.

– Gente de Gomes, aquí tenéis al «que Siega los Campos», Pablo.

              Se fueron acercando en silencio y le fueron dando la mano de una en uno.

– Nos proteger(protégenos)

– Enviado por Deus (el enviado de Dios)

– Você ganha(contigo ganaremos)

– Abençoar (bendícenos)

              Después de aquello todos guardaron silencio.

Habló Tomás:

– Aquí tengo una lista de empresas y una lista de números de conteiner. Hay que seguir uno a uno todos los que salgan del puerto de estas seis empresas, son compañías legales, por lo tanto, hablamos de que en tres días moverán alrededor de veinte a treinta conteiner; un sobrino de Don Pedro, que trabaja en el puerto, nos señalará los conteiner de los que tenemos los números, pero a pesar de ello, y porque no sabemos a cuáles de ellos le han cambiado el número, o cuánto tiempo tardan en cambiarlos, los vamos a seguir a todos, por lo que siempre debe de haber un coche en la entrada del puerto. Sale un coche siguiendo a un conteiner, inmediatamente otro se coloca en su lugar, cuando vuelva el coche se coloca el último, y así hasta que encontremos el sitio o paren los conteiner señalados de salir, ¿alguna pregunta?

Tomás miró a todos. Silencio absoluto.

– Iréis por parejas en diez coches, un español, un portugués, los que falten, irán solo portugueses.

Continuó hablando.

– Hay tres rutas, -explicó Tomás acercando un mapa de Portugal-, tenemos que seguirlos de la siguiente manera; unos irán por la N261, dirección Melides, a esos los seguiremos hasta Lisboa, si vemos que continúan, los dejaremos marchar, daremos la vuelta y regresaremos aquí, esa ruta casi no se usará, porque termina en Lisboa, y les sería más fácil importar desde allí. En otro caso, también se pueden incorporar a la autovía por la E1, hasta la E6, dirección a España, a éstos los seguimos hasta Elvas.

              Hizo una pausa

-Otros rodarán hasta Beja por carreteras secundarias, a estos los seguimos hasta Serpa, si continúan, damos la vuelta y volvemos; los que tomen la ruta del sur, los seguiremos hasta Tavira, si continúan daremos la vuelta; todos los depósitos de los coches llenos. Que paran a echar gasoil, los esperamos sin que nos vean, que paran a comer, aparcamos lejos del restaurante y allí hasta que salgan, eso sí, procurando que no puedan vernos. Si alguien nos marca, todo se acabó; los hierros preparados.

              Miró a todos los presentes.

– ¿El porqué de estas distancias?, las personas que van dentro de los conteiner han hecho un viaje de más de veinte días, y no pueden tenerlos más tiempo encerrados, no por piedad, sino porque valen mucho dinero. Con el calor que hace, tienen que abrir el conteiner muy rápido, por eso los doscientos kilómetros de radio; cuatro de nosotros nos quedaremos aquí, vigilando los almacenes del puerto, para ver si encontramos el que buscamos.

              Volvió a mirarlos a todos.

-Empezamos ahora, -terminó de ordenar Tomás, se volvió a él-, Pablo, tú hoy con nosotros, -le pidió Tomás.

              Se montaron en el coche Ricardo, Tomás, Don Pedro, Pedro hijo, y él.

              Siguiendo las indicaciones de Pedro hijo, salieron a la carretera de la playa, pasaron la de Santa Catalina y se desviaron al llegar a los enormes depósitos de Gas.

              Entraron en la terminal del carbón, donde descargaban los barcos continuamente; en el puerto comercial, vieron una pequeña ensenada, allí se dirigieron, ya de noche cerrada. Se adentraron por una carretera de tierra, hasta llegar a una gran explanada de cemento; antes de llegar a ella, Pedro indicó a Ricardo que metiera el coche entre los árboles.

              Se bajaron sin hacer ruido.

– Aquí el único problema que hay…, -explicó Pedro hijo-, es que guardan una patrullera de los guardacostas, pero como es un puerto del Ayuntamiento, entra y sale gente continuamente, por lo que debemos pasar totalmente desapercibidos. Al otro lado hubiera sido más fácil, pero es terreno totalmente llano, sin árboles y no podríamos hacer nada sin que nos vieran.

              Pedro Gomes sacó del coche unas grandes cizallas, se adentraron entre los tupidos árboles y siguieron la valla, hasta colocarse más o menos en el centro de la terminal XXI.

              Todos se agacharon en el suelo, hasta Tomás, con más trabajo que los demás, pero lo consiguió.

              Muy despacio, Pedro Gómez cortó con las cizallas hasta dejar un agujero lo suficientemente grande como para que pasara una persona corpulenta como él, Pedro Gómez era bastante más pequeño.

              Se tumbó en el suelo, y comenzó a señalarle en un buen español.

– Mira, Pablo, -señaló frente a él-, todo esto es la terminal XXI, por allí entran los conteiner, -señaló al mar-, y las grúas los van colocando a pie de puerto, cerca del malecón, ¿lo entiendes?

– Sí, -le aseguró Pablo.

Señaló al lado contrario.

– Allí están los armazéns, ¿cómo se dice en español?

– Almacenes.

– Eso, allí están los seis almacenes que buscamos, cuatro se ven desde aquí, dos están tras de la esquina y no podemos.

– ¿Y el otro almacén grande que hay al lado?

– Ese es el de conserto, no sé, donde máquinas rotas.

– Reparaciones, -respondió Pablo-, bien, me entiendo contigo. Allí reparan la maquinaria móvil del puerto. Detrás están las oficinas del puerto, ¿nada más?

– Es un porto pequeño comparado con Lisboa o Cádiz. Vamos a esperar y ver que se mueve.

              La luna estaba en cuarto creciente, y permitía ver con claridad lo que sucedía en la terminal, pero a la vez, supondría un problema cuando tuvieran que meterse dentro.

              Pasó un buen rato, ya eran las doce de la noche, y no se percibía movimiento en la terminal, Pablo hizo indicación con la mano de que iba a entrar. Don Pedro, los señaló a ambos.

              Salió agachado atravesando el agujero en la cerca, a su lado le seguía Pedro Gomes, tan cauteloso como él mismo. Cruzó la carretera interior que iba a dar a la salida de la terminal y se ocultó en un grupo de conteiner, Pedro hizo lo mismo. Pasaron tres grupos de contenedores, uno a uno, moviéndose rápidamente, una vez que comprobaron que nadie los podía ver.

              Se detuvieron detrás de un grupo de conteiner, y Pedro lo cogió de la camisa arrastrándolo, se metieron en la separación del grupo de contenedores, casi no cabía, en ese momento, vio la luz de una linterna que pasaba rápidamente por los contenedores, iluminándolos.

– Vigilancia del puerto, -le avisó Pedro en un susurro.

              Esperaron un rato, que se le hizo eterno, y cuando vieron que la luz se alejaba salieron de allí dirigiéndose al siguiente grupo de contenedores.

              Ya sólo les quedaba alcanzar los almacenes.

              Era una distancia larga hasta llegar a unos bidones de Gas o Gasoil delante de los almacenes, uno de los pocos sitios donde esconderse.

              Pedro que parecía una ardilla, se asomó un instante.

– Pablo, cuando te dé con la mano, salimos corriendo como locos hasta los depósitos, ¿De acuerdo?

– De acuerdo, -respondió Pablo.

Cuando le golpeó, salieron corriendo, y llegaron hasta los depósitos, nadie parecía haberse percatado de su presencia, a pesar de ello, miraron a todos lados, intentando ver algo extraño, pero nada les pareció fuera de orden.

              Estaban al lado de los almacenes.

              Era un conjunto de seis naves industriales del mismo estilo, negras y con ventanales arriba, cerca del techo. Todos los portones estaban cerrados, y no se apreciaba ninguna señal de actividad, las ventanas no estaban iluminadas, y las claraboyas tampoco.

– Volvamos, Pablo, aquí no hay nadie.

– Espera aquí, -le pidió.

              Se acercó a la primera nave, pegándose a la pared, la ropa negra era un buen añadido, colocó el oído sobre el portón y no escuchó nada, siguió hacia delante por la fachada hasta la siguiente nave, pegó el oído a la gran puerta y tampoco se oía nada.

              Llegó al segundo módulo, después el de la tercera y al final, la cuarta, pegó el oído en el portón, y oyó ruido de maquinaria, como de una cizalla mecánica en movimiento, se deslizó por la separación de los módulos, en ese momento una piedra le dio en la espalda, era Pedro, que le avisaba de que la luz se acercaba, se tiró al suelo echándose encima cualquier lata o basura que encontró para difuminar su silueta, lentamente, la luz barrió la portada de las naves, y despacio, se alejó.

              Se colocó de rodillas y levantó el pulgar de la mano hacia arriba en dirección a Pedro.

              Siguió hasta la trasera de la nave, oyó el mismo ruido, pero no se veía luz ninguna, no podían trabajar a ciegas, se irguió y miró a una de las claraboyas. Estaba pintada de negro para que no dejara salir la luz, alguien no quería que supieran que estaban trabajando, siguió hasta la nave siguiente, y el resultado fue el mismo, claraboya pintada, y ahora gente hablando.

              Continuó por la parte trasera y estudió las dos siguientes, allí no había nadie; despacio, se fue acercando a Pedro, cuando estuvo a su lado, le informó.

– Tercera y cuarta, y no se ve luz porque tienen las claraboyas pintadas de negro.

– Vámonos, -le pidió Pedro, y muy despacio hicieron el camino, al contrario.

              Cuando atravesaron la verja, les preguntaron inmediatamente, comentó lo que había visto.

– La tercera y la cuarta, bien, chavales, -expresó Don Pedro, dirigiéndose a ellos.

– Vosotros…, -señaló Don Pedro a los españoles-, coged el coche y volved a la casa, aquí no faltará alguien que este vigilando continuamente. Os iremos informando.

              Se hicieron gestos con la mano, y salieron hacia el coche. Una vez allí, a Ricardo no le costó ningún trabajo encontrar la casa.

              Llegaron de amanecida, cansados y sudorosos, Tomás mandó.

– Id a descansar.

– ¿Quién hace la guardia?, Pápa, -preguntó Ricardo.

              Tomás se sacó la Beretta y se sentó en el sillón.

– Yo, he dicho.

              Ambos subieron las escaleras.

              Se despertó a las diez, como si le hubieran dado una paliza, se duchó, se cambió de ropa, la poca que llevaba, y vio que había un mensaje de texto en el móvil, era un mensaje largo, lo abrió, era de Rosita, solo se leía «Te quiero», pero muchas veces, le daba a la pantalla hacia abajo y no terminaba el mensaje.

              Le contestó.

– «¿Qué dices?», -y bajó hacia el salón.

              Tomás estaba durmiendo en el sillón, encogió los hombros, y en voz baja le dijo a Ricardo.

– ¿Qué ha pasado con los demás?

– Desde anoche a ahora, seis contenedores y nada, todos estaban marcados por el primo de Don Pedro, además a la salida del puerto, otro primo levanta la mano indicando cuales tenemos que seguir. A huevo.

– Mierda, -exclamó Pablo, nada de nada.

– Si, mierda, la mayoría tomaron la ruta hacia España, uno al sur y otro al norte, pero de corrido. Nos han dicho que no nos fiemos si los camiones son españoles o portugueses, las dos empresas españolas tienen su propia flota, pero, algunas veces alquilan camiones portugueses, por lo que no es ninguna ventaja de que nacionalidad es el camión.

              Entró Pedro hijo.

– Vamos, Pablo.

– Te toca, -le avisó Tomás.

              Cogió tres o cuatro magdalenas y salió con Pedro, se montaron en un Mercedes 180 viejo, y salieron pitando hacia la explanada de enfrente del puerto. Cuando llegaron allí, vieron, separados unos de otros, cuatro coches más, uno de ellos con la puerta mal cerrada.

– A ése es al que le toca, por eso tiene la puerta mal encajada, -explicó Pedro.

              Todo esto bajo un sol de justicia, le dio Gracias a Dios porque estaban debajo de un árbol, era una explanada enorme de tierra, con algunos árboles, y debajo de ellos estaban colocados todos.

              Y el tiempo, que pasaba lentamente.

– ¿Con que tú eres el «que Siega los Campos»?

– Si te lo quieres creer.

– Aquí todos lo creemos, cuando padre nos lo contó, no podíamos entenderlo, pero es verdad.

– Pues yo no me lo creo, -solo contó lo que pensaba.

– Eso no te salvará de ser lo que eres.

– Sí tú lo dices.

– Pues para mí es un honor y una tranquilidad estar contigo, -le comentó Pedro.

– Mejor para ti, ¿qué quieres que te diga?, -Pablo seguía sin creérselo.

– No te mosquees, pareces payo, -lo miró Pedro mosqueado.

– No, gitano de pura cepa, -lo paró, por si acaso.

– ¿De dónde?, -le preguntó.

– Nací en el norte, pero mis padres eran gitanos rumanos, murieron jóvenes y me dejaron a cargo de una familia de aquí, de un gitano español, y una gitana rumana, mi tía. Han tenido problemas, y yo tuve que salir de allí disparado.

– ¿La poli?

– Sí, -afirmó moviendo la cabeza.

– ¿Gordo?, -preguntó interesado.

– Sí, le disparé a un policía.

– Muchos huevos.

– No, la desesperación.

              Fueron saliendo los coches. A las dos, eran los siguientes, otros coches habían ido ocupando el espacio que dejaban los que se iban. Ahora los que tenían la puerta entrecerrada eran ellos.

– Pablo, que nos vamos, -le confirmó Pedro.

              Arrancó el coche y salieron a toda velocidad, coches antiguos, pero con motores cuidados. Dejó distancia con el tráiler que zumbaba como un deportivo, y kilómetro tras kilómetro lo siguieron hasta llegar a Évora, allí vieron que el camión continuaba, y en la siguiente salida se desviaron para retornar.

              Ya eran las cuatro de la tarde, Pedro paró en una gasolinera con tienda.

– ¿De qué quieres el bocadillo?

– Dos y de lo que sean.

– ¿Coca-Cola?

– No, naranja, -Pablo se acordó y sonrió.

              Pedro se alejó, al momento regresó con las viandas, en apenas cinco minutos devoró el bocadillo y se bebió la cola, Pablo se ofreció a conducir.

– Yo conduzco si quieres.

– ¿Y si nos para la guardiña?, qué, ¿le hablas en español?

              Le dio la razón, se puso el cinturón, y mientras el conducía como alma que lleva el diablo, él terminó de comerse sus bocadillos.

              Apenas una hora después estaban de nuevo en la explanada debajo de un árbol, sólo quedaba un coche con la puerta entreabierta.

              Salió disparado, y ellos entreabrieron la suya, apenas lo habían hecho cuando apareció otro coche y otro al poco.

– Pablo, que nos vamos.

              Carretera y manta, siguieron al contenedor, este llegó hasta Santiago de Cocern. Al alcanzar Hermidas do Sado, no tomó por la autovía, que hubiera sido la opción más lógica, al contrario, cogió hacia Beja, una carretera de un sólo sentido, donde algunas veces tenía que aminorar la marcha por las curvas y la estrechez de la vía, sobre todo cuando coincidía con otro camión.

– Pablo, eso me huele mal.

Pedro pensaba lo mismo que él.

-Y a mí, no te acerques mucho, casi no hay tráfico, y no quiero que se lo huela.

              A pocos kilómetros en Sao Bissos, el camión se desvió y entró en un camino de tierra, le pidió a Pedro que parara, corrían el riesgo de ser vistos.

-Muévete, pero ve despacio, que no lo perdamos de vista, pero que no nos vea él, es demasiado llano, apenas si hay algún promontorio, ondulaciones sí, pero apenas. No levantes polvo.

Le avisó Pablo.

– Mucho pides.

              Miró en el GPS y al alejar el mapa con los dedos vio que, en dirección contraria, es decir que, si en vez de haber girado a la derecha hubieran girado a la izquierda, estarían a cuatro kilómetros del Aeropuerto de Beja, un pequeño aeropuerto, pero suficiente para sus fines. Se quedó maravillado del grado de planeamiento que tenían aquellos hijos de p….

– Hemos hecho bingo, enfrente tienen un aeropuerto, -le comentó a Pedro.

– El de Beja, qué hijos de p….

– No los vayas a perder, Pedro.

              Pablo sabía que no lo perdería, además el camión dejaba una nube de polvo a su paso, con no permitir que se asentara, era suficiente, y Pedro no era tonto.

              Iban a pasar un repecho, cuando antes de hacerlo, le pidió a Pedro.

– Para.

              Se bajó del coche, y subió lo que faltaba a pie, agachado.

              Efectivamente, enfrente de ellos, esperaba un coche parado, a unos trescientos metros, desde donde estaba, dominaba el pequeño valle que se formaba abajo, se tumbó en el suelo, e hizo señales poniéndose los dedos sobre los ojos en forma redonda para que trajera los prismáticos.

              Pedro se acercó agazapado.

              Le entregó los prismáticos, antes de mirar por ellos, vio una casa abandonada a pocos metros de donde ellos estaban.

– Pedro, esconde el coche en la parte trasera de la casa, si alguien viene, nos verá y será muy difícil pasar desapercibidos, no se ve ni un alma.

              Cogió los prismáticos mientras Pedro ocultaba el vehículo.

Vio llegar el camión a una especie de explotación ganadera enorme, de las de porcino, de más de dos mil metros cuadrados, con apenas unos árboles y una casa enfrente, el camión maniobró y se metió dentro de una de las naves.

              Se habían escondido entre unos matojos, Pedro se dejó caer a su lado.

– ¿Qué ves?

-Mira, -le dijo, entregándole los prismáticos.

– ¿Y el camión?, -fue lo primero que preguntó.

– Lo han metido dentro de las naves. ¿Cuántos guardas ves?

– Cinco en la entrada de las naves, en el perímetro, -contó-, uno dos, tres, cuatro, cinco, seis, seis en total. Bingo. Llevan escopetas.

              Se levantó y fue al coche, volvió con una libreta y un bolígrafo, y empezó a dibujar la forma del pequeño valle, Pedro le fue indicando donde estaba cada uno de los hombres.

              Era un valle alargado, a lo lejos se veía un pequeño lago formado artificialmente, seguramente para darle de beber al ganado, si alguna vez había servido para eso. Una casona de aspecto abandonado estaba al lado de las naves, y rodeándolo todo, plantones de maíz ya crecido. En la cuesta, arboles raquíticos y piedras por doquier, por esa razón estaba sin plantar todo el derredor que aparecía inclinado, mala tierra. Una hondonada servía de acceso, el camino por donde había entrado el camión, el único. Solo se veían algunas grandes piedras marcándolo, y algún que otro gran árbol ya seco y descortezado.

              No quería abusar de su suerte, así que cogieron el coche, y se largaron.

              A unos veinte kilómetros cogió el móvil y llamó a Tomás.

– ¿Tío Tomás?

– Dime Pablo.

– Que no sigan a ningún camión más, los hemos encontrado.

– ¿Seguro?

– Tan seguro como que me llamo Pablo, más de diez tíos armados y unas naves enormes, el camión con el conteiner ha entrado en una de ellas y lo hemos perdido de vista.

– Bien. Volved.

              Y sintió frio en la espina dorsal, aquello tomaba forma.

              Pedro sacó del coche más caballos, aunque pareciera imposible, y en apenas un salto estában de vuelta en Sines.

              Cuando llegaron, todos los estaban esperando expectantes.

              Tomás les pidió.

– Contad que habéis visto.

              Pedro comenzó.

– Está a unos cien kilómetros, en la desviación contraria al aeropuerto de Beja, dos kilómetros de carretera de tierra y un pequeño valle, allí está.

              Miró a todos, esperando que se hicieran una idea.

– Son unas instalaciones ganaderas enormes, calculo que dos o tres mil metros cubiertos, -les informó mientras sacaba el mapa-, aquí está la casa, aquí un coche vigilancia.

Y fueron señalando uno a uno a los hombres armados que vigilaban la finca.

– Tomás, ¿te parece bien que mande a dos hombres para que lo vigilen?, -le preguntó Don Pedro.

– Sí, -asintió Tomás.

              Don Pedro señaló a dos hombres.

– Coged los hierros, unas motos de campo, y esconderlas en la casa abandonada que indican ellos, no perdáis de vista nada, cualquier cosa, nos la comunicáis.

              Salieron de la casa.

– Va a ser muy difícil entrar, Tío Tomás, la tienen muy bien vigilada, nos va a costar vidas, comentó Don Pedro.

– ¿Tienes miedo?, -preguntó Tomás.

– Sí, sería de estúpidos el no tenerlo, pero si usted dice que palante, palante.

              Don Pedro levantó la voz.

– Si alguien quiere irse, es el momento.

              Nadie se movió. Asintió y continuó.

– Bien.

              Tomás les habló.

– Hoy no podemos, pero mañana entramos allí, por mis muertos.

              Todos asintieron.

              Don Pedro salió y volvió en un momento con una pesada bolsa, la puso sobre la mesa, y empezó a sacar lo que había en ella, un AK 47, un FN-FAL y un CETME, sacó un montón de cargadores y los desparramó sobre la mesa.

– ¿Quién sabe limpiarlas?, -preguntó.

              Se levantaron Juan y él.

– Ya sabéis…, -comentó Don Pedro, entregándonos un bote grande de aceite para armas.

Juan se levantó, fue a la cocina y trajo un montón de servilletas de tela.

– Donde no hay pan buenas son tortas, -le explicó a Pablo.

              Comenzaron en silencio a desarmar las armas, llenando de mecanismos y pernos toda la mesa, solo se oía el sonido metálico de las piezas cuando las colocaban sobre la mesa, las fueron limpiando y engrasando en silencio.

– Primo, esta es gorda, -le comentó Juan, sin dejar de limpiar las piezas de los fusiles de asalto.

– Muy gorda, -le contestó sin parar de limpiar el tampoco.

– Te voy a pedir un favor.

– Dime, Juan.

– Si me pasa algo, cuida de mi fiera y de mis chiquillos, por favor, primo.

– Ni que decírmelo tienes. Creo que lo sabes, ahora te voy a pedir yo un favor a ti.

– Ni me lo pidas, la Joya y la Ange serían mis hermanas, y al que se acerque le rebano el cuello.

– Así, primo, gracias.

– Gracias a ti, primo.

              Ambos sabían que a cada nueva información las posibilidades de que saliéran con vida eran menores.

              Terminaron pasadas las siete. Le puso la mano en el hombro a Juan.

– No te preocupes, sé que a ti no te va a pasar nada, lo asegura «El que Siega los Campos».

– ¿Y a ti? Primo, -le preguntó Juan con preocupación.

              Se encogió de hombros, y volvió a sentir frio en la espina dorsal.

– Tomás, voy a llamar a Rosita, -le pidió al anciano.

– Ve, hijo mío, -salió a la calle.

– Señor.

– Hombre, Maldonado.

– Ya está.

– ¿Como que ya está?

– Más gordo de lo que podíamos imaginar.

– ¿Tan malo es?, -preguntó inquieto.

– Tráfico de drogas, armas, trata de blancas y niños para órganos.

– Qué me cuenta, ¿está loco?

Aquello era un sapo muy gordo.

– No, ojalá, Señor Comisario, es lo que le he dicho.

– Santa Madre de Dios, ¿sabe la localización?

– No exacta señor, sé que será en la zona de Beja, en un radio de 20 kilómetros, pero no el lugar exacto. Podría colocar agentes de paisano en Berengel y Beja sin llamar la atención, en el momento que les avise pueden actuar en menos de media hora.

No supo por qué no le dio la localización exacta, quizás hubieran tenido menos bajas, a costa de conseguir menos, pero algo en su interior le impedía hacerlo.

– ¿Cuándo va a ser?

– Mañana por la noche.

– Podríamos detenerlos a todos.

– Si esos animales se escaparan, no encontraríamos nada, pero si nos deja actuar, podríamos desmantelar una red internacional que tardaría mucho tiempo en activarse.

– ¿Sabe usted que está en la cuerda floja?

– Sí, señor.

– Y, ¿se la juega?

– Sí, señor.

– Pondré todo en marcha, espero que no se equivoque, puede perder algo más que los galones.

– Lo sé, Señor.

– Suerte, inspector.

– Me hará falta, -colgó el teléfono.

– ¿Rosa?

– Dime Pablo, cariño mío.

– Esto ya mismo se acabará y estaremos juntos para siempre.

– Te oigo la voz apagada, ¿va algo mal?

– No, quería oír tu voz de nuevo.

– Pablo, ¿qué te pasa?

– Nada, -mintió.

– Y una mierda.

– Si lo sé no te llamo, sólo quería oír tu voz.

– Y una mierda.

– Te quiero, Rubia.

              Y colgó el teléfono.

Capítulo XVII

La Premonición

Rosa tiró el teléfono sobre la cama como si fuera un animal venenoso.

– ¡Ay Dios mío, que algo va mal!, que Pablo me ha hablado como si le fuera a pasar algo, tengo que verlo.

– ¿Pero tú que vas a arreglar?, canija, -le preguntó Ange.

– Me da igual, pero tengo que verlo.

– Si no sabes dónde está.

– ¿Qué no lo sé?, y una mierda, donde las dan las toman, lo que te hizo a ti se lo he hecho a él, mira.

Rosa le enseñó el móvil.

-Está en Sines, en Portugal.

– Hija de puta.

– ¡Se va escapar ese de mí!, necesito estar con él, le van a hacer algo malo. Llama a Anita.

              Ange salió a buscar a Ana, a Rosa el corazón se le salía por la boca, lo tenía tan claro, tenía que salvarlo, era necesario, si ella lo dejaba a su suerte no lo volvería a ver.

              Entró Ange arrastrando a Ana.

– Anita, ¿tú tienes coche?, -preguntó Rosa con cara de loca.

– Sí, ¿por qué?, -contestó ella.

– Porque nos vamos a Portugal.

– Y una mierda.

– Tú verás, yo me voy a escapar.

Rosa miró a Ange y ella asintió con la cabeza.

-Con mi prima.

-Por encima de mi cadáver.

– Tú no nos conoces, te buscamos las vueltas seguro, y si no nos ayudas, solo te echaremos la culpa a ti, después se lo dices al Señor Francisco y a mi Ayo, a ver a quien cree.

– Seréis hijas de puta.

– Lo que tú digas, pero si sales por esa puerta te hacemos la vida imposible, no nos conoces.

– De acuerdo, pero no os dejaré qué os metáis en ningún follón.

– Tienes nuestra palabra.

Rosa asintió mientras que en su cabeza daban vueltas solo tres palabras, “Y una mierda”

Todos durmieran con la ropa puesta, en los mismos sillones del salón, sólo los de guardia estaban de pie, el ambiente estaba tenso, esperando que la situación estallara en cualquier momento, nadie salió en todo el día, ni siquiera los portugueses.

              Probaron algún bocado, repartieron bocadillos, pero todos estaban pensando en lo mismo, ¿Sobrevivirían?, quien lo sabía, pero que dejarían a algunos en el camino, estaban seguros.

              Se acercó a Tomás y le pidió.

– Tío, con su permiso quisiera decirle algunas palabras.

– Lo que quieras, Pablo.

– Vamos a una situación complicada, algunos de nosotros no volveremos, seguro que liaremos un buen follón, tanto tiro se va escuchar muy lejos, al final llegará la Guardiña, la Policía, cuando oigáis los gritos de ¡policía, policía!, dejad las armas y salid corriendo, coged los coches y desapareced, recoged a los heridos y de lo demás que se encargue la policía, que para eso le pagan.

              Todos asintieron.

– Tomás, -comentó preocupado Don Pedro.

– Los míos no han llamado desde hace media hora.

– ¿Es normal eso?, -preguntó Tomás.

– No, respondió Don Pedro, ¿cancelamos?

– Yo digo que no, -apostó Tomás.

-El que quiera irse que se vaya, nosotros seguimos.

              Pablo comenzó a hablar.

– Vamos a hacer una cosa, llevamos los coches hasta donde hemos quedado, fuera de la vista de cualquiera, nos aproximamos andando, yo me adelanto, me acerco a donde están los dos de los Gomes, y os hago señas con la linterna, una sola vez bien, y seguimos, dos veces algo va mal, esperáis a que yo dispare, vosotros os dispersáis y cazáis a los que podáis, tres luces, es abortar, porque nos están esperando para cazarnos. ¿De acuerdo?

              Los jefes asintieron.

              Cogió el FAL, Juan el CETME, y se montaron en los coches.

              Nadie habló, en apenas una hora llegaron al camino de tierra, apagaron los faros, y los dejaron en un camino lateral que los ocultaba de la vista desde la carretera.

              Se separaron, ellos quedaron sobre un altozano desde el que se divisaba todo el valle.

              Pablo pensó que no existe situación peor que aquella en la que quieres correr, y sólo puedes moverte milímetro a milímetro, que quieres ir en línea recta, y tienes que ir de parapeto en parapeto haciendo curvas enormes. Se hace eterno.

Muy despacio, se fue acercando al lugar donde debían de estar los hombres de Don Pedro, pero allí no había nadie.

              Acostumbrado a la luz de la luna, podía casi ver con normalidad, aunque solo figuras y bultos, pero suficiente para poder tener una cierta seguridad. Cuando llegó al lugar de los hombres de Gomes, nadie estaba allí, no vio ningún signo de lucha, nada removido, nada fuera de lugar, la poca vegetación no parecía haber sido movida.

              Miró hacia el frente, y vio como a las luces de las naves, varios hombres discutían nerviosos, y comenzaban a dirigirse al lugar donde ellos se encontraban.

              Tenía que tomar una decisión y rápido, sabían que íban y por donde entrarían.

              Cogió su móvil e hizo la llamada.

– Señor, mi localización en el GPS, ¿la ve?

– Sí, -se oyó al otro lado de la línea.

– Mande todo lo que tenga, se va a liar gorda.

              Y colgó.

              Supuso que acababan de recibir la información para descubrirlos, posiblemente los hombres de Gomes habían aguantado hasta momentos antes, en otro caso estarían ya esperándolos en unas posiciones ventajosas y hubiera sido un suicidio atacar, los habrían cazado como patos.

              Se volvió e indicó con dos parpadeos que había problemas, pero que continuaban, cogió el FAL, apuntó al que más cerca tenía, unos doscientos metros, y disparó, pasó a la derecha del tipo, aquel fusil estaba mal afielado, corrigió y tiró de nuevo, el tipo cayó de lado como un plomo.

              Apuntó al siguiente, y antes de que pudiera disparar el tipo cayó como un fardo, el tercero disparó una ráfaga hacia la oscuridad, y se oyó un grito, había cazado a uno de los suyos, empezó a retirarse cubriéndose entre las piedras, cuando iba a pasar entre dos de ellas, Pablo apuntó al hueco y lo cazó en una pierna, y antes de poder pensarlo, alguien los reventó con una ráfaga, posiblemente de AK, por el ruido que metía.

              Aprovechó el desconcierto de ese momento, y salió corriendo hacia abajo en zigzag con toda la velocidad que podía, teniendo cuidado de no tropezar con las piedras que apenas si se veían, en ese momento sintió un mordisco en el hombro izquierdo, se dejó caer a plomo, y se arrastró hasta quedar oculto por un grupo de rocas, era lo único que podía ocultarlos, apenas si le faltaban cien metros para llegar a la primera nave.

              Se miró el hombro, la bala le había dado un poco más profundo que de refilón, dolía como el demonio, y lo que era peor, al ritmo que salía la sangre se desmayaría en diez o quince minutos.

              Sin levantarse, se quitó un zapato, y el calcetín; con ayuda de la boca, se hizo un torniquete sujetándoselo debajo de la axila, aquello hizo que parara la sangre, diez o quince minutos más, pensó. Pero el tiempo se acababa, no podía perder ni un segundo más.

              Miró por encima de las rocas, y una bala le pasó rozando, reculó unos metros y se ocultó de nuevo tras otro conjunto de rocas, sacó la cabeza y lo vio. Estaba en el tejado de una de las naves y dominaba todo, apuntó con el FAL, sabía que se desviaba a la derecha; cien, ciento veinte metros, disparó unos centímetros a la izquierda, nada, disparó un poco más a la izquierda, otra vez más a la izquierda, sólo un poco, y el tipo rodó por el tejado hasta llegar al suelo a peso muerto.

              23 Balas, tres cargadores más.

              Un pandemónium de sonidos de disparos iluminaba la noche, se veían las llamas de los disparos venir de la ladera y responderles desde las naves.

              Se agachó, y al trote, sin dejar de apuntar hacia la nave, se fue acercando, veinte metros le faltaban, en ese momento vio por el rabillo del ojo una sombra, sabía que no era de los suyos, se dejó caer y le soltó el cargador entero, cae a plomo. Cambia automáticamente el cargador, amartilla, se levanta, se pega a la pared y se acerca hasta una ventana lateral, rompe el cristal, y dispara al tipo que está en la ventana mirando al frente por donde vienen los suyos, no le da tiempo a volverse antes de que le meta cuatro tiros.

              26 balas, dos cargadores.

              A apenas veinte metros, ve a los hombres de Gomes, les han torturado y después los han ejecutado. Unos valientes, les han dado ésa posibilidad. Serán vengados.

              Ve al del ventanal siguiente, no se da cuenta de que está allí, apunta un poco a la izquierda, está a treinta metros, cinco tiros, uno menos.

              21 balas, dos cargadores.

              Sangre fría, es lo único que necesitas, además de desprecio por tu vida, en las películas está muy bien, pero el sonido de los disparos son cañonazos que te retumban en la cabeza, que te aturden por muy acostumbrado que estés, tanto los tuyos como los de los demás, incluso los gritos de los que van contigo, y de tu enemigo.

Si estás en un sitio cerrado, la pólvora, la cordita, te quema los ojos y te hace llorar como un niño, tus ojos se mueven como relámpagos intentando descubrir quién te va a querer matar y tú no ves, y el miedo, contrólalo o te matará más rápido que un rayo. Céntrate, un objetivo, protégete, y muévete después de disparar, al segundo disparo ya todos sabrán donde estás, si te estás quieto mueres, si no te proteges, mueres, si no matas, mueres.

              Termina de romper la ventana y antes de pasar por ella e introducirse en las naves, ve figuras que se aproximan desde la ladera, el apoyo.

              Ve el camión, que aún tiene el conteiner encima.

              Sube por la cabeza tractora hasta colocarse encima del conteiner, al lado hay otro, pero sin camión, hay un tipo sobre él, apunta y le mete tres balas, listo.

18 balas y dos cargadores.

              Más de veinte coches están detrás de los camiones y ocultándose con ellos, están los conductores, llevan armas cortas, menos mal, pero también matan.

              En la esquina hay otro tipo que dispara y se esconde, apunta cuando sale con el FAL puesto en ráfaga, le mete lo que me queda de cargador. No se les puede dejar un segundo, llevan fusiles QBZ 95 chinos, superiores a cualquiera de sus armas, gracias a Dios el FAL es un cañón.

              Sale disparado hacia atrás, salpicando de sangre la pared. Cambia el cargador.

              30 balas, un cargador.

              Allí detrás de los camiones ve los coches y a los que se ocultan tras de ellos. Mira hacia atrás, y ve como poco a poco su gente se va introduciendo en la nave e intensificando el fuego, eso hace que la presión sobre él disminuya. Juan va el primero con el CETME, acaba de abatir a un tipo que se le acercaba por la izquierda desde el conteiner descargado. No lo había visto.

              Distingue una figura humana a través de la ventanilla de un vehículo, ráfaga, cae.

              Unas 15 balas, un cargador.

              Vuelve a apuntar a otro que se oculta detrás de un Citroën, poca chapa, piensa, y le vacía el cargador, cae agarrándose la garganta. Uno menos.

              30 balas. Poca leche.

              Han concentrado el fuego en él, saben dónde está y quedan bastantes.

              Su gente, a la vez, concentra el fuego sobre los coches que están a su frente; por el rabillo del ojo ve como Juan coge uno de los fusiles de asalto chinos, lo amartilla y comienza a disparar como loco.

              Se arrastra hacia a atrás, comprueba que no hay nadie y desciende del camión por la cabeza tractora, el mismo sitio por el que subió.

              Se deja caer al suelo, ve unos pies detrás de un coche, dispara, cae de rodillas, vuelve a disparar, la cabeza cae detrás de la rueda, le dispara a la goma y al pecho del tipo. Otro menos.

              15 Balas, cree. “Esto se acaba”, piensa Pablo.

              Rueda debajo del camión, alguien levanta la cabeza, se la revienta de una ráfaga, tira el FAL, saca la pistola que lleva en la espalda, la amartilla. El problema de disparar desde debajo de un vehículo, es que si te pillan a esa altura te comes la bala, literalmente, no te hiere, te revienta el cerebro.

              Gira el cuerpo y se coloca detrás de las enormes ruedas dobles del camión, justo a tiempo, las gomas se comen las balas, pero él está expuesto, se levanta rápidamente mientras vació el cargador a cualquier cosa que se mueva, siente un bocado en la pierna, se deja caer rodando y se coloca detrás de la rueda de un Volkswagen.

              “Bonito agujero, como duele el cabrón”, piensa Pablo, coge su cinturón y se hace un improvisado torniquete que parece funcionar pero que le duele como el mismo demonio. Servirá unos minutos, no más. Se agacha, dispara a unos pies, ve una cara. Durante un momento se queda pasmado, Antoñín Calero, y le mete dos en la boca, un hijo de p.…, menos, cree que lo ha reconocido segundos antes de morir. Que se joda. La cabeza le revienta como un melón.

              Recarga y amartilla.

              Último cargador.

Rosa no se sintió bien, no le gustó hacer lo que hizo, chantajear a la pobre chica, pero tuve que hacerlo; se escaparon después de la siesta, cogieron el camino a Portugal en un roñoso Ford Fiesta con más años que ella.

              Ana cabreada, pero le sudaba, Pablo la necesitaba, lo sabía, y antes perder su propia vida que la de él.

              El viaje fue un velatorio, todos callados, ella con el móvil y el GPS diciendo para acá, para allá, Ange blanca, y Ana con una mala leche que cortaba el aire, pero le daba igual.

              Se perdieron dos veces, en la última le comentó con mala leche a Ana.

– Chocho, como nos pierdas una vez más te jodo viva, -y saco un cuchillo que había cogido de la cocina de Rojas.

              La otra puso cara de burla.

– Por mi Pablo te saco las tripas, hija de puta.

              No las volvió a perder, de noche llegaron a un camino de tierra, y ella le ordenó.

– Por ahí.

              Al empezar a bajar una cuesta empezaron a oír tiros como en la guerra, no uno ni dos, sino un ciento.

              Ana paró el coche.

-Hasta aquí hemos llegado.

Les prohibió continuar, y quitó la llave del contacto.

              Ni se paró un segundo, abrió la puerta y salió corriendo como alma que lleva el viento, Ana la siguió unos metros, pero quizás pensando en Ange, la dejó ir.

              Vio unas naves muy grandes, y vio a Juan que se escondía y pegaba tiros de vez en cuando y quien fuera le disparaba a él, se veían las esquirlas de metal saltar por todas partes.

              Entró en la nave, y oyó ruidos de disparos por todos lados, se agachó y pasó por debajo de un camión, vio una fuente de agua pegada a la pared y se escondió protegiéndose con ella.

              Se asustó, puso las manos en los oídos para acallar el ruido, y de pronto, lo vio.

              Se dejó caer de espaldas a ella, y la llamó de todo.

              Ella vio que estaba chorreando sangre, que estaba mal herido, no le dio tiempo a más. Sintió como su cuerpo se sacudía, una figura apareció dispuesta a rematarlo, era el hijo de puta de Antonio Calero padre.

De pronto la sorpresa más grande del mundo, Rosita, ¿qué hace la loca esta?, se pregunta Pablo, está tras de una fuente de agua fría, encogida y asustada, se levanta y renqueando llega a ella, la empuja con su espalda apretándola contra la pared, casi como para asfixiarla.

– ¿Qué haces aquí?, -pregunta entrecortadamente.

               Al verlo lleno de sangre, grita con todas sus fuerzas.

– Ay, que te han matado.

– Cállate Rosita, hazme caso de una vez, cállate.

              De pronto le muerden el costado. Mira y Antonio Calero se acerca con una pistola en la mano, intenta levantar la suya, pero se derrama de mis manos, se le nubla la vista.

              Oigo.

– Hijo de puta.

              Veo entre sombras como levanta la pistola, yo solo digo Rosita, Rosita, y todo se vuelve negro.

              Rosa sintió el tacto frio y pesado del arma de Pablo, y la agarró con fuerza, la levantó, y casi sin saber lo que hacía, disparó. El hijo de puta se echó una mano al pecho, pero intentó levantar la mano que tenía el arma, disparó y disparó, una y otra vez, hasta que escuchó un ruido diferente, menos fuerte, adivinó que no quedaban balas.

              Un segundo después sintió un tirón de pelos, se agarró a Pablo y sintió un puñetazo en la cara, casi perdió el conocimiento, la arrastraban del pelo, después, alguien la ponía sobre sus hombros, alejándola de Pablo.

              Rosa está en un limbo de dolor, solo piensa, “Me lo han matado, me he quedado sola en la vida” nadie podía cortar sus sollozos, ni tan siquiera el dolor del ojo que se le hinchaba por momentos o el dolor del pelo de los tirones que le había pegado Ana.

              Rosa pensó que nunca querría a nadie más, que se había secado, como si le hubieran quitado lo que tenía dentro. “La noche eterna me ha llegao, Madre, tú que estás en el cielo, llévame contigo y con mi Pablo, que no quiero estar sola de nuevo, tú te fuiste, ahora, él, ¿qué hago aquí sola?, que antes no conocía esta soledad, que me lo han matao, que ya no tendré hijos de ojos verdes, que me he secao”

              Ange le acariciaba el pelo, pero nada ni nadie podían mitigar su pena. Iban para Córdoba, órdenes del Ayo, pero si la mandaban al infierno le daba igual, ya estaba en él, su vida se había acabado.

Capítulo XVIII

La Carnicería

Montes camina entre lo que parece el paisaje después de una guerra.

“Joder que carnicería”, piensa, cuerpos por todos lados, a los que se resistieron los acribillaron las fuerzas especiales portuguesas.

              Durante unos instantes, acompañado de dos guardiñas, comenzó a caminar por aquellas naves llenas de cadáveres, dándole la vuelta a los que no les veía la cara, con la esperanza de que ninguno de ellos fuera Maldonado.

              Estaba desesperanzado, cuando en una esquina, apoyado en la pared al lado de una máquina de agua fría, estaba el Inspector Maldonado, tenía tres tiros que el viera, le tocó el cuello, estaba vivo, -lo zamarreó.

– Inspector, Inspector.

              El solo balbuceó.

– Rosita, -y volvió a cerrar los ojos. Inmediatamente gritó.

– ¡Sanitarios!, -gritó mientras le tapaba con la mano el enorme agujero que tenía en el costado izquierdo.

              Se acercaron unos sanitarios, lo empezaron a tratar, él se retiró con la sensación de que no lo vería más.

              Lleno de sangre, se fue afuera donde esperaba toda la Plana Mayor, el Comisario Jefe, la Fiscal, el Inspector portugués, el Comisario Jefe del Alenteio, y un Delegado de Gobernación Portugués.

– Montes, ¿Lo ha encontrado?, -gritó Delgado.

– Sí, señor.

– ¿Cómo está?

– Muy mal, tres balazos que yo haya visto, blanco como la cera.

              En ese momento salía la camilla con el Inspector.

– ¿Cómo está?, -preguntó el Comisario portugués.

              El Comisario Jefe se dirigió a ellos en perfecto portugués.

– Muito grave. (Muy grave)

– ¿Ele será salvo? (¿Se salvará?)

– Com a ajuda de Deus. (Con la ayuda de Dios).

El Comisario Jefe Delgado se aproximó al Comisario del Alenteio, el de mayor graduación, y le pidió

– Dar permissão, Comissário Chefe, para mover o meu homem a um hospital na Espanha, em meu helicóptero (da su autorización, señor comisario jefe, para trasladar a mi hombre a un hospital en España en mi helicóptero)

              El comisario Jefe Portugués miró al hombre de la camilla, blanco como la cera.

– Claro.

              Se volvió a él.

-Montes, acompañe a Maldonado hasta el Helicóptero y dígales que, para Reina Sofía, con permiso de las autoridades portuguesas.

– Gracias, señor, -salió a toda velocidad hacia el cercano Helicóptero, en un instante transmitió las órdenes al piloto, este asintió.

              Ya se oía al copiloto.

– Reina Sofía, Reina Sofía helicóptero 326- 17, preparen ayuda para hombre con herida de bala múltiple, tiempo estimado de llegada cuarenta y cinco minutos.

Un sanitario portugués se montó en el helicóptero, cuidando del herido, y sonriendo le comentó.

– Siempre he deseado conocer Córdoba.

              Y se elevó como una saeta. Las brillantes luces se perdieron en instantes, y regresó al matadero.

              Las fuerzas portuguesas habían asegurado todo el perímetro, y habían colocado unos enormes focos encarando a los dos conteiner.

              Se acercaron los Comisarios y la Fiscal.

              Uno de los guardias cortó el precinto con una cizalla, e inmediatamente se echó hacia atrás vomitándose en la máscara.

              El espectáculo era terrible, más de cuarenta niños, se podían contar, algunos desmayados, otros muertos, quien sabe si por las balas o Dios sabe qué.

              El hedor era terrible.

              Ana la fiscal, vomitó también, y más de uno. En un segundo todo se llenó de un olor nauseabundo, de gritos, de llantos, un espectáculo dantesco.

              Otro policía, abrió el segundo, esta vez con precaución, el espectáculo era similar, pero con mujeres jóvenes, éstas apenas si articulaban palabra, se apoyaban unas a otras para no caer al suelo.

              Sólo se oían las Radios:

– Precisamos de saúde (necesitamos sanitarios).

– Trazer cobertores e água (traigan mantas y agua)

              Y aquello volvió a ser un zafarrancho. Mantas térmicas, niños llorando, mujeres tendidas sobre improvisadas camillas. Algunos muertos quedaron en su sitio, primero había que salvar a los que podían vivir.

              Nunca se pudo quitar ese olor de la cabeza, y creyó que tampoco nadie de los que allí estuvieron.

Tomás miró el conocido andén, habían llegado a Córdoba, y todavía no le entraba en la cabeza la carnicería, dos de los Gomes críticos, tres de los suyos en la U.C.I. casi muertos, uno de los hermanos de Juan, y pensó que incluso así ha venido, sin ver a su familia. Cuando se lo preguntó, se lo intentó explicar.

– Una promesa.

              Y qué cara le vería, que solo le indico que subiera al coche.

              Nadie, salvo dos, uno de ellos él, había salido indemne, hasta el pobre de Juan tenía un balazo en el brazo.

              Y Pablo…

              Verdad era «El que siega los campos», abrió el camino hasta la nave, herido, y se llevó por delante a todo el que se le puso. Qué pena, esos disparos mataron a dos personas, a él y a su nieta Rosita.

              Solo el señor lo sabía.

              Ester los abrazó como si hubieran vuelto de la guerra, y así había sido.

– Dile a Ange que traiga a Rosita.

              Ange bajo con Rosita, pero no era Rosita, encorvada, blanca con ojeras de no haber parado de llorar, en una bata que aún la hacía más pequeña.

– Este es Juan de los Rojas de Mérida. Quiere decirte algo.

– Prima, soy tu primo Juan, que Pablo era mi primo, y que me hizo jurar que cuidaría de ti si le pasaba algo, y por mis muertos que cualquier cosa que quieras la tienes, que sepa todo el mundo que el que toque un pelo de la Rosita, está muerto, por mis muertos.

              Rosita empezó a llorar de nuevo.

– Yo lo vi, era » El que Siega los Campos» si no hubiera sido por él, ninguno hubiera salido vivo de allí, que muchos niños, muchas mujeres ríen y no lloran porque Pablo mató a los que querían matarnos. Mucho hombre murió ayer.

              La cogió de la mano.

– Prima, te quería a morir.

– Déjala Juan, -le pidió Tomás, -Juan se apartó con la cara demudada de dolor.

              Rosita temblaba de la llorera, sentada en un sillón hecha un ovillo. Un silencio denso se apoderó de la tarde.

              El timbre conocido del móvil de Tomás.

– ¿Sí?

– Señor Tomás.

– Dime, Dieguito.

– Me pidió usted que, si traían a alguien de Portugal a Reina Sofía, que le avisara.

              Tomás dio un salto.

-Dime, -preguntó expectante.

– Ayer por la noche trajeron a uno hecho un colador, pero era uno de la pestañi.

– ¿Cómo está?

-El poli, grave, pero estable, se ha comido toda la sangre del hospital.

              Tomás dejó el móvil, se acercó a su nieta, la cogió de la mano, y le susurró.

– Mi cielo, Pablo está vivo.

              Rosita levantó la cara asombrada, sin creérselo.

              Asintió con la cabeza.

– ¿Dónde está?, Ayo.

– En Reina Sofía.

              Rosa se levantó de un golpe.

-Voy a vestirme, nos vamos.

              Juan, lo llamó.

-Tengo que confesarte algo.

– Dígame, Señor Tomás.

– Pablo no es gitano, es un Inspector de la Policía.

– ¿Pero está apalabrao con la Rosita?

– Sí.

              Calló un momento, y solo exclamó.

– ¡Que huevos tiene mi primo!, y ahora una cerveza, por favor.

Rosa sonríe, llora, vuelve a sonreír, está loca, le da igual.

Bendito sea Dios, que su Pablo está vivo. Ya decía ella que era mucho hombre para que se lo mataran, que su tripa le cuenta que no quedará estéril de sus niños de ojos verdes.

              Qué cojones tiene, a ese no lo mata nada ni nadie, se morirá cuando ella lo diga y ella no lo va a decir nunca.

              Su Pablo. Su gitano payo. Su vida.

– Ange…, -la cogió de la cara-, qué nos vamos.

– ¿A dónde?

– A ver a Pablo.

-No te van a dejar verlo.

– Me da igual, quiero estar cerca de él.

– Pero, hija mía ¿con el ojo morado?

– Tú me echas salud de bote.

– Por lo menos te ducharás, que hueles a mocita vieja.

              Pegó un salto y se fue al cuarto de baño mientras tiraba el sujetador a la cama.

              Cuando llegó abajo no había nadie, empezó a gritar a todo pulmón.

– Venga, que nos vamos, -una y otra vez hasta que empezaron a bajar.

              Por supuesto todos echando pestes, diciéndole que no tenía que ir, que tal, que pascual, le daba igual, como si decían misa.

– O me lleváis o me voy sola, -hizo, una y otra vez, ademan de irse.

– Vale, vale, se oía.

              Se fue sola a la calle y buscó el Citroën del Tío, pero no estaba.

Vio a su tío Ricardo que señalaba un BMW negro.

– Que poderío, -le comentó Rosa extrañada.

– Anda sube enzorrible[1].

              En apenas diez minutos llegaron al Hospital de Reina Sofía, corrió hacia la recepción. Subiendo la cuesta a zancadas.

– Pablo Maldonado, -preguntó entrecortadamente.


[1]Enzorrible. Agonioso comiendo. Ambicioso.

             Buscó en el ordenador.

– No hay nadie ingresado con ese nombre.

– Mire bien, Inspector Pablo Maldonado.

              Volvió a mirar.

– Le repito que aquí no hay nadie ingresado con ese nombre.

– Ayo, se volvió, ¿mira lo que dice la paya?

              El Ayo sacó su teléfono e hizo una llamada, a los cinco minutos apareció Dieguito Fuentes.

– Señor Tomás y familia, cuanto bueno.

– Dieguito, hijo mío, ¿dónde han ingresado al policía que han traído?

– La que se ha liado, han desalojado media planta, policías en la puerta, esa planta parece Guantánamo.

– ¿Dónde?, Dieguito, -preguntó de nuevo el Ayo.

– Disculpe, señor Tomás, que uno se va a donde no tiene que ir, en la 517. Se han pasado ocho horas en el quirófano. Pero con lo mejorcito de Reina Sofía, qué trasiego de médicos.

– ¿Y cómo está?

– Imagínese, pero el pronóstico es bueno, por lo que se oye por aquí, pero yo no soy médico.

– ¿Puedes subirnos a esa planta?, -preguntó el Ayo.

              Asintió con la cabeza.

              Abrió el ascensor de personal del Hospital y nos indicó que subiéramos. Llegamos a la quinta planta, cuando salimos nos señaló con la cabeza.

– Allí está, justo entremedio de los policías.

– Esperen un momento que me voy a enterar.

              Dieguito se puso a charlar con los policías un buen rato.

              Después volvió.

-Está estable, ha perdido mucha sangre, pero el tío es de hierro, ahora, olvidaros de verlo, ordenes de arriba, allí no entra ni Dios a llevárselo.

-Yo me quedo aquí, -les aseguró Rosa a todos.

-Pero, chiquilla, ¿cómo te vas a quedar aquí sola?

La frase más oída.

– Yo me quedo con ella, -se unió Ange.

– ¿Las dos solas?, ni hablar, -ordenó el Ayo

– Ayo, -le preguntó Rosa.

– ¿Has perdonado a la Anita?, que fue mi culpa, pídele que nos acompañe.

– Y ¿dónde os vais a quedar?

– En esa sala de descanso, no nos van a decir nada, ¿no Dieguito?

– Yo hablo con los de seguridad y tú puedes quedarte a vivir aquí.

Contestó Dieguito con la gracia que siempre ha tenido.

– Ya ves Ayo, -Rosa intentaba que lo tuviera en cuenta.

– Vale, pero no nos vamos hasta que venga Anita.

              Se sentaron y se quedó dormida.

              Era de noche cuando se despertó, allí estaban Ange y Anita.

              Miró a Anita y le habló con mala leche.

– Mira que ojo me has puesto, hija la gran puta, -y se lo señaló.

              La miró sin saber que decir.

– Gracias, Hija puta, -le soltó Rosa con una sonrisa.

              Sonrió un segunda más…

              Se volvió a quedar dormida.

Capítulo XIX

Después del Combate

RUEDA DE PRENSA A LOS MEDIOS

Portavoz de la Policía.

– Ayer tarde miembros de la Policía Portuguesa, en colaboración con las Fuerzas de Seguridad Españolas han desmantelado en las proximidades de la ciudad Portuguesa de Beja, cercana a la frontera española, una organización Internacional dedicada al Tráfico de Armas, drogas, trata de blancas y tráfico de niños para uso de órganos en trasplantes.

– Durante la intervención han resultado muertos veintitrés integrantes de la Banda, y 16 más heridos. Ningún integrante de las fuerzas de Seguridad Portuguesa ha resultado herido. No obstante, un Inspector de la Policía Española, gracias al cual se ha llevado a cabo esta operación, ha recibido múltiples heridas de bala, siendo su estado en estos momentos, crítico, temiéndose por su vida.

–  En dos conteiner, en la operación principal, se han liberado a treinta y ocho niños de origen asiático, cuatro de ellos, a pesar de los esfuerzos de los elementos sanitarios han fallecido.

– También se han liberado veinticuatro mujeres, por desgracia, cinco más han fallecido.

– En dobles fondos de los conteiner, se han encontrado mil trescientos kilos de heroína pura, así como 500 pistolas Norinco NP-44 Alta capacidad calibre 45 ACP y 200 fusiles de asalto QBZ 95 A, ambas armas de fabricación china.

– Así mismo, se han decomisado una gran cantidad de fusiles de asalto y pistolas de diversa procedencia usadas por los integrantes de la banda.

– Otros almacenes en el Puerto de Sines, han sido asaltados por la Guardia Nacional Republicana Portuguesa, habiendo sido encontrado otro conteiner, con armas y drogas, aún sin cuantificar.

– La investigación sigue en curso, doce países han sido alertados para la interceptación en sus aguas y puertos, de conteiner cuya numeración coincide con la obtenida, y que hace presuponer que tendrán una carga similar a la interceptada.

– Esta Organización operaba en toda Europa, por lo que están siendo alertadas las distintas policías de estos países, para que procedan a la detención de los individuos cuya identificación ha sido obtenida en la presente incautación.

– Esta operación, es posiblemente la mayor conseguida en el espacio europeo, y supondrá un duro golpe a muchas redes dedicadas a este tipo de actos ilícitos.

– Les iremos dando detallada información conforme se vaya actualizando.

– No hay preguntas.

– Dígame.

– ¿Don Pablo Maldonado Márquez?

– Sí, dígame.

– Le paso con el Comisario Jefe Delgado.

– ¿Don Pablo Maldonado?, -se oyó una voz masculina.

              Se le encogió el corazón.

-Lamento ser portador de malas noticias, pero su hijo, el Inspector Maldonado, ha sido herido en acto de servicio.

– Pero, hombre de Dios, ¿dígame como se encuentra?

– Estable pero grave.

– ¿Y el pronóstico?

– Favorable.

– ¿Dónde se encuentra?

– En el Hospital Reina Sofía de Córdoba.

– Muchas gracias, -colgó el teléfono. Llamó a su esposa, a Irene.

– Irene, Cariño, prepara las maletas.

– ¿Qué ha pasado?

– Pablito que le han dado un tiro en la pierna, recuerda, como en Galicia, pero he hablado con los doctores y todo progresa adecuadamente, reserva un billete de avión.

– Pero…

– Venga cariño, ¿no quieres ver tú hijo?, pues hasta luego, -le dolía el estómago, hasta que no llegara a Córdoba y viera a su hijo no se creería nada.

              Pensó que su imbécil hijo podía haber sido médico como él, y no un maldito policía, que los va a matar de un disgusto.

              Ir a casa, recoger las cosas. Aeropuerto de Parayas, lágrimas de Irene, llamar a su hermana.

– Sí, el gilipollas de tu hermano, que está bien.

– Esta vez en la pierna.

– Que sí, que a ver si le dan la baja.

– Que nos va a matar a todos.

– ¿Que tú bajas en coche?

-Allí nos vemos.

             Cuatro horas en avión, embarque, desembarque, AVE Sevilla Córdoba, y le va a dar un infarto.

              Taxi y al hospital Reina Sofía. Y esperar por si Irene deja de llorar.

              Llegan a Reina Sofía

              La recepcionista les dice que no está, llama al teléfono que les han dado de asistencia, le piden que le pase el teléfono a la recepcionista, así lo hace.

              Habla durante unos instantes por su móvil, se lo devuelve.

– Habitación 517.

              Cogen el ascensor, hay dos policías en la entrada, Irene se descompone aún más, la coge de la mano. Pregunta a los policías, los estaban esperando, entra y ve a su Pablito, tirado tan grande como es, blanco como la cera, pero no se asusta, no está en la U.C.I. Gracias a Dios.

              Irene lo coge de la mano y llora desconsoladamente, a él le gustaría hacerlo, pero no puede. Mejor no debe.

              Baja a recoger a la niña.

              Cuando ve a su hermano se descompone, y empieza a llorar, Irene se contagia y también lo hace.

              Sale a la sala de descanso. Solo hay tres mujeres, dos niñas muy guapas y una tercera un poco mayor, pero que da miedo.

              Pone su cabeza entre las manos y respira.

              Aparece un médico. Sale al pasillo.

– ¿Don Pablo Maldonado?, -pregunta.

– Sí, Doctor Maldonado.

– Su hijo es…

– Sí, el inspector Pablo Maldonado.

– Al ser colega le voy a hablar claramente. Su hijo bajó en helicóptero de Portugal anoche, y llegó, si quiere que le diga, por pura suerte, y gracias a un sanitario portugués que le inyectó todo lo que tenía. Venía con tres heridas de bala que le habían causado una hemorragia masiva, procedimos a inyectar sangre en vena, pero hubo dos paradas cardiacas de las que se repuso bien, su hijo gracias a Dios tiene una buena constitución.

-Una vez estabilizado, pasó a quirófano, donde se procedió primeramente a cerrar la herida en el abdomen, que no había interesado ningún órgano, pero que junto con la pierna le causaban la mayor pérdida de sangre. Ocho horas después subía a planta, ya reanimado, al no estimar necesario su ingreso en la U.C. I., pronóstico salvo complicación, favorable.

– Aquí tiene el informe de su hijo.

              Preciso y conciso, impecable.

– Muchas Gracias, ¿Doctor…?

– López Entrenas.

– Encantado y muchas gracias.

– A su disposición.

              Pablo padre entra en la habitación de Pablo, y llama a las dos.

– Venid por favor, os cuento.

              Se sientan en la sala.

– Mirad, Pablo está estable, no ha sido un tiro en la pierna, bueno si, y otro en el hombro y otro en el costado.

              Irene madre e hija lloran desconsoladas.

              Una de las chicas también llora, en lo que se fija uno en esos momentos…

– Ha tenido dos paradas cardiacas, pero sin ningún tipo de repercusión, ahora mismo está estable, y si no sucede nada raro, solo tenemos que esperar a que se despierte, no ha interesado a ningún órgano, que es lo importante, tampoco manifiesta secuelas, por lo que la recuperación puede ser total.

– Será gilipollas, cuando se despierte lo mato, Policía, podía haber sido cualquier cosa, pero policía, será gilipollas, -Rosa la miro, supo que esa era su hermana, y pensaba como ella.

– Vale Irene, tu hermano se va poner bien.

              Irenita y él se fueron a la cafetería, Irene no quería moverse de allí.

Allí estaba ella, hasta que Pablo saliera, se podía juntar Roma con Santiago, de allí no la movía nadie.

              “Esos son los padres de Pablo, el señor mayor es como Pablo en pequeño y viejo y la mujer tiene los ojos de Pablo”, pensó Rosita.

              Se marcharon Ana y Ange a la cafetería, le traerían un bocadillo, les había dicho que no tuvieran prisa. Que el novio era suyo, no de ellas.

              Anita no quería, pero le comentó Rosa.

– Chocho, ¿los dos policías son de adorno?

              Y se marcharon.

              Se juntaron los padres con una chica un poco mayor, pensó Rosa, que tendría que ser la Inspectora de Hacienda, ¡qué cara de mala leche tenía!, era como la madre de Pablo, pero como si no hubiera ido al cuarto de baño en un mes.

              Empezaron a hablar de Pablo, al principio se asustó, pero después el padre de Pablo dijo que estaría bien y se tranquilizó.

              Su madre se ha quedado sola. Rosa comenzó, “Operación suegra”

– Y Usted, ¿a quién tiene aquí?, -le preguntó.

– A mi hijo, niña.

– ¿Y está bien?

– Regular, pero es muy fuerte, saldrá de esta.

– Seguro.

– ¿Y tú bonita?

– A mi novio, -le contestó Rosa con desparpajo.

– ¿Qué le pasa?

– Que le han pegado algo y está también malito.

No le explicó, que lo que le habían pegado eran tres tiros.

– Que bonita eres, -la miró cogiéndola la cara-, vaya ojos tan bonitos, ¿cómo te llamas?

– Rosita Valdivia, para servirla a usted.

– Pero si eres todavía una niña.

– Tengo ya diecisiete años, y si se pone bien mi novio, nos casamos en octubre, que ni frio ni calor.

– Será afortunado tu novio, se te cae la cara de guapa, y eres una niña muy bien educada.

– Muchas gracias.

Rosa puso su cara de engatusar.

– ¿Quiere usted algo de la cafetería?, allí están mis primas y no les costará trabajo traerle lo que usted quiera.

– No te preocupes. Gracias.

              Se preparó para pasar la noche, se había traído una bolsa con un chándal, para estar cómoda, fue al cuarto de baño y cuando volvió, se encontró a toda la familia.

              Irene la señaló, y me llamó.

– ¿Puedes venir?, Rosita.

              Se acercó en modo modosita.

– ¿Usted me dice?

– Mira Pablo, que cosa más bonita de niña, tiene al novio malito también aquí.

– Hola, soy Pablo Maldonado, -su suegro, pensó.

              Dobló las rodillas.

– Rosita Valdivia, para servirle a usted.

– Que ricura de niña, -le contestó el padre de Pablo.

– Irene.

La terrible, pensó Rosita.

– Rosita, encantada.

– Pues a ver si le buscas una novia al burro de mí hermano cuando salga.

– Lo que usted me diga.

– ¿Verdad que es preciosa?, -preguntó Doña Irene mirando a su marido.

– Sí que lo es, una muñequita de ojos azules.

– Gracias otra vez, -suegra al saco, sonrió Rosita.

              Todos le sacaban la cabeza, tontería ganárselos a la fuerza.

              Subieron Anita y Ange, les ordenó.

– En modo simpático, que os arranco las tetas, -en voz bajita, por supuesto.

              Y durmieron, o algo similar. Se dio cuenta de cómo roncaba su futuro suegro, por Dios.

              Cuando se despertaron, Rosa ya había mandado a Anita a por café para todos.

              Se los ofreció al despertarse.

– Eres un Ángel, -le respondió su suegra.

              Los demás se lo agradecieron con una sonrisa.

              De pronto, revuelo, casi se le cae el café en las tetas del susto, médicos y más médicos, creyó que se le moría, al instante salió un médico y llamó a los Maldonado.

– El paciente se ha despertado.

              Todos saltaron como impulsados por un muelle.

              Entraron en la habitación, ella se acercó haciéndose la tonta, ya tendría tiempo. Constancia y paciencia.

              Pero oyó, muy débilmente.

– Rosita, Rosita…

              Algo se rompió en su interior, pegó un salto, toreó a los dos policías, se coló por debajo de Don Pablo, y se enganchó al pecho de Pablo como, y era cierto, si le fuera la vida en ello.

              Se agarró a él con todas sus fuerzas, los policías intentaban quitarla de encima de Pablo, pero más se sujetaba ella, tendrían que matarla. Su corazón estaba desbordado, su Pablo estaba vivo. Bendito sea Dios.

Abrió los ojos durante un momento, y le pareció ver la cara de Montes, solo susurró, no tenía fuerzas para más.

– ¿Y Rosita?…

              Todo volvió a ser negro.

              Se volvió a despertar y vio a su Joya agarrada a su pecho, que casi le hacía daño con sus manitas, un policía intentaba separarla de él.

              Se incorporó haciendo un esfuerzo increíble, y le ordenó.

– Suéltala…, -el policía la soltó y Rosita se dejó caer sobre él llenándolo de besos; sonrió, era feliz. Nadie los separaría, ni que siquiera lo intentara.

              El que “Siega los Campos» tenía a su «Luz».

FIN

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