
Rosa le ofreció las manos, mientras su prima también lo hacía, les quitó la cinta americana, y al quitarle la de la boca, chilló como un perro, le había levantado toda la cara.
– Aquí están las nietas de Tomás, la Ange y la Joya. Y sonrió.
– ¿Qué queréis?, -le preguntó Rosa, mientras se frotaba las muñecas para que circulara la sangre.
– Era verdad eso de que erais guapas, sobre todo tú, rubia, -la miró con ojos sucios el cateto.
– Tu puta madre, ¿qué queréis?, -le volvió a preguntar con rabia.
– Una de vosotras se casará conmigo, la otra acabará de puta en cualquier burdel. ¿Alguna voluntaria?, -les ofreció el cateto, que se reía con un cloqueo que helaba la sangre.
-Tus putos muertos, maricón, cuando venga mi Pablo te va a arrancar los huevos.
– Se los voy a arrancar yo, ya que no pude arrancárselos a tu puñetero padre.
– Maricón, con mujeres si te atreves, que eres un maricón sin huevos.
Gritaba Rosa desesperada.
-Vaya boquita que tienes, Joyita.
– Yo me cago en “toa” tu puñetera madre, y en tos tus putos muertos, -Rosa no sabía ya que decirle.
Se río, se movió hacia atrás, y cerró la puerta.
Su prima y ella se abrazaron llorando, a pesar de que olía, imagina…
Activó el localizador que había instalado en el teléfono de Ange, y este le indicó que estaban a apenas 50 kilómetros de su ubicación, en dirección a Mérida por la carretera, cerca de Zafra.
Llamó a Ricardo.
– Tío Ricardo, ¿puedes venir?
– Ahora no, -le contestó de malas maneras.
– Ven por favor, -Pablo insistió.
Se levantó y se le acercó.
– ¿Qué quieres?, ahora no es el momento,
– Sí lo es, -le aseguró. Le mostró el móvil, donde la señal roja parpadeaba en la pantalla.
– ¿Qué es eso?, -preguntó.
– Le instalé en el móvil a Ange un tracker, un rastreador que activa el GPS de su móvil y me manda la localización de Ange, era por si se volvía a escapar. Espera un momento.
Tocó un botón y se apagó la pantalla.
– No se puede ver nada.
Pablo activó el sonido, y se oyó como un ruido de traqueteo metálico y velocidad.
-Van en coche y grande.
Ricardo lo cogió de sus manos, lo miró diciéndole.
– Hijo de puta, -salió hacia la otra habitación.
– Pápa, mira lo que tiene el Pablo, -y le hizo mostrarles lo que él le había enseñado.
– Sí que está preparado el chaval, -comentó con admiración Rojas.
– Es que es del norte, allí están más modernos que nosotros, -le explicó Ricardo.
– ¿Dónde están?, -preguntó Tomás.
– Acaban de entrar en la autovía que pasa por Mérida, -contestó mirando cómo se movía el punto parpadeante.
– Paco, pídele a tu gente que pongan un coche en cada una de las salidas de Mérida, y que estén listos para arrancar y seguir el camino que nosotros le indiquemos, aunque no vean ningún coche, -pidió Tomás cogiendo a Rojas del brazo.
El viejo ya lo había entendido, si pasaban por Mérida y seguían conduciendo quería que por lo menos uno de los coches estuviera cerca para poder seguirlos.
– Pápa, ¿qué vamos a hacer?, -le pregunto Ricardo con voz entrecortada.
– Sabes que puedes contar conmigo, -aseguró Rojas-, y con mi gente.
– Lo sé, -le respondió Tomás-, ahora tenemos que saber a dónde van y quien ha sido. Yo me lo imagino, han sido los Rastrojo, sabían que no iban a conseguir nada de esta reunión, y lo quieren tomar a la fuerza, tenemos poco tiempo, -miro a Pablo-, Pablo, no sé cómo agradecértelo, -Tomás lo miró casi con lágrimas en los ojos.
Ricardo lo abrazó y llorando lo besó.
-Gracias.
Fue la única palabra que logró articular.
Se sentó con ellos y siguió la luz roja que se acercaba a marchas forzadas a Mérida.
– Vienen para acá, sin duda alguna, -les aseguró-, por la autovía.
– Paco, pon a uno de tus hombres en un coche a la entrada de Mérida por la autovía, -le pidió Tomás a Rojas.
Rojas cogió el móvil e hizo la llamada. El clan de Rojas eran más quinientas personas.
Dejó el teléfono abierto.