67. Pablo y Rosa. La Profecía

              Salieron por la entrada interior del garaje, pasaron un arco que daba paso a un gran salón.

              Allí los esperaban más de diez personas, gran parte de los cueles eran mayores, casi de la edad de Tomás; se levantaron todos y dieron la mano a Tomás y Ricardo, con reverencia.

– Este es Pablo, lo conocen por el Callao, ya sabréis porqué, está apalabrado con mi nieta Rosita, y cuida a un viejo como yo, junto con mi hijo, -explicó Tomás.

              Soltó las bolsas, y dio la mano uno a uno, solo agachó la cabeza cada vez que la daba.

– Enhorabuena Tomás, buen mozo para la Joya. Que te colmen de felicidad y de hijos varones tu casa, -le deseó un anciano de pelo de blanco transparente, que era el que parecía tener más mando allí.

– ¿Estáis cansados?, -preguntó el anciano.

– No, aseguró Tomás, comencemos, -se sentó, Ricardo lo hizo a su lado y él se quedó de pie.

              En ese momento miró a los que estaban sin sentar cómo él, eran jóvenes y fuertes, posiblemente los que cuidaban de cada uno de los ancianos.

              Entraron dos mujeres vestidas de negro, ya mayores, colocando dos bandejas con cafeteras y pastelillos, todo el mundo calló.

              Una vez que se marcharon, el que había hablado con Tomás se presentó.

– Soy Juan Reche, de los Reche, patriarca de mi familia y persona designada por todos, para que intente arreglar la mala sangre que existe entre los Rastrojos y los Valdivia desde hace ya veinte años, y que no termina de acabar. Que esta vez sea la definitiva, -miró a uno de los de su derecha.

– Yo soy Fernando Soto, de los Soto, patriarca de mi familia, estoy aquí para asegurar que los Rastrojo vienen de buena fe, y para acatar lo que aquí se diga. Doy mi palabra.

              El que estaba al lado de Tomás habló.

– Soy Francisco Rojas de los Rojas, patriarca de mi familia, y vengo para asegurar que los Valdivia vienen de buena fe, y para acatar lo que aquí se decida.  Doy mi palabra.

              El último a la derecha de Juan Reche, se levantó, era un hombre pequeño, con el pelo echado hacia un lado para disimular la calvicie, lleno de oro en las manos y el cuello, la cara como la de una liebre y muy moreno.

– Yo soy Manuel Rastrojo, de los Rastrojo de Mérida, y vengo a exponer la misma queja que hacemos desde hace ya tanto tiempo, y que llevamos sin que hallemos compensación adecuada.

              Vaya elemento, pensó Pablo, rondaría los sesenta, las manos grandes, expresión de lobo, boca nariz y orejas grandes, delgado, pero fuerte, alguien con el que no quieres tener problemas.

– ¿Cuál es tu queja, Rastrojo?, -preguntó Reche.

– El yerno de Tomás Valdivia se llevó la vida de dos de mis hijos, mi primogénito Manuel y mi Luis, que Dios los tenga en su gloria, hombres cabales, a los que de mala manera el de la sangre de ese, el Aurel, -y le señaló a él-, les arrancó la vida cuando apenas tenían veinticinco años. Exigí y exijo ahora que la hija del asesino de mis dos nenes, se case con mi hijo superviviente Juan Rastrojo, para que todo vuelva a su ser natural.

              Hubo un silencio que sólo se interrumpió por el movimiento de las tazas de café.

              El que estaba detrás del Rastrojo lo marcaba con una mirada asesina, ahora sabía por qué.

              También era un buen elemento, parecía fuerte y decidido, supo que tendría problemas con él, mejor tenerlo donde se le pudiera ver.

              Tomás sin levantarse, dejó la taza de café, después si se levantó.

– Soy Tomás Valdivia de los Valdivia, y reconozco lo que cuenta Rastrojo, pero todos sabemos que no fue en la forma en la que él lo quiere explicar. Pero lo más importante y que deben de conocer, es que mi nieta Rosa, hija de Aurel, está apalabrada con Pablo Lupei, aquí presente, y que mi palabra dada no se puede romper, pero aquí está Pablo, si alguien quiere reclamarle a él, estará, y los Valdivia a su lado.

– Muy listo, -exclamó enfadado el Rastrojo-, apenas tres días que la apalabraste, y con un desconocido.

– No es así, la conoció hace más de un año, pero hasta que no ha resuelto los problemas que tenía en el norte no ha podido venir a pedir a la niña, -explicó Tomás mirando al Rastrojo despectivamente.

– ¿Y tú que problemas tienes que has tardado tanto en volver si tanto la querías?, -le preguntó a Pablo el Rastrojo.

– Mis problemas, -solo eso habló, y no añadió más.

– Pablo, el Callao está aquí enfriándose, -explicó Tomás.

– ¿De qué?, -insistió el Rastrojo.

– De un problema con la Pestañí, su familia está presa, -siguió explicando Tomás.

– ¿Qué hiciste, pegarle a un niño?, -guaseó el Rastrojo sonriendo.

– En una redada, tumbé a dos policías y me llevé al hospital a otro.

Puso el listón un poco alto, pero era muy difícil que pudieran comprobarlo. Pablo tenía que hacer saber que el que se quisiera meter con él, iba a tener problemas.

– ¿Jaco?, -preguntó el Rastrojo.

– Jaco, -le contestó él.

– Como el Aurel, la misma sangre, la misma mala sangre, -movió la cabeza con asco.

– Si alguien quiere verla, que venga conmigo a la calle y que me la saque, si tiene…, -les habló, retando a cualquiera de la sala.

– Basta Pablo, y tu Rastrojo, no hemos venido a que se ofenda a nadie, -les recordó Tomás.

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