21. Pablo y Rosa. La Profecía

 Se sentó, y la silla de madera se quejó de la falta de respeto de su peso, el viejo sonrió, el hizo lo mismo.

– Grande como un roble, la buena madera pesa, -sonrió el viejo con satisfacción.

– Algunas veces demasiado, -se quejó Pablo.

– No se queje de lo que Dios le ha otorgado, -le recriminó con el dedo.

– Nunca lo hago, -una expresión de estar acostumbrado fue la que le puso.

– ¿Cristiano?, -el viejo abrió mucho los ojos al hacer la pregunta, para él era importante.

– Soy, -respondió el policía, asintiendo con la cabeza.

– Bien, bueno es saber que al que se habla, tiene Dios en que creer, -Tomás asintió también.

             Ya le sudaban un poco las manos. Se hizo un silencio de unos segundos.

– Lo primero agradecerle el que haya venido a mi casa, es un honor contar con invitados que, sin conocer, son apreciados, -le comentó con satisfacción, apoyándose en el bastón.

– Muchas gracias por la invitación.

Respondió Pablo con la mayor cortesía.

– Le voy a presentar a mi familia, -se puso ancho como un pavo.

– Con mucho gusto, -contestó Pablo, algo totalmente cierto.

– Niñas, Ricardo, venid al patio, -gritó a la parte de enfrente del patio.

             Volvió a aparecer Ricardo acompañado por una mujer de casi su misma edad, un poco más joven quizás, era la niña morena que había visto en el Mercadillo con unos pocos años más, pero lozana y bien acicalada, demasiado para su gusto, demasiado color, no era su gusto, Pablo venía de una tierra de tonos sobrios, todavía no se había acostumbrado a la luz del sur, a sus colores.

             Por lo demás, tan guapa como su hija, pero contundente en las formas, voluptuosa casi, un pedazo de mujer, hacían buena pareja Ricardo y ella.

– Este es mi hijo Ricardo, a quien ya conoce.

             Se fijó que ahora llevaba un chaleco y una camisa negra.

– Mi nuera Ester.

             Le estrechó la mano, pequeña y cuidada, pintadas las uñas de un rojo fuerte.

– ¿Y las niñas?, -preguntó Tomás a su nuera.

– Ahora vienen Ayo, ya las conoces.

             En ese momento bajaban por la escalera las que supuso eran las dos chicas que había conocido en el mercadillo, aún no se veían, pero se adivinaban por sus risas.

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Capítulo V

Inesperado

Rosa se arregló, para ella apenas, un antiguo trajecito negro y una trenza, su cadenita con la cruz de oro, la que le regaló su madre, por lo demás, ni pintura siquiera, y pensó, “¿para qué?”, seguramente vendría algún amigo de su Tío o del Ayo, una tarde aburrida. Ange y ella podían haber salido a dar una vuelta con las amigas, pero eso era lo que había.

Cuando bajó las escaleras casi se cae de la impresión, allí estaba el padre de sus hijos, en su casa, envuelto para regalo. Había que mirarlo dos veces, casi no cogía en la silla, que daba pena del agobio que tenía, lo remiró, una mandíbula casi cuadrada, pero sin hacerlo basto, un pelo corto que resaltaba sus facciones, unos ojos verdes de película, de galán de cine americano, y el cuerpo de Tarzán.

             El codazo que le dio Ange casi le rompe una costilla.

– Tu pollo está aquí, -Ange la miró con socarronería, arrugando los labios.

– Vete a la mierda, -le contestó Rosita sin mover los labios, ellas siempre con una educación exquisita, o quizás escasita.

             Cuando se levantó para presentarlas lo pudo ver mejor, una camisa entallada, no de confección, sino del pecho musculoso que se marcaba en la camisa, unos ojos verdes de caerse de espaldas, la sonrisa de un querubín y un pelo rubio…. para comérselo, y ella que no le llegaba ni al cuello, pero eso le daba igual, «ese es pa mi», pensó en su inocencia, pero con la convicción de que seguro que lo conseguiría.

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