
Después de la caminata por la Ribera, llega a su cuarto, se ducha, y mientras tanto son casi las ocho y cuarto, llama un taxi, se sube y cuando le da la dirección, el conductor le sonríe al contestar.
– Son quinientos metros de aquí, pero peatonales, -supongo que no le dice nada más porque están a la puerta de una Comisaría, sino…, -le indica amablemente.
-Derecho y la segunda a la izquierda.
Cañaverales 4.
Sigue las indicaciones, La Magdalena, San Lorenzo, todas calles estrechas y empedradas. Limpias y bien arregladas; subió por San Lorenzo, una magnífica Iglesia, continuó hacia arriba y encontró un callejón un poco ajado, con el pavimento de piedras levantadas, prestas a tropezar, con monolitos en las esquinas raspados por cientos de rozones de coche, ávidos de chapa y pintura.
A apenas quince metros, apareció un portón grande y un poco destartalado, que supuso que al venir después del dos era el cuatro, y sonrió satisfecho, chico listo. Comprueba que no hay timbre, solo una mano de aldaba, antigua como parece. La golpea con timidez, segundos después, en vista del mínimo sonido, volvió a repetir con más fuerza, imaginando que ahora alguien le habrá escuchado.
Diez segundos y se abre, ante él, aparece un hombre de unos treinta y tantos, alto, con bigote, de tez morena, bien parecido y con unos ojos verdes que ha visto antes en Tomás Valdivia, es serio, tiene las formas del viejo, pero más musculoso, le sorprende que lleve una coleta.
– ¿Don Tomás Valdivia?, -pregunta al hombre que le recibe.
– Pase, usted, ¿es Don Pablo?, -le pregunta el tipo sacando la barbilla.
– Pablo.
Le indica para quitar hierro.
– Ricardo Valdivia, -se presenta.
-Mi padre le está esperando, -tiene una voz grave pero agradable.
Pablo lo estudia mientras camina, la costumbre. Complexión atlética, facciones fuertes, bigote moreno, ojos verdes como ya sabía, un metro setenta y cinco, entrados los cuarenta, vuelve a calcular, no, treinta y pico, tiene algunas entradas y le ha desconcertado, va vestido normal, una camisa, unos pantalones tejanos, no parece gitano, aunque cualquiera puede parecerlo, es una deformación de policía.
Apenas empezaba a oscurecer, lo pasaron por un zaguán pequeño e iluminado por una lámpara de techo, verde, pequeña y fea como el demonio, una habitación de aspecto viejo y desconchado, pintada de verde oscuro hasta metro y medio y el resto de blanco desconchado.
Esperaba ver algo similar cuando abrió la puerta, pero a la luz del atardecer se le ofrece un placer para la vista, un patio amplio, rodeado de macetas por todos lados, bordeado en dos esquinas por limoneros, cuidados, pintados con cal blanca hasta medio tronco y cargados de limones, que ofrecen un bello contraste con el verde fuerte de sus hojas.
Rojos, rosas, verdes, azules, amarillos, todos fuertes y exuberantes. Ofrecen mil aromas, gitanillas, claveles, rosas, jazmines floridos, damas de noche… mil flores, mil aromas, mil colores, un regalo para los sentidos, todo limpio y cuidado, viejo y bello, pulcro y con solera.
Un suelo impoluto, de los de antes, de losetas entremezclándose en una celosía de colores, unos azulejos que se elevan a metro y medio, con un azul tiza, mostrando toros, veleros, playas lejanas, bailaoras, toda una historia en viejos y bellos azulejos, un regalo para los ojos, y allí sentado, en el centro de una mesa de doce comensales, presidiéndola, el viejo Valdivia.
El viejo Valdivia hizo el ademán de incorporarse ante la presencia de Pablo, este levantó la mano, como indicándole que no lo hiciera, y se acercó, ofreciéndole la mano.
– Don Tomás, -se ve más pequeño allí sentado.
– Don Pablo, -una amplia sonrisa ilumina su cara.
– Pablo, por favor.
– Tomás, por lo mismo.
– En eso quedamos, -le contestó Pablo, ofreciéndole la mejor de las sonrisas, que no eran normalmente así, tan amplias.
– Siéntese por favor, a mi derecha, -le señaló la silla cerca de él.
Después, supo que era el sitio reservado al primogénito o al invitado de honor, costumbres que después conoció, y que en aquel entonces no sabía nada de ellas.