
Capítulo IV
La Visita
Entró el Ayo en la habitación y ambas se callaron como si un rayo hubiera caído allí mismo.
– Ay, mis ángeles, -el abuelo abrió los brazos.
Las dos salieron corriendo y se abrazaron al Ayo Tomás, Rosa no había conocido a su padre y el abuelo y Tío Ricardo eran lo más cercano que tenía.
– Sentaros, -les mandó con cara seria-, que quiero preguntaros algo.
Lo hicieron ambas como si no hubieran roto un plato, esperando la pregunta, como si les fuera la vida en ello, para ellas el Ayo era sagrado, era más que nadie y nada.
– Mis niñas, -las miró y suspiró.
– ¿Qué ha pasado esta mañana?
– Ayo, que han “trincao” al Antoñín con to, -exclamó Ange con cara de susto.
– Ya me lo ha dicho tu padre, -aseveró con la cabeza.
– Y que un policía os ha avisado antes de detener a Antoñín para que os fuerais.
– Si, Ayo, -le contestó Rosa.
– Dos metros, -levantó la mano para poner una estatura muy alta.
– Con el corazón y la cara de un ángel, nos habrá visto tanta cara de pena, que nos ha “avisao”
– Ayo, no le hagas caso, -le comenta Ange con cara de indiferencia.
-Que no era tan guapo.
– Bueno, ya sois mujeres, -las cogió por la barbilla a cada una de ellas.
-Aunque no os hayáis dado cuenta, y las más guapas del mundo.
La dos sonrieron y se volvieron a abrazar al Ayo, que sonreía satisfecho.
– Ayo, -Rosa puso cara de sabihonda mientras asentía.
-El madero no era de aquí, hablaba muy finolis.
– Bien observado, -el abuelo enarcó un ojo en señal de preocupación.
– ¿Era mayor?
– Muy joven, -Rosa arrugó la cara y le asintió, apretando un carrillo.
– No tanto, -negaba Ange exagerando la expresión.
-Por lo menos tenía veintitantos.
El Ayo sonrió sin comentar nada, era viejo, muy viejo, y sabio, muy sabio.
Se levantó, y apoyado en su bastón se marchó, y sin volver la espalda levantó la mano girándola para despedirse.
Estaban cenando cuando el Ayo que presidía la mesa, les comentó.
– Mañana os quiero ver a todas muy guapas, -señaló a las dos primas con el dedo índice.
-Poneros algo bonito, alguien va a venir por la tarde y quiero que todas y todos estéis con el mejor aspecto posible.
– ¿Quién viene, Ayo?, -preguntó Rosa instantáneamente.
– Ya verás, meticona, -la miró dulcemente, Rosa no supo interpretar lo que quería indicarle.
Rosa iba a insistir, cuando el Ayo la miró y supo que tenía que callarse.