
Gente en la calle, rostros sin nombre,
caras que cruzan sin que las veas,
y no regresas, ni una vez lo intentes,
no ves harapos, ni heridas feas.
Ni el roce gris del vestido viejo,
ni el hambre cruda que en su andar cargan,
te preguntas si hoy algo comieron,
aunque tus ojos nunca se embargan.
¿Sabes si llegan al fin de mes?
¿Conoces ya la faz del quebranto,
del miedo que se esconde tras un velo,
de quien camina a tu lado en llanto?
¿Te lo has preguntado, aunque una vez?
Sacas el móvil, sigues sin mirar,
el mendigo pide, quiere comer,
y tú decides no considerar.
Dices que miente, que finge el daño,
o no deseas verlo, ni sentir,
tu vida es cómoda, paga tus sueños,
poco dolor que deba resistir.
Sufres apenas lo que es decente,
esas tristezas que vienen y van,
y en tu rincón de calma aparente,
todo parece seguir su plan.
Vuelves a casa, fría, ordenada,
de un corte fino, casi elitista,
con muebles caros y piel lustrada,
todo lo mejor de la gran lista.
Te dejas caer en tu canapé,
miras la pantalla de tu estación,
brilla la manzana de tu placer,
en una vida sin redención.
Y piensas que el pobre lo es por gusto,
que su miseria es solo elección,
mientras tú tomas miligramos justos,
que duerman tu vacía condición.
Eres de plástico, roto y cansado,
¿cuántas veces te han dejado atrás?
Abres tu laptop, fría, calculando,
todo problema parece en paz.
La cuenta sigue, la suma engaña,
cuenta lo que cuenta: nada real,
miras la pared, que nunca engaña,
y ves la soledad más brutal.
Pobre o rico, ¿qué más da al final?
Duerme, que todo pronto pasará,
como la vida, como el cristal
que brilla, y luego, se romperá.