
La tarde declina,
se agota en su rima,
cuando todo termina,
cuando acaba el día,
con el olor del jabón gastado,
de la jornada, del alma cansado.
Gente que sale a pasear,
cuando el sol empieza a menguar,
y el viento renace, sutil, esperado,
y la vida florece al costado
de un bar encendido,
de terrazas de albero recién bendecido.
El Vargas, brillando en la mesa de acero,
el salmorejo, la copa en su sendero,
y el poder respirar, tan ansiado,
después de tanto trajinar olvidado.
Calamares, japutas, aceitunas,
otra cerveza que a todos aúna;
y todo se llena de risas sinceras,
de voces al viento, de noches enteras.
La noche avanza, se alza el gentío,
mientras el cielo se cubre de frío.
Camareros corriendo, ya sin reposo,
siempre son pocos para tanto gozo.
Tapas de fritos, de guisos calientes,
de cuanto se anhela en bocas ardientes;
y la noche se expande, se quiebra al final,
cuando el bullicio se vuelve mortal.
Los camareros recogen la escena,
el cocinero enciende su pena,
con un cigarro en su mano gastada,
y mira las estrellas, callada mirada,
como si fuera la primera vez,
que entendiera su inmensa vejez.