Pablo y Rosa. Capítulo XVIII. La Carnicería

Montes camina entre lo que parece el paisaje después de una guerra.

“Joder que carnicería”, piensa, cuerpos por todos lados, a los que se resistieron los acribillaron las fuerzas especiales portuguesas.

               Durante unos instantes, acompañado de dos guardiñas, comenzó a caminar por aquellas naves llenas de cadáveres, dándole la vuelta a los que no les veía la cara, con la esperanza de que ninguno de ellos fuera Maldonado.

               Estaba desesperanzado, cuando en una esquina, apoyado en la pared al lado de una máquina de agua fría, estaba el Inspector Maldonado, tenía tres tiros que el viera, le tocó el cuello, estaba vivo, -lo zamarreó.

– Inspector, Inspector.

               El solo balbuceó.

– Rosita, -y volvió a cerrar los ojos. Inmediatamente gritó.

– ¡Sanitarios!, -gritó mientras le tapaba con la mano el enorme agujero que tenía en el costado izquierdo.

               Se acercaron unos sanitarios, lo empezaron a tratar, él se retiró con la sensación de que no lo vería más.

               Lleno de sangre, se fue afuera donde esperaba toda la Plana Mayor, el Comisario Jefe, la Fiscal, el Inspector portugués, el Comisario Jefe del Alenteio, y un Delegado de Gobernación Portugués.

– Montes, ¿Lo ha encontrado?, -gritó Delgado.

– Sí, señor.

– ¿Cómo está?

– Muy mal, tres balazos que yo haya visto, blanco como la cera.

               En ese momento salía la camilla con el Inspector.

– ¿Cómo está?, -preguntó el Comisario portugués.

               El Comisario Jefe se dirigió a ellos en perfecto portugués.

– Muito grave. (Muy grave)

– ¿Ele será salvo? (¿Se salvará?)

– Com a ajuda de Deus. (Con la ayuda de Dios).

               El Comisario Jefe Delgado se aproximó al Comisario del Alenteio, el de mayor graduación, y le pidió

– Dar permissão, Comissário Chefe, para mover o meu homem a um hospital na Espanha, em meu helicóptero (da su autorización, señor comisario jefe, para trasladar a mi hombre a un hospital en España en mi helicóptero)

               El comisario Jefe Portugués miró al hombre de la camilla, blanco como la cera.

– Claro.

               Se volvió a él.

-Montes, acompañe a Maldonado hasta el Helicóptero y dígales que, para Reina Sofía, con permiso de las autoridades portuguesas.

– Gracias, señor, -salió a toda velocidad hacia el cercano Helicóptero, en un instante transmitió las órdenes al piloto, este asintió.

               Ya se oía al copiloto.

– Reina Sofía, Reina Sofía helicóptero 326- 17, preparen ayuda para hombre con herida de bala múltiple, tiempo estimado de llegada cuarenta y cinco minutos.

Un sanitario portugués se montó en el helicóptero, cuidando del herido, y sonriendo le comentó.

– Siempre he deseado conocer Córdoba.

               Y se elevó como una saeta. Las brillantes luces se perdieron en instantes, y regresó al matadero.

               Las fuerzas portuguesas habían asegurado todo el perímetro, y habían colocado unos enormes focos encarando a los dos conteiner.

               Se acercaron los Comisarios y la Fiscal.

               Uno de los guardias cortó el precinto con una cizalla, e inmediatamente se echó hacia atrás vomitándose en la máscara.

               El espectáculo era terrible, más de cuarenta niños, se podían contar, algunos desmayados, otros muertos, quien sabe si por las balas o Dios sabe qué.

               El hedor era terrible.

               Ana la fiscal, vomitó también, y más de uno. En un segundo todo se llenó de un olor nauseabundo, de gritos, de llantos, un espectáculo dantesco.

               Otro policía, abrió el segundo, esta vez con precaución, el espectáculo era similar, pero con mujeres jóvenes, éstas apenas si articulaban palabra, se apoyaban unas a otras para no caer al suelo.

               Sólo se oían las Radios:

– Precisamos de saúde (necesitamos sanitarios).

– Trazer cobertores e água (traigan mantas y agua)

               Y aquello volvió a ser un zafarrancho. Mantas térmicas, niños llorando, mujeres tendidas sobre improvisadas camillas. Algunos muertos quedaron en su sitio, primero había que salvar a los que podían vivir.

               Nunca se pudo quitar ese olor de la cabeza, y creyó que tampoco nadie de los que allí estuvieron.

Tomás miró el conocido andén, habían llegado a Córdoba, y todavía no le entraba en la cabeza la carnicería, dos de los Gomes críticos, tres de los suyos en la U.C.I. casi muertos, uno de los hermanos de Juan, y pensó que incluso así ha venido, sin ver a su familia. Cuando se lo preguntó, se lo intentó explicar.

– Una promesa.

               Y qué cara le vería, que solo le indico que subiera al coche.

               Nadie, salvo dos, uno de ellos él, había salido indemne, hasta el pobre de Juan tenía un balazo en el brazo.

               Y Pablo…

               Verdad era «El que siega los campos», abrió el camino hasta la nave, herido, y se llevó por delante a todo el que se le puso. Qué pena, esos disparos mataron a dos personas, a él y a su nieta Rosita.

               Solo el señor lo sabía.

               Ester los abrazó como si hubieran vuelto de la guerra, y así había sido.

– Dile a Ange que traiga a Rosita.

               Ange bajo con Rosita, pero no era Rosita, encorvada, blanca con ojeras de no haber parado de llorar, en una bata que aún la hacía más pequeña.

– Este es Juan de los Rojas de Mérida. Quiere decirte algo.

– Prima, soy tu primo Juan, que Pablo era mi primo, y que me hizo jurar que cuidaría de ti si le pasaba algo, y por mis muertos que cualquier cosa que quieras la tienes, que sepa todo el mundo que el que toque un pelo de la Rosita, está muerto, por mis muertos.

               Rosita empezó a llorar de nuevo.

– Yo lo vi, era » El que Siega los Campos» si no hubiera sido por él, ninguno hubiera salido vivo de allí, que muchos niños, muchas mujeres ríen y no lloran porque Pablo mató a los que querían matarnos. Mucho hombre murió ayer.

               La cogió de la mano.

– Prima, te quería a morir.

– Déjala Juan, -le pidió Tomás, -Juan se apartó con la cara demudada de dolor.

               Rosita temblaba de la llorera, sentada en un sillón hecha un ovillo. Un silencio denso se apoderó de la tarde.

               El timbre conocido del móvil de Tomás.

– ¿Sí?

– Señor Tomás.

– Dime, Dieguito.

– Me pidió usted que, si traían a alguien de Portugal a Reina Sofía, que le avisara.

               Tomás dio un salto.

-Dime, -preguntó expectante.

– Ayer por la noche trajeron a uno hecho un colador, pero era uno de la pestañi.

– ¿Cómo está?

-El poli, grave, pero estable, se ha comido toda la sangre del hospital.

               Tomás dejó el móvil, se acercó a su nieta, la cogió de la mano, y le susurró.

– Mi cielo, Pablo está vivo.

               Rosita levantó la cara asombrada, sin creérselo.

               Asintió con la cabeza.

– ¿Dónde está?, Ayo.

– En Reina Sofía.

               Rosa se levantó de un golpe.

-Voy a vestirme, nos vamos.

               Juan, lo llamó.

-Tengo que confesarte algo.

– Dígame, Señor Tomás.

– Pablo no es gitano, es un Inspector de la Policía.

– ¿Pero está apalabrao con la Rosita?

– Sí.

               Calló un momento, y solo exclamó.

– ¡Que huevos tiene mi primo!, y ahora una cerveza, por favor.

Rosa sonríe, llora, vuelve a sonreír, está loca, le da igual.

Bendito sea Dios, que su Pablo está vivo. Ya decía ella que era mucho hombre para que se lo mataran, que su tripa le cuenta que no quedará estéril de sus niños de ojos verdes.

               Qué cojones tiene, a ese no lo mata nada ni nadie, se morirá cuando ella lo diga y ella no lo va a decir nunca.

               Su Pablo. Su gitano payo. Su vida.

– Ange…, -la cogió de la cara-, qué nos vamos.

– ¿A dónde?

– A ver a Pablo.

-No te van a dejar verlo.

– Me da igual, quiero estar cerca de él.

– Pero, hija mía ¿con el ojo morado?

– Tú me echas salud de bote.

– Por lo menos te ducharás, que hueles a mocita vieja.

               Pegó un salto y se fue al cuarto de baño mientras tiraba el sujetador a la cama.

               Cuando llegó abajo no había nadie, empezó a gritar a todo pulmón.

– Venga, que nos vamos, -una y otra vez hasta que empezaron a bajar.

               Por supuesto todos echando pestes, diciéndole que no tenía que ir, que tal, que pascual, le daba igual, como si decían misa.

– O me lleváis o me voy sola, -hizo, una y otra vez, ademan de irse.

– Vale, vale, se oía.

               Se fue sola a la calle y buscó el Citroën del Tío, pero no estaba.

Vio a su tío Ricardo que señalaba un BMW negro.

– Que poderío, -le comentó Rosa extrañada.

– Anda sube enzorrible[1].

               En apenas diez minutos llegaron al Hospital de Reina Sofía, corrió hacia la recepción. Subiendo la cuesta a zancadas.

– Pablo Maldonado, -preguntó entrecortadamente.

               Buscó en el ordenador.

– No hay nadie ingresado con ese nombre.

– Mire bien, Inspector Pablo Maldonado.

               Volvió a mirar.

– Le repito que aquí no hay nadie ingresado con ese nombre.

– Ayo, se volvió, ¿mira lo que dice la paya?

               El Ayo sacó su teléfono e hizo una llamada, a los cinco minutos apareció Dieguito Fuentes.

– Señor Tomás y familia, cuanto bueno.

– Dieguito, hijo mío, ¿dónde han ingresado al policía que han traído?

– La que se ha liado, han desalojado media planta, policías en la puerta, esa planta parece Guantánamo.

– ¿Dónde?, Dieguito, -preguntó de nuevo el Ayo.

– Disculpe, señor Tomás, que uno se va a donde no tiene que ir, en la 517. Se han pasado ocho horas en el quirófano. Pero con lo mejorcito de Reina Sofía, qué trasiego de médicos.

– ¿Y cómo está?

– Imagínese, pero el pronóstico es bueno, por lo que se oye por aquí, pero yo no soy médico.

– ¿Puedes subirnos a esa planta?, -preguntó el Ayo.

               Asintió con la cabeza.

               Abrió el ascensor de personal del Hospital y nos indicó que subiéramos. Llegamos a la quinta planta, cuando salimos nos señaló con la cabeza.

– Allí está, justo entremedio de los policías.

– Esperen un momento que me voy a enterar.

               Dieguito se puso a charlar con los policías un buen rato.

               Después volvió.

-Está estable, ha perdido mucha sangre, pero el tío es de hierro, ahora, olvidaros de verlo, ordenes de arriba, allí no entra ni Dios a llevárselo.

-Yo me quedo aquí, -les aseguró Rosa a todos.

-Pero, chiquilla, ¿cómo te vas a quedar aquí sola?

La frase más oída.

– Yo me quedo con ella, -se unió Ange.

– ¿Las dos solas?, ni hablar, -ordenó el Ayo

– Ayo, -le preguntó Rosa.

– ¿Has perdonado a la Anita?, que fue mi culpa, pídele que nos acompañe.

– Y ¿dónde os vais a quedar?

– En esa sala de descanso, no nos van a decir nada, ¿no Dieguito?

– Yo hablo con los de seguridad y tú puedes quedarte a vivir aquí.

Contestó Dieguito con la gracia que siempre ha tenido.

– Ya ves Ayo, -Rosa intentaba que lo tuviera en cuenta.

– Vale, pero no nos vamos hasta que venga Anita.

               Se sentaron y se quedó dormida.

               Era de noche cuando se despertó, allí estaban Ange y Anita.

               Miró a Anita y le habló con mala leche.

– Mira que ojo me has puesto, hija la gran puta, -y se lo señaló.

               La miró sin saber que decir.

– Gracias, Hija puta, -le soltó Rosa con una sonrisa.

               Sonrió un segunda más…

               Se volvió a quedar dormida.


[1]Enzorrible. Agonioso comiendo. Ambicioso.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *