Pablo y Rosa. Capítulo XVI. Empieza la Cacería

               Rosa no podía parar el llanto, Ange asustada se me acercó.

– ¿Que ha pasado prima?, algo muy malo, seguro.

– Que el Pablo me ha pedido que me case con él.

– ! Venga ya ¡

– Que lo ha dicho ahora mismo, Primi.

               La abrazó, y se puso a llorar con ella.

– Primi, -le preguntó-, ¿tú sabes donde venden los Pablos?

– ¿Qué dices?

– Es para comprarme uno.

               Y empezó a reírse entre las lágrimas.

No podía decir nada a sus mandos acerca de la operación, pues como bien había dicho Tomás, eran demasiados los oídos y las bocas, pero tampoco podía callarse, algo intermedio tenía que ser.

               Decidió callar de momento, esperar acontecimientos y cuando llegara el momento apropiado confiaba en decir lo necesario.

               Conforme se acercaba la noche, los hombres iban poniéndose más nerviosos, no sabían lo que les esperaba, podía ser cualquier cosa, y estaban en tierra extraña, dependiendo de personas que no conocían, para detener una pesadilla. Era algo por lo que preocuparse, incluso él, que había participado en redadas y mil cosas, sentía un nudo en la garganta.

               Llamaron a la puerta, Juan abrió, y empezaron a entrar hombres de Don Pedro, hasta llegar a quince, después entró este con sus tres hijos.

               Se acercó a Tomás y dándole la mano le señalo a sus hombres.

– Todos son de total confianza, son hijos de mi familia o maridos de mujeres de mi familia. Darán su sangre por ti.

– Gracias, Don Pedro, esto habla de tu gente.

– Tomás, todos quieren conocer al que «Siega los Campos», ¿quién es?

– Mi sobrino Pablo, ¿ya os habéis enterado?

– Sabes cómo son estas cosas, y sea verdad o mentira, a mis hombres les vendrá bien que les suban la moral.

– Es cierto, -asintió Tomás.

               Tomás dio unos golpes con el bastón en el suelo e inmediatamente todos callaron.

– Ven Pablo.

               Este, se acercó a Tomás.

– Gente de Gomes, aquí tenéis al «que Siega los Campos», Pablo.

               Se fueron acercando en silencio y le fueron dando la mano de una en uno.

– Nos proteger(protégenos)

– Enviado por Deus (el enviado de Dios)

– Você ganha(contigo ganaremos)

– Abençoar (bendícenos)

               Después de aquello todos guardaron silencio.

Habló Tomás:

– Aquí tengo una lista de empresas y una lista de números de conteiner. Hay que seguir uno a uno todos los que salgan del puerto de estas seis empresas, son compañías legales, por lo tanto, hablamos de que en tres días moverán alrededor de veinte a treinta conteiner; un sobrino de Don Pedro, que trabaja en el puerto, nos señalará los conteiner de los que tenemos los números, pero a pesar de ello, y porque no sabemos a cuáles de ellos le han cambiado el número, o cuánto tiempo tardan en cambiarlos, los vamos a seguir a todos, por lo que siempre debe de haber un coche en la entrada del puerto. Sale un coche siguiendo a un conteiner, inmediatamente otro se coloca en su lugar, cuando vuelva el coche se coloca el último, y así hasta que encontremos el sitio o paren los conteiner señalados de salir, ¿alguna pregunta?

Tomás miró a todos. Silencio absoluto.

– Iréis por parejas en diez coches, un español, un portugués, los que falten, irán solo portugueses.

Continuó hablando.

– Hay tres rutas, -explicó Tomás acercando un mapa de Portugal-, tenemos que seguirlos de la siguiente manera; unos irán por la N261, dirección Melides, a esos los seguiremos hasta Lisboa, si vemos que continúan, los dejaremos marchar, daremos la vuelta y regresaremos aquí, esa ruta casi no se usará, porque termina en Lisboa, y les sería más fácil importar desde allí. En otro caso, también se pueden incorporar a la autovía por la E1, hasta la E6, dirección a España, a éstos los seguimos hasta Elvas.

               Hizo una pausa

-Otros rodarán hasta Beja por carreteras secundarias, a estos los seguimos hasta Serpa, si continúan, damos la vuelta y volvemos; los que tomen la ruta del sur, los seguiremos hasta Tavira, si continúan daremos la vuelta; todos los depósitos de los coches llenos. Que paran a echar gasoil, los esperamos sin que nos vean, que paran a comer, aparcamos lejos del restaurante y allí hasta que salgan, eso sí, procurando que no puedan vernos. Si alguien nos marca, todo se acabó; los hierros preparados.

               Miró a todos los presentes.

– ¿El porqué de estas distancias?, las personas que van dentro de los conteiner han hecho un viaje de más de veinte días, y no pueden tenerlos más tiempo encerrados, no por piedad, sino porque valen mucho dinero. Con el calor que hace, tienen que abrir el conteiner muy rápido, por eso los doscientos kilómetros de radio; cuatro de nosotros nos quedaremos aquí, vigilando los almacenes del puerto, para ver si encontramos el que buscamos.

               Volvió a mirarlos a todos.

-Empezamos ahora, -terminó de ordenar Tomás, se volvió a él-, Pablo, tú hoy con nosotros, -le pidió Tomás.

               Se montaron en el coche Ricardo, Tomás, Don Pedro, Pedro hijo, y él.

               Siguiendo las indicaciones de Pedro hijo, salieron a la carretera de la playa, pasaron la de Santa Catalina y se desviaron al llegar a los enormes depósitos de Gas.

               Entraron en la terminal del carbón, donde descargaban los barcos continuamente; en el puerto comercial, vieron una pequeña ensenada, allí se dirigieron, ya de noche cerrada. Se adentraron por una carretera de tierra, hasta llegar a una gran explanada de cemento; antes de llegar a ella, Pedro indicó a Ricardo que metiera el coche entre los árboles.

               Se bajaron sin hacer ruido.

– Aquí el único problema que hay…, -explicó Pedro hijo-, es que guardan una patrullera de los guardacostas, pero como es un puerto del Ayuntamiento, entra y sale gente continuamente, por lo que debemos pasar totalmente desapercibidos. Al otro lado hubiera sido más fácil, pero es terreno totalmente llano, sin árboles y no podríamos hacer nada sin que nos vieran.

               Pedro Gomes sacó del coche unas grandes cizallas, se adentraron entre los tupidos árboles y siguieron la valla, hasta colocarse más o menos en el centro de la terminal XXI.

               Todos se agacharon en el suelo, hasta Tomás, con más trabajo que los demás, pero lo consiguió.

               Muy despacio, Pedro Gómez cortó con las cizallas hasta dejar un agujero lo suficientemente grande como para que pasara una persona corpulenta como él, Pedro Gómez era bastante más pequeño.

               Se tumbó en el suelo, y comenzó a señalarle en un buen español.

– Mira, Pablo, -señaló frente a él-, todo esto es la terminal XXI, por allí entran los conteiner, -señaló al mar-, y las grúas los van colocando a pie de puerto, cerca del malecón, ¿lo entiendes?

– Sí, -le aseguró Pablo.

Señaló al lado contrario.

– Allí están los armazéns, ¿cómo se dice en español?

– Almacenes.

– Eso, allí están los seis almacenes que buscamos, cuatro se ven desde aquí, dos están tras de la esquina y no podemos.

– ¿Y el otro almacén grande que hay al lado?

– Ese es el de conserto, no sé, donde máquinas rotas.

– Reparaciones, -respondió Pablo-, bien, me entiendo contigo. Allí reparan la maquinaria móvil del puerto. Detrás están las oficinas del puerto, ¿nada más?

– Es un porto pequeño comparado con Lisboa o Cádiz. Vamos a esperar y ver que se mueve.

               La luna estaba en cuarto creciente, y permitía ver con claridad lo que sucedía en la terminal, pero a la vez, supondría un problema cuando tuvieran que meterse dentro.

               Pasó un buen rato, ya eran las doce de la noche, y no se percibía movimiento en la terminal, Pablo hizo indicación con la mano de que iba a entrar. Don Pedro, los señaló a ambos.

               Salió agachado atravesando el agujero en la cerca, a su lado le seguía Pedro Gomes, tan cauteloso como él mismo. Cruzó la carretera interior que iba a dar a la salida de la terminal y se ocultó en un grupo de conteiner, Pedro hizo lo mismo. Pasaron tres grupos de contenedores, uno a uno, moviéndose rápidamente, una vez que comprobaron que nadie los podía ver.

               Se detuvieron detrás de un grupo de conteiner, y Pedro lo cogió de la camisa arrastrándolo, se metieron en la separación del grupo de contenedores, casi no cabía, en ese momento, vio la luz de una linterna que pasaba rápidamente por los contenedores, iluminándolos.

– Vigilancia del puerto, -le avisó Pedro en un susurro.

               Esperaron un rato, que se le hizo eterno, y cuando vieron que la luz se alejaba salieron de allí dirigiéndose al siguiente grupo de contenedores.

               Ya sólo les quedaba alcanzar los almacenes.

               Era una distancia larga hasta llegar a unos bidones de Gas o Gasoil delante de los almacenes, uno de los pocos sitios donde esconderse.

               Pedro que parecía una ardilla, se asomó un instante.

– Pablo, cuando te dé con la mano, salimos corriendo como locos hasta los depósitos, ¿De acuerdo?

– De acuerdo, -respondió Pablo.

               Cuando le golpeó, salieron corriendo, y llegaron hasta los depósitos, nadie parecía haberse percatado de su presencia, a pesar de ello, miraron a todos lados, intentando ver algo extraño, pero nada les pareció fuera de orden.

               Estaban al lado de los almacenes.

               Era un conjunto de seis naves industriales del mismo estilo, negras y con ventanales arriba, cerca del techo. Todos los portones estaban cerrados, y no se apreciaba ninguna señal de actividad, las ventanas no estaban iluminadas, y las claraboyas tampoco.

– Volvamos, Pablo, aquí no hay nadie.

– Espera aquí, -le pidió.

               Se acercó a la primera nave, pegándose a la pared, la ropa negra era un buen añadido, colocó el oído sobre el portón y no escuchó nada, siguió hacia delante por la fachada hasta la siguiente nave, pegó el oído a la gran puerta y tampoco se oía nada.

               Llegó al segundo módulo, después el de la tercera y al final, la cuarta, pegó el oído en el portón, y oyó ruido de maquinaria, como de una cizalla mecánica en movimiento, se deslizó por la separación de los módulos, en ese momento una piedra le dio en la espalda, era Pedro, que le avisaba de que la luz se acercaba, se tiró al suelo echándose encima cualquier lata o basura que encontró para difuminar su silueta, lentamente, la luz barrió la portada de las naves, y despacio, se alejó.

               Se colocó de rodillas y levantó el pulgar de la mano hacia arriba en dirección a Pedro.

               Siguió hasta la trasera de la nave, oyó el mismo ruido, pero no se veía luz ninguna, no podían trabajar a ciegas, se irguió y miró a una de las claraboyas. Estaba pintada de negro para que no dejara salir la luz, alguien no quería que supieran que estaban trabajando, siguió hasta la nave siguiente, y el resultado fue el mismo, claraboya pintada, y ahora gente hablando.

               Continuó por la parte trasera y estudió las dos siguientes, allí no había nadie; despacio, se fue acercando a Pedro, cuando estuvo a su lado, le informó.

– Tercera y cuarta, y no se ve luz porque tienen las claraboyas pintadas de negro.

– Vámonos, -le pidió Pedro, y muy despacio hicieron el camino, al contrario.

               Cuando atravesaron la verja, les preguntaron inmediatamente, comentó lo que había visto.

– La tercera y la cuarta, bien, chavales, -expresó Don Pedro, dirigiéndose a ellos.

– Vosotros…, -señaló Don Pedro a los españoles-, coged el coche y volved a la casa, aquí no faltará alguien que este vigilando continuamente. Os iremos informando.

               Se hicieron gestos con la mano, y salieron hacia el coche. Una vez allí, a Ricardo no le costó ningún trabajo encontrar la casa.

               Llegaron de amanecida, cansados y sudorosos, Tomás mandó.

– Id a descansar.

– ¿Quién hace la guardia?, Pápa, -preguntó Ricardo.

               Tomás se sacó la Beretta y se sentó en el sillón.

– Yo, he dicho.

               Ambos subieron las escaleras.

               Se despertó a las diez, como si le hubieran dado una paliza, se duchó, se cambió de ropa, la poca que llevaba, y vio que había un mensaje de texto en el móvil, era un mensaje largo, lo abrió, era de Rosita, solo se leía «Te quiero», pero muchas veces, le daba a la pantalla hacia abajo y no terminaba el mensaje.

               Le contestó.

– «¿Qué dices?», -y bajó hacia el salón.

               Tomás estaba durmiendo en el sillón, encogió los hombros, y en voz baja le dijo a Ricardo.

– ¿Qué ha pasado con los demás?

– Desde anoche a ahora, seis contenedores y nada, todos estaban marcados por el primo de Don Pedro, además a la salida del puerto, otro primo levanta la mano indicando cuales tenemos que seguir. A huevo.

– Mierda, -exclamó Pablo, nada de nada.

– Si, mierda, la mayoría tomaron la ruta hacia España, uno al sur y otro al norte, pero de corrido. Nos han dicho que no nos fiemos si los camiones son españoles o portugueses, las dos empresas españolas tienen su propia flota, pero, algunas veces alquilan camiones portugueses, por lo que no es ninguna ventaja de que nacionalidad es el camión.

               Entró Pedro hijo.

– Vamos, Pablo.

– Te toca, -le avisó Tomás.

               Cogió tres o cuatro magdalenas y salió con Pedro, se montaron en un Mercedes 180 viejo, y salieron pitando hacia la explanada de enfrente del puerto. Cuando llegaron allí, vieron, separados unos de otros, cuatro coches más, uno de ellos con la puerta mal cerrada.

– A ése es al que le toca, por eso tiene la puerta mal encajada, -explicó Pedro.

               Todo esto bajo un sol de justicia, le dio Gracias a Dios porque estaban debajo de un árbol, era una explanada enorme de tierra, con algunos árboles, y debajo de ellos estaban colocados todos.

               Y el tiempo, que pasaba lentamente.

– ¿Con que tú eres el «que Siega los Campos»?

– Si te lo quieres creer.

– Aquí todos lo creemos, cuando padre nos lo contó, no podíamos entenderlo, pero es verdad.

– Pues yo no me lo creo, -solo contó lo que pensaba.

– Eso no te salvará de ser lo que eres.

– Sí tú lo dices.

– Pues para mí es un honor y una tranquilidad estar contigo, -le comentó Pedro.

– Mejor para ti, ¿qué quieres que te diga?, -Pablo seguía sin creérselo.

– No te mosquees, pareces payo, -lo miró Pedro mosqueado.

– No, gitano de pura cepa, -lo paró, por si acaso.

– ¿De dónde?, -le preguntó.

– Nací en el norte, pero mis padres eran gitanos rumanos, murieron jóvenes y me dejaron a cargo de una familia de aquí, de un gitano español, y una gitana rumana, mi tía. Han tenido problemas, y yo tuve que salir de allí disparado.

– ¿La poli?

– Sí, -afirmó moviendo la cabeza.

– ¿Gordo?, -preguntó interesado.

– Sí, le disparé a un policía.

– Muchos huevos.

– No, la desesperación.

               Fueron saliendo los coches. A las dos, eran los siguientes, otros coches habían ido ocupando el espacio que dejaban los que se iban. Ahora los que tenían la puerta entrecerrada eran ellos.

– Pablo, que nos vamos, -le confirmó Pedro.

               Arrancó el coche y salieron a toda velocidad, coches antiguos, pero con motores cuidados. Dejó distancia con el tráiler que zumbaba como un deportivo, y kilómetro tras kilómetro lo siguieron hasta llegar a Évora, allí vieron que el camión continuaba, y en la siguiente salida se desviaron para retornar.

               Ya eran las cuatro de la tarde, Pedro paró en una gasolinera con tienda.

– ¿De qué quieres el bocadillo?

– Dos y de lo que sean.

– ¿Coca-Cola?

– No, naranja, -Pablo se acordó y sonrió.

               Pedro se alejó, al momento regresó con las viandas, en apenas cinco minutos devoró el bocadillo y se bebió la cola, Pablo se ofreció a conducir.

– Yo conduzco si quieres.

– ¿Y si nos para la guardiña?, qué, ¿le hablas en español?

               Le dio la razón, se puso el cinturón, y mientras el conducía como alma que lleva el diablo, él terminó de comerse sus bocadillos.

               Apenas una hora después estaban de nuevo en la explanada debajo de un árbol, sólo quedaba un coche con la puerta entreabierta.

               Salió disparado, y ellos entreabrieron la suya, apenas lo habían hecho cuando apareció otro coche y otro al poco.

– Pablo, que nos vamos.

               Carretera y manta, siguieron al contenedor, este llegó hasta Santiago de Cocern. Al alcanzar Hermidas do Sado, no tomó por la autovía, que hubiera sido la opción más lógica, al contrario, cogió hacia Beja, una carretera de un sólo sentido, donde algunas veces tenía que aminorar la marcha por las curvas y la estrechez de la vía, sobre todo cuando coincidía con otro camión.

– Pablo, eso me huele mal.

Pedro pensaba lo mismo que él.

-Y a mí, no te acerques mucho, casi no hay tráfico, y no quiero que se lo huela.

               A pocos kilómetros en Sao Bissos, el camión se desvió y entró en un camino de tierra, le pidió a Pedro que parara, corrían el riesgo de ser vistos.

-Muévete, pero ve despacio, que no lo perdamos de vista, pero que no nos vea él, es demasiado llano, apenas si hay algún promontorio, ondulaciones sí, pero apenas. No levantes polvo.

Le avisó Pablo.

– Mucho pides.

               Miró en el GPS y al alejar el mapa con los dedos vio que, en dirección contraria, es decir que, si en vez de haber girado a la derecha hubieran girado a la izquierda, estarían a cuatro kilómetros del Aeropuerto de Beja, un pequeño aeropuerto, pero suficiente para sus fines. Se quedó maravillado del grado de planeamiento que tenían aquellos hijos de p….

– Hemos hecho bingo, enfrente tienen un aeropuerto, -le comentó a Pedro.

– El de Beja, qué hijos de p….

– No los vayas a perder, Pedro.

               Pablo sabía que no lo perdería, además el camión dejaba una nube de polvo a su paso, con no permitir que se asentara, era suficiente, y Pedro no era tonto.

               Iban a pasar un repecho, cuando antes de hacerlo, le pidió a Pedro.

– Para.

               Se bajó del coche, y subió lo que faltaba a pie, agachado.

               Efectivamente, enfrente de ellos, esperaba un coche parado, a unos trescientos metros, desde donde estaba, dominaba el pequeño valle que se formaba abajo, se tumbó en el suelo, e hizo señales poniéndose los dedos sobre los ojos en forma redonda para que trajera los prismáticos.

               Pedro se acercó agazapado.

               Le entregó los prismáticos, antes de mirar por ellos, vio una casa abandonada a pocos metros de donde ellos estaban.

– Pedro, esconde el coche en la parte trasera de la casa, si alguien viene, nos verá y será muy difícil pasar desapercibidos, no se ve ni un alma.

               Cogió los prismáticos mientras Pedro ocultaba el vehículo.

               Vio llegar el camión a una especie de explotación ganadera enorme, de las de porcino, de más de dos mil metros cuadrados, con apenas unos árboles y una casa enfrente, el camión maniobró y se metió dentro de una de las naves.

               Se habían escondido entre unos matojos, Pedro se dejó caer a su lado.

– ¿Qué ves?

-Mira, -le dijo, entregándole los prismáticos.

– ¿Y el camión?, -fue lo primero que preguntó.

– Lo han metido dentro de las naves. ¿Cuántos guardas ves?

– Cinco en la entrada de las naves, en el perímetro, -contó-, uno dos, tres, cuatro, cinco, seis, seis en total. Bingo. Llevan escopetas.

               Se levantó y fue al coche, volvió con una libreta y un bolígrafo, y empezó a dibujar la forma del pequeño valle, Pedro le fue indicando donde estaba cada uno de los hombres.

               Era un valle alargado, a lo lejos se veía un pequeño lago formado artificialmente, seguramente para darle de beber al ganado, si alguna vez había servido para eso. Una casona de aspecto abandonado estaba al lado de las naves, y rodeándolo todo, plantones de maíz ya crecido. En la cuesta, arboles raquíticos y piedras por doquier, por esa razón estaba sin plantar todo el derredor que aparecía inclinado, mala tierra. Una hondonada servía de acceso, el camino por donde había entrado el camión, el único. Solo se veían algunas grandes piedras marcándolo, y algún que otro gran árbol ya seco y descortezado.

               No quería abusar de su suerte, así que cogieron el coche, y se largaron.

               A unos veinte kilómetros cogió el móvil y llamó a Tomás.

– ¿Tío Tomás?

– Dime Pablo.

– Que no sigan a ningún camión más, los hemos encontrado.

– ¿Seguro?

– Tan seguro como que me llamo Pablo, más de diez tíos armados y unas naves enormes, el camión con el conteiner ha entrado en una de ellas y lo hemos perdido de vista.

– Bien. Volved.

               Y sintió frio en la espina dorsal, aquello tomaba forma.

               Pedro sacó del coche más caballos, aunque pareciera imposible, y en apenas un salto estában de vuelta en Sines.

               Cuando llegaron, todos los estaban esperando expectantes.

               Tomás les pidió.

– Contad que habéis visto.

               Pedro comenzó.

– Está a unos cien kilómetros, en la desviación contraria al aeropuerto de Beja, dos kilómetros de carretera de tierra y un pequeño valle, allí está.

               Miró a todos, esperando que se hicieran una idea.

– Son unas instalaciones ganaderas enormes, calculo que dos o tres mil metros cubiertos, -les informó mientras sacaba el mapa-, aquí está la casa, aquí un coche vigilancia.

Y fueron señalando uno a uno a los hombres armados que vigilaban la finca.

– Tomás, ¿te parece bien que mande a dos hombres para que lo vigilen?, -le preguntó Don Pedro.

– Sí, -asintió Tomás.

               Don Pedro señaló a dos hombres.

– Coged los hierros, unas motos de campo, y esconderlas en la casa abandonada que indican ellos, no perdáis de vista nada, cualquier cosa, nos la comunicáis.

               Salieron de la casa.

– Va a ser muy difícil entrar, Tío Tomás, la tienen muy bien vigilada, nos va a costar vidas, comentó Don Pedro.

– ¿Tienes miedo?, -preguntó Tomás.

– Sí, sería de estúpidos el no tenerlo, pero si usted dice que palante, palante.

               Don Pedro levantó la voz.

– Si alguien quiere irse, es el momento.

               Nadie se movió. Asintió y continuó.

– Bien.

               Tomás les habló.

– Hoy no podemos, pero mañana entramos allí, por mis muertos.

               Todos asintieron.

               Don Pedro salió y volvió en un momento con una pesada bolsa, la puso sobre la mesa, y empezó a sacar lo que había en ella, un AK 47, un FN-FAL y un CETME, sacó un montón de cargadores y los desparramó sobre la mesa.

– ¿Quién sabe limpiarlas?, -preguntó.

               Se levantaron Juan y él.

– Ya sabéis…, -comentó Don Pedro, entregándonos un bote grande de aceite para armas.

                Juan se levantó, fue a la cocina y trajo un montón de servilletas de tela.

– Donde no hay pan buenas son tortas, -le explicó a Pablo.

               Comenzaron en silencio a desarmar las armas, llenando de mecanismos y pernos toda la mesa, solo se oía el sonido metálico de las piezas cuando las colocaban sobre la mesa, las fueron limpiando y engrasando en silencio.

– Primo, esta es gorda, -le comentó Juan, sin dejar de limpiar las piezas de los fusiles de asalto.

– Muy gorda, -le contestó sin parar de limpiar el tampoco.

– Te voy a pedir un favor.

– Dime, Juan.

– Si me pasa algo, cuida de mi fiera y de mis chiquillos, por favor, primo.

– Ni que decírmelo tienes. Creo que lo sabes, ahora te voy a pedir yo un favor a ti.

– Ni me lo pidas, la Joya y la Ange serían mis hermanas, y al que se acerque le rebano el cuello.

– Así, primo, gracias.

– Gracias a ti, primo.

               Ambos sabían que a cada nueva información las posibilidades de que saliéran con vida eran menores.

               Terminaron pasadas las siete. Le puso la mano en el hombro a Juan.

– No te preocupes, sé que a ti no te va a pasar nada, lo asegura «El que Siega los Campos».

– ¿Y a ti? Primo, -le preguntó Juan con preocupación.

               Se encogió de hombros, y volvió a sentir frio en la espina dorsal.

– Tomás, voy a llamar a Rosita, -le pidió al anciano.

– Ve, hijo mío, -salió a la calle.

– Señor.

– Hombre, Maldonado.

– Ya está.

– ¿Como que ya está?

– Más gordo de lo que podíamos imaginar.

– ¿Tan malo es?, -preguntó inquieto.

– Tráfico de drogas, armas, trata de blancas y niños para órganos.

– Qué me cuenta, ¿está loco?

Aquello era un sapo muy gordo.

– No, ojalá, Señor Comisario, es lo que le he dicho.

– Santa Madre de Dios, ¿sabe la localización?

– No exacta señor, sé que será en la zona de Beja, en un radio de 20 kilómetros, pero no el lugar exacto. Podría colocar agentes de paisano en Berengel y Beja sin llamar la atención, en el momento que les avise pueden actuar en menos de media hora.

No supo por qué no le dio la localización exacta, quizás hubieran tenido menos bajas, a costa de conseguir menos, pero algo en su interior le impedía hacerlo.

– ¿Cuándo va a ser?

– Mañana por la noche.

– Podríamos detenerlos a todos.

– Si esos animales se escaparan, no encontraríamos nada, pero si nos deja actuar, podríamos desmantelar una red internacional que tardaría mucho tiempo en activarse.

– ¿Sabe usted que está en la cuerda floja?

– Sí, señor.

– Y, ¿se la juega?

– Sí, señor.

– Pondré todo en marcha, espero que no se equivoque, puede perder algo más que los galones.

– Lo sé, Señor.

– Suerte, inspector.

– Me hará falta, -colgó el teléfono.

– ¿Rosa?

– Dime Pablo, cariño mío.

– Esto ya mismo se acabará y estaremos juntos para siempre.

– Te oigo la voz apagada, ¿va algo mal?

– No, quería oír tu voz de nuevo.

– Pablo, ¿qué te pasa?

– Nada, -mintió.

– Y una mierda.

– Si lo sé no te llamo, sólo quería oír tu voz.

– Y una mierda.

– Te quiero, Rubia.

               Y colgó el teléfono.

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