Su tía las mandó a la panadería de enfrente a por un poco de levadura, los hombres se habían marchado y sólo pudieron verlos desde la escalera. Nadie quería lágrimas, a pesar de todo, hasta tía Ester lloraba, pero después de que se marcharan. Aquel día no abrirían el puesto, y mi prima Ange y el cogieron el dinero que Tía les daba. Nos recomendó.
– Tener cuidado, esta tarde viene el primo Rafael para cuidaros, pero hasta que llegue tened precaución.
El primo Rafael, tan grande casi como su Pablo, pero con menos gracia que un nabo, pero ya volvería Pablo, y no sería necesario que las cuidara el primo.
Apenas habían dado la vuelta cuando sintió que le tapaban la boca y la levantaban, miró hacia los lados y vio que habían hecho lo mismo con su prima. Antes de que pudieran darse cuenta, las metieron por una puerta lateral en una destartalada furgoneta de las de caja cerrada.
Las tumbaron en el suelo, y con cinta americana les taparon la boca, y les inmovilizaron los pies y las manos, las dejaron caer sobre montones de barras de tela llenas y vacías.
Ange se lo había hecho encima y lloraba, asustada como un animalito, Rosa se acercó a ella y se puso a sus espaldas intentando que se sintiera un poco mejor.
Aquellos dos gorilas no abrieron la boca, terminaron de amordazarlas, y se sentaron en la parte trasera apoyándose en el cubrerrueda de la furgoneta.
La furgoneta traqueteaba y daba volteos de un lado a otro de la velocidad que llevaba, lo que hacía que se golpearan una contra otra y contra todo lo que allí se encontraba. Rosa estaba cagada, no sabía de qué iba aquello.
Paso mucho rato, no supo calcularlo, tres horas, quizás más, y la furgoneta paró, entraron en algo cerrado y las sacaron como si fuéramos pajaritos, en volandas.
Las metieron a las dos en el asiento de atrás de un coche blanco, y un tipo grande y gordo se echó sobre ellas para que se inclinaran y no se las pudiera ver desde afuera.
Arrancó el coche a toda velocidad, y al cabo de poco tiempo se metió en un camino de tierra, Rosa lo notó por el traqueteo, apenas cinco minutos después el automóvil paró.
Las sacaron del coche en volandas de nuevo. Rosa acertó a ver una casa de campo vieja, poco más, las metieron dentro, y las arrastraron hasta una habitación pequeña en la que se veían dos camas; sin quitarles nada, las tiraron en ellas.
Rosa miró a Ange, tenía los ojos cerrados, pero se la veía llorar, ella también estaba asustada, se temía lo peor, creía en aquel momento que no iban a salir vivas de allí, pero pensaba que, si la vida le había dado a Pablo, no se lo quitaría de en medio ahora, y eso le consolaba un poco.
Al poco, entró un hombre con aspecto de pueblerino, pequeño y mal encarado, detrás pude ver a otro más mayor, con pinta de asesino, la punta del cañón doble de una escopeta asomaba por su espalda.
Se acercó a ellas, y las amenazó.
– Si te estás quieta, te quito las cintas, si no, te dejo amarrá como un chorizo.
Rosa le ofreció las manos, mientras su prima también lo hacía, les quitó la cinta americana, y al quitarle la de la boca, chilló como un perro, le había levantado toda la cara.
– Aquí están las nietas de Tomás, la Ange y la Joya. Y sonrió.
– ¿Qué queréis?, -le preguntó Rosa, mientras se frotaba las muñecas para que circulara la sangre.
– Era verdad eso de que erais guapas, sobre todo tú, rubia, -la miró con ojos sucios el cateto.
– Tu puta madre, ¿qué queréis?, -le volvió a preguntar con rabia.
– Una de vosotras se casará conmigo, la otra acabará de puta en cualquier burdel. ¿Alguna voluntaria?, -les ofreció el cateto, que se reía con un cloqueo que helaba la sangre.
-Tus putos muertos, maricón, cuando venga mi Pablo te va a arrancar los huevos.
– Se los voy a arrancar yo, ya que no pude arrancárselos a tu puñetero padre.
– Maricón, con mujeres si te atreves, que eres un maricón sin huevos.
Gritaba Rosa desesperada.
-Vaya boquita que tienes, Joyita.
– Yo me cago en “toa” tu puñetera madre, y en tos tus putos muertos, -Rosa no sabía ya que decirle.
Se río, se movió hacia atrás, y cerró la puerta.
Su prima y ella se abrazaron llorando, a pesar de que olía, imagina…
Activó el localizador que había instalado en el teléfono de Ange, y este le indicó que estaban a apenas 50 kilómetros de su ubicación, en dirección a Mérida por la carretera, cerca de Zafra.
Llamó a Ricardo.
– Tío Ricardo, ¿puedes venir?
– Ahora no, -le contestó de malas maneras.
– Ven por favor, -Pablo insistió.
Se levantó y se le acercó.
– ¿Qué quieres?, ahora no es el momento,
– Sí lo es, -le aseguró. Le mostró el móvil, donde la señal roja parpadeaba en la pantalla.
– ¿Qué es eso?, -preguntó.
– Le instalé en el móvil a Ange un tracker, un rastreador que activa el GPS de su móvil y me manda la localización de Ange, era por si se volvía a escapar. Espera un momento.
Tocó un botón y se apagó la pantalla.
– No se puede ver nada.
Pablo activó el sonido, y se oyó como un ruido de traqueteo metálico y velocidad.
-Van en coche y grande.
Ricardo lo cogió de sus manos, lo miró diciéndole.
– Hijo de puta, -salió hacia la otra habitación.
– Pápa, mira lo que tiene el Pablo, -y le hizo mostrarles lo que él le había enseñado.
– Sí que está preparado el chaval, -comentó con admiración Rojas.
– Es que es del norte, allí están más modernos que nosotros, -le explicó Ricardo.
– ¿Dónde están?, -preguntó Tomás.
– Acaban de entrar en la autovía que pasa por Mérida, -contestó mirando cómo se movía el punto parpadeante.
– Paco, pídele a tu gente que pongan un coche en cada una de las salidas de Mérida, y que estén listos para arrancar y seguir el camino que nosotros le indiquemos, aunque no vean ningún coche, -pidió Tomás cogiendo a Rojas del brazo.
El viejo ya lo había entendido, si pasaban por Mérida y seguían conduciendo quería que por lo menos uno de los coches estuviera cerca para poder seguirlos.
– Pápa, ¿qué vamos a hacer?, -le pregunto Ricardo con voz entrecortada.
– Sabes que puedes contar conmigo, -aseguró Rojas-, y con mi gente.
– Lo sé, -le respondió Tomás-, ahora tenemos que saber a dónde van y quien ha sido. Yo me lo imagino, han sido los Rastrojo, sabían que no iban a conseguir nada de esta reunión, y lo quieren tomar a la fuerza, tenemos poco tiempo, -miro a Pablo-, Pablo, no sé cómo agradecértelo, -Tomás lo miró casi con lágrimas en los ojos.
Ricardo lo abrazó y llorando lo besó.
-Gracias.
Fue la única palabra que logró articular.
Se sentó con ellos y siguió la luz roja que se acercaba a marchas forzadas a Mérida.
– Vienen para acá, sin duda alguna, -les aseguró-, por la autovía.
– Paco, pon a uno de tus hombres en un coche a la entrada de Mérida por la autovía, -le pidió Tomás a Rojas.
Rojas cogió el móvil e hizo la llamada. El clan de Rojas eran más quinientas personas.
Dejó el teléfono abierto.
– Mierda, han entrado en Almendralejo, -maldijo Pablo, los habían pillado fuera de juego, pero habría sido muy difícil poner un coche en cada una de las intersecciones.
– Han cogido la entrada de Almendralejo desde la autovía, toman la calle Santa María, se desvían a la calle Monsalud, de allí a Francisco Pizarro, Plaza de la Constitución, Reina Victoria y Juan Carlos Primero, han entrado en la última casa, la que hace esquina, mirad el GPS.
Parecía que le habían dado cuerda.
Les mostró la pantalla del móvil, el punto rojo se había detenido.
Rojas salió de la habitación, y volvió con una bolsa, sacó algo y se lo dio a Ricardo, dio otra a Tomás, y le entregó otra a Pablo, era una Star de 9 mm. Parabellum , se veía cuidada, no obstante, tiró de la recamara, salió la bala y cayó sobre la mesa, sacó el cargador, y lo miró, comprobó que estaba lleno, metió la bala que había saltado, jaló la corredera accionando el gatillo para comprobar que corría bien, lo hizo varias veces, después metió el cargador, tiró de la corredera para introducir la bala en la recámara, y le puso el seguro. Todos lo estaban mirando.
– Buen yerno te has echado, Tomás, -admiró Rojas.
– Lo sé, -le respondió Tomás.
– Vamos, -les exhortó Ricardo, y sin esperar la contestación de nadie se fue hacía el coche, todos lo siguieron, Rojas no cesaba de llamar por su móvil.
Ricardo salió de la cochera como alma que lleva el diablo, aceleró a toda velocidad y apenas en media hora estábamos en la esquina de Juan Carlos Primero.
Allí los esperaban tres coches, separados unos de otros, pero cubriendo los accesos desde cualquier lado a la casa que habían marcado.
Aparcaron al lado de uno, se acercó uno de los hombres del coche y les informó.
– No hay movimiento, pero hay demasiada gente en la calle.
– Tened cuidado, los Rastrojo tienen a dos policías locales que son de la familia, además Almendralejo es su casa, separaos, -les ordenó Rojas.
Éste, fue coche por coche, y salieron al menos diez hombres, todos bragados, de entre veinte y cincuenta años, que se fueron separando cada vez más, hasta dejar una distancia de al menos veinte metros entre cada uno.
El mismo hombre se acercó, se podía decir que era gitano por la coleta, iba bien vestido, con una camisa azul y unos vaqueros, de complexión delgada, pero fuerte, tenía la cara agradable, los ojos se los tapaban unas gafas de sol como a todos, pero se le veía temple, estaba tranquilo y seguro.
– Tío, y ¿ahora qué?, le preguntó a Rojas.
– Os presento a mi sobrino, Juan Altea, está casado con mi Manuela, y es persona de confianza.
Se dieron la mano.
– Tú, -preguntó dirigiéndose a Pablo-, tienes también maneras, ¿milico?
– Gaca Atp , Bosnia.
– 8º de Infantería, Sarajevo, -mintió Pablo.
– Bueno es saberlo, -comentó sin variar la expresión de su rostro.
– ¿Traéis hierros?, -preguntó Rojas.
– Si tío, todos, ¿tú nos guías?, -contestó Juan.
– Hay demasiada gente, es la una, esperemos que el calor haga su trabajo. Mirad la forma de poder entrar, -les ordenó Rojas.
– Pero…, -protestó Ricardo.
– No es el momento, -Rojas lo hizo callar.
– ¿Verdad Tomás?
El viejo asintió con la cabeza.
Sudaba como un animal, nadie hablaba, todos estaban pendientes, de una forma o de otra, de la casa, esperando asaltarla de cualquier manera.
Ahora allí parados le dio tiempo a pensar, hasta ahora solo había actuado, pero cuando le dijeron que habían cogido a Rosita se le vino el mundo a los pies, solo la rapidez de los acontecimientos le evitó el quedarse paralizado, pero ahora, estaba enfurecido, habría reventado la puerta y.… no podía imaginar lo que hubiera hecho, le dolía el corazón de pensar que algo le pasara a Rosita.
El tiempo pasaba como si costara dinero, lento y doloroso, necesitaba hacer algo, quizás su aspecto no lo indicaba, pero en esos momentos era una bomba a punto de explotar.
Juan, el sobrino de Rojas se acercó.
– Tío, en la casa de al lado no hay nadie, Paquito la ha abierto, y nos asegura que se puede pasar de tejado en tejado.
– Vamos, -indicó Rojas.
Entraron en la casa que estaba totalmente a oscuras, uno de los hombres de Rojas desde la escalera les hizo señas para que subieran. Llegaron a la terraza, y saltaron con él la separación de menos de metro y medio. Iban Ricardo, Juan, el tal Paquito y él mismo.
Paquito se acercó a una puerta azul cerrada con un candado, en apenas medio minuto se deshizo del mismo y les indicó que le siguieran.
Bajaron sin hacer el más mínimo ruido y encontraron unas escaleras por las que pasaron muy despacio; observaron un salón en el que un hombre calvo estaba viendo la televisión, de espaldas a ellos.
Juan hizo ademán de bajar, pero Pablo lo detuvo, se fue acercando por la pared de la escalera, y al llegar al salón, se tiró al suelo, y se arrastró por el espacio que dejaba el sofá y una estantería.
Se movió muy despacio, casi parecía que no avanzaba, no podía permitir que lo oyeran. Cuando llegó a la altura en la que estaba el calvo, se incorporó lentamente, poniéndose de rodillas, se levantó aún más, y lo cogió del cuello con el antebrazo apretándole la garganta, podría hacer lo que quisiera, pero no produciría el más mínimo ruido, poco a poco se fue relajando, y el relajó algo la presión para no matarlo.
Mientras tanto, Juan abrió la puerta del cuarto de baño, y encañonando en la cara al que estaba haciendo sus cosas, se puso la mano en los labios indicándole silencio, el tipo se puso blanco.
– ¿Dónde están las niñas?, -le preguntó en un susurro.
– No sé lo que me hablas, -le respondió el individuo del cuarto de baño.
Cogió la pistola y se la puso en los huevos, que estaban al aire.
– Se las han llevado, no están aquí, -era Paquito, que había buscado en el resto de la planta.
– ¿Hay alguien más?, -preguntó Juan.
– No, -le respondió Paquito.
– Ni te limpies, ponte los pantalones y no digas nada.
Juan, con movimientos de cabeza le indicó a Paquito que bajara, este comprobó que no había nadie abajo y abrió la puerta. Entraron Tomás, Rojas y dos hombres más.
En ese momento estaban los dos hombres sentados en el sofá, con cara de miedo, tenían la pistola de Juan y la suya apuntándoles a la cabeza.
– Los hermanitos Fernández, los recaderos de los Rastrojo, -explica Rojas.
– ¿Qué quiere usted, señor Francisco?, -preguntó el calvo.
– Una cosa muy sencilla, ¿dónde están las nietas de Tomás?
El más delgado de ellos que estaba frente a Pablo respondió.
– Nosotros no sabemos nada.
No supo lo que le pasó en la cabeza, pero Pablo le dio con la culata de la pistola en la mandíbula con todas sus fuerzas, soltó un grito de dolor y la sangre empezó a caerle por la boca, rota la mandíbula.
– Te han preguntado, -le amenazó con darle otro.
– Este es el novio de la Rosita, -les refirió Juan-, ¿Os dejo a solas con él?
– Pero no hemos hecho nada, te lo juro por mis muertos, -comentó de nuevo el calvo.
Juan se echó sobre el que tenía enfrente y sujetó con su antebrazo el pecho del hombre, mientras que se dejaba caer con la rodilla sobre los testículos de aquel individuo.
Gritó como un cochino, Juan pesaría más de ochenta kilos, se levantó, ambos tenían la cara descompuesta, no sabían cómo los habían pillado tan rápido, pero las niñas no estaban allí, en ese momento subió uno de los hombres de Rojas con dos móviles.
Ricardo los cogió, los miró sabiendo que eran los de ellas y les preguntó.
– ¿Y esto?
Si estaban blancos y asustados, más miedo les debió de entrar al ver la cara de Ricardo.
– Como le haya pasado algo a mis niñas, vais a desear que os mate mil veces, -sacó una navaja de respetables proporciones y se acercó al que él había golpeado.
– ¿Me lo vas a decir?
– Yooo, no sé nada.
Apenas se le entendía con la mandíbula rota.
– Sujétamelo, -mandó Ricardo a uno de los hombres de Rojas, éste fue tras el sofá y lo sujetó por el cuello y los brazos.
Ricardo se acercó, le quitó el cinturón muy despacio, para que el hombre se diera cuenta de lo que iba a pasar, le desabrochó el pantalón y tiró de él hacia abajo, aparecieron unos calzoncillos negros.
Le pego un tirón, dejándolo con todo al aire.
El tipo intentaba soltarse, pero contra más fuerza hacía, más fuerte apretaba el gitano que lo tenía sujeto.
Ricardo no decía ni una palabra, lo que infundía más temor.
El sujeto aquel chillaba lo que le dejaba la mandíbula rota, copiosas lágrimas brotaban de sus ojos.
– No, no.
Chillaba y jadeaba.
Su hermano intentó moverse, pero el cañón de la pistola de Juan se le clavó en la frente, dejándole la cabeza pegada al sillón.
Ricardo agarró ambos testículos, y los levantó ofreciéndoselos a la navaja, estaba claro lo que iba a pasar.
– Vale, vale, -habló el hermano, han estado aquí, pero sólo han cambiado de coche y se las han llevado.
Ricardo apretó los testículos del individuo, y le preguntó.
– ¿Tu hermano va a tener tan mala suerte que no sepáis donde se las han llevado?
– No, no, se las han llevado a casa del Tuerto en el camino de la Alberquita, a tres o cuatro kilómetros de aquí.
– ¿Les habéis hecho daño?, -preguntó Ricardo con la cara descompuesta.
– No, no, se lo juro, no queríamos hacerles daño, Rastrojo quiere que se casen con gente de su familia.
– Lleváoslos, no quiero verlos, esconderlos hasta que decida qué hacer con ellos, -ordenó Rojas.
– ¿Y ahora?, -preguntó Ricardo con cara de desesperación.
– Mal bicho el Tuerto, tiene dos hijos tan perros como él, hace cosas de encargo, es un Rastrojo, pero ni los Rastrojo lo quieren tener cerca, sus hijos son dos animales, -les contó Rojas.
– ¿Puedo contar contigo?, Paco, -preguntó Tomás
– No tienes que preguntar, lo que quieras.
– ¿Esta noche?, -preguntó Ricardo
– Sí, esta noche, -asintió Rojas.
Fue una vigilia larga y pesada en casa de Rojas, apenas si nadie comía, había hombres por todos lados, se acercaban hablándole al oído, que de vez en cuando él viejo nos trasmitía.
– Ya tengo gente en la entrada y en la salida de la finca, y no os preocupéis por si los ven, saben lo que hacen, nadie ha llamado a los teléfonos de los Fernández, todo está en su sitio, -comentó Rojas.
Desarmó mi arma para matar el tiempo, Juan hizo lo mismo con la suya, le pidió la pistola a Ricardo, una Beretta, y también se la limpió y aceitó, Tomás le entregó la suya, otra Beretta, hizo lo mismo, sabían de armas allí, estaban limpias y bien cuidadas.
Agonía, eso expresaba el momento, unos más otros menos, pero agonía, Ricardo se paseaba de un lado a otro, Tomás permanecía callado apoyado en su bastón.
Fue yéndose la tarde y empezó el oscurecer.
Se montaron en los coches sin decir una sola palabra, guardaron las recortadas en el maletero de los vehículos, y Pablo solo pensó, “ahora no eres policía, defiendes lo que más quieres”, y le dio tranquilidad el ponerse la fría pistola en la espalda.
Apenas media hora tardaron en llegar al camino de tierra, todos los coches apagaron las luces, dos minutos después, a un kilómetro de la casa, los detuvieron, se bajaron todos de ellos, abrieron los maleteros y cogieron las armas, Juan habló bajito.
– Los móviles apagados, vosotros…, -señaló a dos-, un rodeo y por la parte de atrás, os acercáis lo que podáis, pero despacito.
Los hombres asintieron y se movieron a donde les habían indicado.
Señaló a cuatro hombres.
– Vosotros conmigo, y vosotros dos con Ricardo y Pablo.
Los viejos los miraron y pusieron cara de resignación, ellos solo estorbarían.
Juan se acercó y le indicó.
– Vosotros por la derecha, nosotros por la izquierda, y sin ruido.
– Ya lo sé, -y su propia voz le asustó.
Anduvieron en la semioscuridad, y al llegar a la vista de la casa tomaron por la derecha, ocultándose en las irregularidades del terreno.
Encontraron un buen sitio y se tumbaron en una ladera que daba buena visibilidad de la casa.
Era un edificio de una sola planta, aparecía abandonado, alrededor suya no había casi nada que pudiera ocultarlos bien, apenas unas chumberas en las que hubiera sido doloroso esconderse.
Se podía ver desde su lado a un tipo con una escopeta de caza en la mano, y más lejos, quizás otro, pero apenas si podían vislumbrarlo.
Pasaron cinco minutos, y oyeron como algo se arrastraba hacia ellos, encañonó hacia el ruido, era Juan que se movía por el suelo para acercarse.
– A la izquierda uno con escopeta, delante vuestra otro, y uno sentado en el porche también con escopeta, ¿Podréis haceros cargo de éste que está delante vuestra?, -les preguntó Juan.
– Sí, -asintió Ricardo con una cara que daba miedo.
– Atrás hay otro, pero no hay puerta de entrada, si intenta moverse lo fríen los dos que tengo allí.
– El problema es el que está en la puerta, -Ricardo miró al tipo que impedía la entrada.
– Ese es mío, -aseguró Pablo-, dadme cinco minutos, cuando veáis que me acerco a la esquina, actuad.
– De acuerdo, -asintió Juan, y se alejó agachándose por detrás de la ladera.
Ricardo le puso la mano en el hombro como deseándole suerte, él se movió por la misma ladera. Cuando llegó al llano, se arrastró poco a poco, sin prisa, hasta que se guarneció con la pared, se quitó los zapatos, y se colocó de tal forma que lo viera Ricardo.
Empezó a acercarse furtivamente al hombre que tenía enfrente, y cuando estaba al lado de él, lo cogió desde la espalda, por la barbilla, y le cortó el cuello como si fuera un pollo. Lo sujetó para que no cayera, mientras tanto, Pablo se había acercado al que vigilaba la puerta, durante un segundo le dio la espalda, lo cogió del cuello y se lo dobló en un movimiento antinatural, siguió haciéndolo hasta que notó como se rompía, no sintió nada al ver que había matado a un hombre, lo dejó caer despacio, y lo arrastró hasta donde tenía los zapatos, se los puso y se acercó a la puerta, se tumbó en el suelo, sacó la cabeza y pudo ver un salón en el que dos tipos miraban la televisión con las escopetas al lado. Un tercero con la suya colgada del hombro, se apoyaba en el quicio de una puerta, mirando de soslayo la misma tele.
Se acercaron Juan y Ricardo, junto con otro más, les indicó Pablo el número de los que quedaban dentro con los dedos de la mano.
Puso dos dedos de la mano y señaló el sitio donde estaban, y después los asignó a Juan y Ricardo, que asintieron, puso tres dedos señalando la posición del tercero y se señaló a sí mismo.
Les indicó con el dedo que el primero en salir sería él, volvieron a asentir, se preparó para salir disparado, contó con los dedos, tres, dos uno, y salió a todo correr sin preocuparse de los dos que estaban sentados en la mesa viendo la televisión.
Apenas le quedaban cinco metros para alcanzarlo cuando le vio, se descolgó la escopeta, pero en vez de apuntarle a él, dio una patada a la puerta, y comenzó a alzar el arma para disparar a lo que hubiera dentro.
No se paró a pensarlo, era un disparo comprometido, alzó el cañón de la pistola para tener un ángulo ascendente mientras se tiraba al suelo, y le reventó la cabeza, que salió hecha pedazos, mientras caía inerte hacia adelante.
Oyó disparos a sus espaldas, pero no les prestó atención, entró en la habitación y allí vio a Rosita y Ange con caras de miedo y cubiertas con los sesos de aquel cabrón que iba a matarlas como animales. Lo quitó de encima como si fuera un muñeco, tirándolo hacia un lado, Rosita lo miró y se le agarró como si fuera una niña pequeña, sin tocar los pies en el suelo como si fuera una lapa, y…. se le meó encima.
Rosa oyó un estruendo muy grande, alguien que entró, se recortó su silueta por la luz, vieron ambas la escopeta y se abrazaron, sabiendo que iban a morir.
Otro sonido terrible, y algo caliente y viscoso las salpicó, después sintieron caer una silueta pesadamente desde la sombra.
Todo en segundos, y finalmente se recortó esa forma familiar, era Pablo, su Pablo, como un Dios romano de la ira qué, pistola en mano, entraba para salvarlas, se sintió bien, saltó y se agarró a él, nunca lo soltaría, lo besó en el cuello, sintió su calor, su protección, y se supo a salvo, segura, bien, y se hizo pis. Intentó evitarlo, pero salió de una forma que no pudo hacer nada, durante un segundo se avergonzó, pero se dio cuenta de que no era importante, le dio igual.
Ni Ayo, ni Tío, que Dios la perdonara, todo era Pablo, y Pablo era su todo.
La dejó en el coche, se volvió a abrazar a él, ¡había tenido tanto miedo!, ¡lo había echado tanto de menos!, que le daba igual todo, solo quería sentir su calor cerca de ella, y se lo tuvo que decir.
– Te quiero.
Y él le respondió, llenándole el corazón de felicidad.
– Y yo a ti.
Y se durmió en sus brazos.
En la academia decían que bueno es tener miedo antes de la batalla o después de la batalla, pero nunca en la batalla, su niña lo había hecho después. Pablo se sintió mojado y feliz.
Con el brazo izquierdo la agarró, y con cuidado sacó la cabeza del cuarto, porque lo de que Rosa se soltara era imposible, lloraba e hipaba contra su pecho llena de sangre, sesos y meados. ¿Qué más se puede pedir de la mujer que quieres si no que esté a tu lado, esté como esté?, pero indemne.
Aquello era una masacre, cuando salió con Rosita colgada, y Ange agarrada a su cintura, Ricardo corrió, y se abrazó a su hija, intentó bajar a Rosita, pero esta se agarró con más fuerza.
Entraron en aquella carnicería Tomás y Rojas, cuando el Ayo vio a sus dos nietas se le cayeron dos lágrimas como puños y se tuvo que sentar, Pablo se acercó a Tomás con Rosita agarrada a él, lo cogió de la mano, que aún empuñaba la pistola, y mirándole le habló.
– Gracias, y un llanto entrecortado salió de aquel viejo que agachaba la cabeza, mientras Ángela lo abrazaba.
Se acercó Ricardo y le explicó.
– Perdona si he dudado de ti, qué verdad es que Pápa nunca se equivoca, gracias por salvarlas, Pablo, -y le dio un abrazo a pesar de que Rosita estaba en medio.
– No os preocupéis por lo que ha quedado, estos perros desaparecerán como si nunca hubieran existido, -comentó Rojas escupiendo sobre uno de los cadáveres.
Se le acercó Juan Altea.
– Con dos cojones.
– Tú también, -le respondió Pablo
– Sí que os queréis, Primo, -y miró la estampa que ofrecían Rosita y él.
Pablo sería su primo para siempre.
Mientras tanto, se habían acercado los coches que habían dejado a la entrada de la finca, se fue al BMW, cogió con dificultades a Rosita que no se quería separar, y la dejó caer con suavidad en el asiento trasero, dio la vuelta, y se sentó atrás, a su lado, ella inmediatamente, como un resorte, se enganchó a su cuello de nuevo y se dejó caer sobre él.
– Te quiero, -le susurró al oído.
– Y yo, Joya mía, -le respondió, porque era cierto.
Al poco aparecieron los tres Valdivia restantes. Ange se sentó en el lado contrario de su prima, y se dejó caer sobre su hombro, agarrándose de su brazo. Ricardo y Tomás se montaron en el coche, miraron hacia atrás y sonrieron.
Ahora sí me temblaban las piernas, gracias a Dios él también se venía abajo después de las batallas.
Llegaron de amanecida a casa de Rojas, apenas cruzaron la puerta cuando unas mujeres mayores les quitaron a las niñas de las manos.
Rojas les pidió, mostrándoles unas bolsas.
– Ducharos y tirar la ropa, toda, en estas bolsas.
Cogió una y Rojas le indicó con la cabeza el lugar del cuarto de baño, se duchó con parsimonia, la sangre es difícil de quitar, se restregó fuerte hasta que todo desapareció, se secó y comprobó que no tenía ningún resto sobre su cuerpo, tampoco le quedaba ningún remordimiento por haber matado a dos hombres, lo volvería a hacer mil veces por Rosita, y no le importarían nunca las consecuencias.
La ropa no era de su gusto, pero servía, cogía en ella, se enjuagó los dientes, y bajó.
Allí, sentadas alrededor de una mesa, la de la cocina, más de veinte personas, la mayoría habían estado con ellos, otros mayores a las que no conocía, «los que no pudieron ir a la batalla», pensó, y me maravilló del valor de aquellas menospreciadas personas, que no habían dudado ni un segundo en ayudarlos, su agradecimiento sería eterno.
Se le levantó un hambre de perro, y empezó a servirse de las bandejas de viandas que estaban sobre la mesa, le arrancaba trozos al pan con los dientes. De pronto sintió posarse una mano en la espalda, levantó la cabeza y vi que todos me estaban observando.
– Tranquilo, -le sonrió la mujer que me había puesto la mano en el hombro-, que de donde salen éstas hay más.
Se cortó, empezaron a reír.
– Vaya apetito, como un lobo, que alegría de saque…
Y cosas así, siguió comiendo, más despacio, pero sin parar.
– Vaya yerno que tienes, orgulloso tienes que estar, -le comentó Rojas.
-Pues sí, -respondió Tomás-, un ángel de la guarda que Dios me mandó.
– Bien puedes decirlo, -recalcó Rojas.
Se levantó, y se fue al salón buscando algo de tranquilidad, se sentó en el sofá e instantáneamente se quedó dormido.
Sintió como pelo que le rozaba la cara, se despertó, y allí estaba a su lado, sentada en el sofá recostada contra él.
Un café humeaba a su lado. Y todo el mundo lo miraba, Tomás, Ricardo, Rojas, Juan, todos o casi todos, habían vuelto.
Le dio un beso en la frente a Rosita y se incorporó, tomó el café, y se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo, recuerdo del día anterior.
– Buenos días, amor, -lo saludó Rosita.
– Buenos días.
Les intentó explicar.
-Perdonen, pero me quedé dormido sin darme cuenta.
– Nadie ha hecho ruido para despertarte, -le contestó Rojas.
Aquel café era una maravilla, una señora me miró, y volvió con una bandeja de pasteles.
Le daba vergüenza, la mujer le pidió.
– Come, que no te de vergüenza.
Así lo hizo, tenía el apetito de un lobo.
Otra señora comentó.
– Aquí el único problema será saber si el niño va a tener los ojos verdes o azules, porque guapo sale de fijo. Qué buena pareja.
Asintieron las mujeres de alrededor.
Rojas hizo una señal, y todas las mujeres desaparecieron como por arte de magia, incluida Rosita, que se fue poniendo mala cara, pero se fue.
Rojas comenzó a hablar.
– Por los hierros no os preocupéis, la ropa ha desaparecido, y los cuerpos también; nunca más se oirá hablar de ellos, por lo menos por nosotros. El problema son los Rastrojo, han errado y han ofendido a todos nosotros, no los encontramos, pero algún día lo haremos, entonces sentirán todo el peso de la ley Gitana. Tú, en concreto, Pablo, ándate con ojo.
– De acuerdo, -asintió con la cabeza.
– Hasta los policías locales de Almendralejo han desaparecido, todos estaban en el ajo, -explicó Rojas.
– ¿Y la pareja de Almendralejo?, -preguntó-, el calvo y el otro.
– Tú no te preocupes por eso, -Rojas lo miró con una macabra sonrisa.
– Pero, ¿qué les pasará?, -volvió a preguntar inocentemente.
– No es de tu incumbencia, -y Rojas puso una cara que lo hizo callar.
Le fueron presentando a todos los que no lo habían sido antes, por la premura de tiempo, y les dio las gracias uno por uno.
Se le sentó al lado el primo Juan.
– Qué buen tiro, primo.
– Suerte, -le respondió.
– Sí, porque podías haberles dado a las niñas, -comentó con suficiencia.
– ¿Tú has visto a Rosa y a Ange?, -le preguntó.
– ¿Por qué?, -por su cara parecía no entender nada.
– No me llegan ni al esternón, doblé la muñeca y disparé hacia arriba, problema resuelto, a esa distancia no suelo fallar.
– Qué arte tienes primo, una máquina, -y se río.
Todos hablaban distendidamente, haciendo poses como si fueran vaqueros señalando a objetivos imaginarios.
La paz después de la tormenta.
– ¿Tú estás casado, primo?, -le preguntó a Juan.
– Y con dos churumbeles preciosos, para comérselos. Mi mujer es Manuela. la tercera hija del señor Francisco, que se le cae la cara de guapa.
– ¿Y te la has jugado por nosotros?
– ¿Tu no harías lo mismo por el Señor Tomás, o el señor Francisco?
– Lo hago, -Pablo asintió.
– Entonces, es que yo, por tener hijos ¿tengo que ser menos hombre o dejar a los míos tirados?, ¿Tú te imaginas si yo hubiera faltado y hubiera pasado algo malo, crees que podría mirarme al espejo para afeitarme?
– No.
Pablo sabía a lo que se refería.
– Primo, tienes que venir a ver a mi familia, nos vamos a dar un homenaje de cojones, -se río con un sonido contagioso.
– Cuándo quieras.
– Uno de mis nenes tiene los ojos como tú, espero que se parezca a ti.
Lo miró y asintió.
– No, mejor a su padre, que los tiene bien puestos.
Juan se echó a reír.
– Que pedazo de primo tengo.
Miró a su “primo”, una cara agradable de proporciones correctas, un ligero bigote, cómo de Errol Flynn[1], era guapo su primo, y valiente, merecía la pena tener amigos como él.
Tomás golpeó el suelo con su bastón y todos callaron al instante.
– No sé si sabéis que dentro de un par de días tenemos que salir para Portugal, allí nos espera la Familia Gomes que nos ayudarán por el vínculo de sangre, pero ya le he pedido permiso al Señor Francisco. Si alguno de vosotros quiere acompañarme.
Rojas asintió.
-Le será agradecido, es algo que nos atañe a todos, pero comprendo al que se quiera quedar con su familia.
Juan habló.
– Yo estoy, -y levantó la mano.
Rojas le susurró a Valdivia.
– Tampoco yo estoy manco de yerno, y el viejo sonrió satisfecho. Tomás asintió sonriendo.
Todos se apuntaron.
-No, solo cinco, -les pidió Rojas, y señaló a cuatro hombres más, los otros se callaron, pero no les gustó quedarse.
Llamó a Juan. Este se le acercó, hizo que bajara y le pidió al oído.
– Tráeme a la Tiburona.
– ¿A Anita la Tiburona?
– Sí.
Juan se acercó a uno de los hombres y le repitió la orden, este salió, se volvió a sentar a su lado, y le comentó.
– Vas a alucinar con el elemento que van a traer, -movió la mano asegurando que era algo raro.
Al poco apareció el hombre que había salido, con una muchacha de unos veinticinco años de edad, con unos pantalones de camuflaje del ejército, y una camisa sin mangas, pelada al estilo militar y con unos ojos azules pintados con un rabillo exagerado, no era fea, pero tampoco guapa, el rictus era agresivo.
– Tomás, esta es Anita, la llaman la Tiburona, es de total confianza, Anita, enseña los dientes.
Como por arte de magia salieron dos navajas mariposa[2] que brillaron en sus manos.
– Tomás, está a tu disposición para que cuide de tus nietas.
– ¿Bien?, Anita, -le preguntó a la muchacha Rojas.
– Lo que usted mande, Don Francisco, -le respondió la chica mientras guardaba las navajas.
– Gracias Francisco, -le reconoció Tomás, realmente agradecido.
Todo el mundo siguió hablando, formando corrillos, Juan le mostraba las fotos de sus dos varones, ufano, como si fueran lo mejor del mundo. La verdad, eran guapos los chiquillos, uno apenas tenía tres años, y el otro andaba en pañales.
– Mira, Francisco el mayor, y Juan el pequeño, cualquiera le pone otro nombre al mayor, que la Manoli me decía, “tú mismo, pero como salga hembra, te capo”, entonces pensé que no era bueno correr el riesgo, Francisco el primero, que tú no conoces a la Manuela, más cojones que nadie, imagínate, Francisco padre tiene once hijos y ocho son varones, criada con tanto tío, sabe dar castañas como un camionero.
Pablo sonrió.
– Guapa y con carácter, lo que te queda que pasar.
– Más te queda a ti, Primi.
Y se echaron a reír.
– Mira, -y Juan señaló dos hombres-, ahí tienes a dos de mis cuñados, esos vienen con nosotros. Aquel es Inda, y el otro el Bartolomé, dos buenos elementos, los hermanos de mí Manoli.
Eran como Rojas, pero criados con más alimentación, callados y pendientes de todo, se les veía serenos y seguros.
– Gracias.
Pablo saludó a los dos.
– Los hombres son hombres, lo demás son mariconás. ¡No has tenido tú suerte!, que te vas a casar con la Joya, la ha pretendido lo mejor de nosotros, y el viejo ni por dineros, ni por prestigio, ni por nada ha dado el consentimiento, y llega el rumanito y se la lleva, la cosa más bonita de toda la gitanería, pedazo de cabrón.
– Lo sé, primo, tengo la suerte de cara.
– Pero que la tienes loca, solo había que veros ayer, como se agarraba, pobrecilla, no sabes cómo me alegro de que se la lleve un tío con dos cojones, mi primo, -y le pegó un abrazo y dos besos.
Se irguió, lo cogió el brazo, lo levantó y gritó.
– ¡Mi primo!, el tío con más cojones del mundo.
Y todo el mundo gritó, el Callao, el Callao…
– Esta noche fiesta en mi casa, que mi primo no se va sin conocer a sus sobrinos.
Cómo si alguien hubiera dado la orden entraron las mujeres y fueron colocando tapas y copas, botellas de vino y todo lo necesario para que comiéran todos lo que estában allí, Juan vio entrar a Rosa y Ange, y se levantó.
– Te dejo, que caigan las flores.
Rosita se puso a su derecha, levantándole el brazo se acurrucó a su lado y lo abrazó, al otro lado se le acurrucó Ange.
– Hombre, rodeado de niñas chicas.
Lo miraron con cara extraña.
– Sí, -les aseguró con guasa, de las que se hacen pis, -en un segundo se llevó dos codazos qué hicieron que se doblara.
– Gracioso, -le sonrió Ange con un mohín.
– Más bien simpático, -soltó Rosa con cara de asco.
– Gracias Pablo, -Ange lo miró con una sonrisa.
– ¿Qué iba a hacer, no te iba a dejar allí?, -Pablo puso cara de estar obligado a hacerlo.
Codazo de nuevo.
– Que gracioso está hoy el Callao, -Ange lo miró con cara de mala leche.
– Yo creí que no salía de allí, -habló compungida Rosita.
– Esos hijos de puta, iban en serio.
– Creo que sí, -le contestó sinceramente Pablo,
– Tú, dame ánimos, -Rosa puso los brazos en jarra.
– Ya ha pasado, Rosa, no tiene motivo que te engañe.
– ¿Cuántos te has cargado?, -le preguntó Ange con cara inquisitiva.
– Los que fueran, Ange, ¿estáis a salvo?, eso es lo que importa.
– Me han dicho que reventaste a dos, y uno con las manos, -afirmó Rosita con cara de malvada-, me hubiera “gustao” verlo.
– No, no te hubiera gustado, a mí no me gustó, -aunque mentía, los hubiera matado mil veces.
– Mi héroe, -gritó Rosita, dándole un beso en la cara.
– El mío también, -gritó Ange, dándole otro beso en la mejilla contraria.
Se incorporaban y le traían bandejas de chacinas, una tras otra, con la diferencia de que cada vez que traía Rosita una, alguna loncha desaparecía.
Se despobló la casa, solo Francisco, Ana y una señora mayor, la mujer de Rojas, quedaron allí.
Las niñas seguían echadas sobre él, ya con la tranquilidad, Tomás preguntó.
– Niñas, ¿aseguráis que visteis al Rastrojo?
– Sí, Ayo, -le respondió Ange, Rosita asintió.
– ¿Pero era tan viejo como yo?, -preguntó el Ayo.
– No Ayo, como de treinta y tantos o cuarenta, -Rosita volvió a asentir.
– El hijo del viejo, el que le queda, -pensó en voz alta Tomás.
Rojas asintió.
– Y ¿qué os dijo?, -volvió a preguntar Tomás.
– Qué una de nosotras para casarse con él y la otra para puta, que escogiéramos, -le contestó con desparpajo Ange, Rosita asintió de nuevo.
– Maldita sea su mala sangre, -maldijo Tomás.
– Todo el mundo está avisado, Tomás, ése no se escapa, ni ése, ni su puñetero padre, -Rojas lo cogió del brazo.
– Averigua donde estará ese hijo de mala madre a estas horas, -comentó Ricardo.
– Paciencia hijo mío, ya aparecerá, y entonces…
Ricardo bajó la cabeza y asintió, como si se acordara de algo la levantó.
– Pablo, Ester asegura que estás adoptado, que eres el hijo varón que nunca tuvimos.
– Gracias, Tío Ricardo.
– Ay Pablo, -Tomás habló con voz entrecortada, lo miró a los ojos-, si hubiera perdido a mis niñas, no sé lo que hubiera hecho, cuando te vi salir con ellas, lleno de sangre, pensé que eras San Rafael. Bendito seas una y mil veces.
– Usted sabe que mientras yo pueda, a ninguna de las niñas le pasará nada bajo mi guardia, -así le aseguró lo que era cierto.
– Lo sé Pablo, y le doy las gracias a Dios, -el viejo miró al techo como si realmente lo viera.
– ¡Pero bueno!, -exclamó Rojas-, todo el mundo a acicalarse que hay fiesta en casa de mi yerno.
Ya entrada la tarde, serían las ocho u ocho y media, salieron hacia la casa de Juan; en Mérida hace casi el mismo calor que machaca a Córdoba, por lo que la tardanza se agradecía, por ello, a pesar de la hora, iban sudando.
Pablo iba con sus dos gracias, cada una agarrada de uno de sus brazos, bellas como el amanecer, Ange un poco más pintada, gitana de ojos verdes, morena, con un traje rojo subido y unos zapatos de tacón como si quisiera ir más a mi altura, el pelo recogido en trenza y dejada caer hacia un lado.
Rosita iba… increíble, con el pelo recogido en una trenza romana, como casi siempre, que le caía a la derecha, sobre los hombros, con un traje azul claro, casi ceñido en la cintura de avispa. Por primera vez la veía pintada, no le hacía falta, pero si los ojos eran bonitos, remarcados con las pestañas altas y los labios de un rojo suave sobre una piel tan blanca, hacían aún más bello su rostro. Aunque ella no lo sabía, no necesitaba ponerse más guapa, acicalarse más, él, ya estaba totalmente pillado.
Si tacones llevaba Ange, Rosita los llevaba más altos, qué casi le costaba caminar, pero las dos no querían parecer más pequeñas a su lado. Y se preguntó, de donde habrían sacado la ropa que parecía que era de su armario. Misterios de la vida.
En un santiamén llegaron a la casa de Juan que los estaban esperando, apenas entraron, Juan lo cogió del brazo y les señaló a sus hijos.
– Estos son mis nenes, -le mostró a un chico de tres años, y a uno más pequeño, en tacataca.
Se agachó y le dio un beso al mayor.
– Este, es el primo Pablo, -le susurró Juan a su hijo.
Sacó al pequeño del tacataca y le dio un beso, no tuvo tiempo de nada más, Rosita se lo quitó diciendo.
– Para comérselo, qué me lo como.
– Manoli ven para acá, -llamó en voz alta Juan, la guapa mujer lo miró.
– Juan, que me voy con éste, que es más guapo que tú.
– Si te llevas a los nenes…, -se encogió de hombros Juan.
– ¿Tú eres el famoso Pablo?, mi primo, -Manoli lo miró de arriba a abajo.
– Sí, Manuela, -respondió Pablo.
– Manoli, primo, -y le zampó dos besos en la cara.
– ¡Ay!, qué cosa más guapa.
Y se fue para Rosita, que tenía a su hijo en las manos.
Le dio dos besos diciendo.
– ¡Ay por Dios!, que se le cae la cara de guapa, mira qué cosa más bonita, si parece una virgencita de ojos azules.
Rosita se puso colorada y agachó la cabeza.
Manoli, que era de diente de perro la cogió de la cara, se la levantó y casi gritó mirando al resto de los presentes.
– Pero mirad que cosa más bonita, si ha caído del cielo.
Empezaron los apretones de mano, los abrazos, y Rosita en una punta y él en otra.
Juan le presentó a sus hermanos, a sus primos; a algunos ya los conocía, pero a la mayoría no, todos le felicitaron por todo.
Baile y bebida para todo el mundo, Pablo estaba seco y cogió una cerveza, tampoco pasaba nada, se merecía un poco de tranquilidad, se sentó en una de las mesas, saboreándola.
Al momento vio aparecer un refresco de naranja.
– No me tenías tú engañada, -era Rosita.
– ¿No tengo derecho a una cerveza?, -le preguntó.
Se sentó a su lado, lo cogió de la cara y le dio un beso en la boca.
– Lo que tú quieras, te doy yo, -y le sacó los dientes como una gata.
Se echó en su hombro quizás intentado disfrutar del momento, aunque fuera entre el gentío.
No hablaron, no hacía falta, en esos instantes, después del dolor que habían pasado, de saber que quizás no volvieran a verse, de que alguno quizás moriría, el tenerse uno al otro era motivo más que suficiente para que disfrutaran simplemente del contacto de sus pieles.
Se dio cuenta de que nada ni nadie le separaría de aquella gitanita.
La fiesta continuó, ellos seguimos ausentes, solamente contestaban cuando les preguntaban, nadie los molestó, como si consideraran que tenían derecho a aquellos momentos.
Se acercó el torbellino de Manoli, y los cogió a ambos de la mano, y prácticamente los arrastró.
– Venid, que tenéis que conocer a la Bisa.
La Bisa, era la madre de Francisco Rojas, una señora muy mayor, ya ciega, totalmente vestida de negro y que se mostraba arrugada, en una silla de ruedas.
– Bisa, Bisa, -gritó el torbellino-, aquí está una pareja muy guapa.
Rosita le dio un beso, él hizo lo propio.
Extendió la mano y me tocó, después indicó moviéndola que se acercara Pablo, y puso las manos mostrando las palmas.
– Poned cada uno una mano en las suyas, -les explicó Manoli.
-Tiene algo que deciros.
Rosita, casi con miedo, puso su pequeña mano en la izquierda de la Bisa, él hizo lo propio en la otra mano.
Calló durante un momento. Pasado éste, suspiró y con una leve voz, les habló.
– Señor, ayúdame.
Todos callaron.
-La Bisa va a hablar.
Se oyó la voz de alguien decirlo, después un silencio sepulcral.
– Tú eres la madre, la Espina Dorsal, la Sal de la vida, la Portadora de la Luz, el sol de las mañanas, la vida.
No se oía ni una mosca.
– Tú eres el que Siega los Campos, el de recto corazón, tú serás el padre protector, la mano de la espada y el pecho que da cobijo a los desamparados.
Se acercó la mano y la besó. Después cogió la mano de Rosita y la besó también.
– Benditos seáis. Nuestra gente os esperaba.
Ni un murmullo.
– Muchos serán los días de tormenta, las nubes os envolverán, pero, tú, Luz, romperás la oscuridad y tú, protegerás que ella reparta su luz. Luz, aparta la huesuda de su alma cuándo el Segador haya segado los campos y haya apartado la parva de la mies.
Miró sin ver.
– Benditos seáis.
Durante un momento solo silencio.
Rojas se acercó, besó a su madre y habló emocionada.
– Dios te bendiga a ti, madre, le acarició la mejilla.
La Bisa siempre había tenido fama de ser un poco bruja, le venía de familia, desde que se recordaba, las Martinas adivinaban y veían el futuro, si ella había dicho algo de ellos, cualquier gitano lo creería a pies juntillas.
– Bisa María ha dicho, y lo que ella habla viene del corazón de la tierra, de las fuentes que riegan la tierra de los campos benditos y del Dios que nos protege, yo la creo, y digo Pablo, hijo mío, Rosita, hija mía, sois de mi familia, así lo quiere la Bisa María, -les aseguró Rojas.
Los cogió la mano a ambos y las besó, después les habló, algo que oiría miles de veces.
– Benditos seáis, -bienvenidos seáis a los Rojas.
Todos brindaron.
– Pablo y Rosita, Pablo y Rosita….
Pablo no entendía nada. Rosita estaba encendida, y con cara de asustada.
– ¿Qué te pasa?, -le preguntó un poco sorprendido.
– ¡Ay!, que no entiendes nada, miedo me da, pero si la Bisa María lo ha dicho, es la verdad, ahora…, -le susurró al oído-, esta es también tú gente, aunque no quieras; cuando viene un período de dolor, Dios nos manda un arcángel para que cuide de nosotros, y la abuela ha dicho que eres tú, «el que siega los campos», «el padre protector», te ha echado toda la carga del mundo encima, y a mí «la espina dorsal» y «la Luz de las mañanas», la madre protectora que cuida de la ira del Arcángel con los malvados. Yo creía que todo esto era un cuento. Pablo, el arcángel San Rafael no hablaba casi nada, era tan «callao» como tú.
Lo miro con la cara casi blanca.
– Abrázame, ,-le pidió-, tengo miedo.
La abrazó con todas sus fuerzas y él también sintió el temblor en la columna vertebral.
Se acercó Tomás y lo abrazó, le habló en voz baja al oído.
– Ves Pablo, como no me equivocaba, eres él.
Se separó de él y abrazó a Rosita.
Apenas volvió la vista, vio como Ricardo lo abrazaba.
– Hijo mío, cuánta razón tenía Pápa, eres él. Bendito seas.
Y lo besó en ambas mejillas. Se acercó Juan, lo abrazó.
– Me lo decía el corazón, Primi, lo que quieras, a muerte.
Más abrazos, y él sin enterarse de nada. Lo arrastró Rosita fuera del círculo de abrazos.
– Ya te explico, tonto.
Se oía «noches de bohemia y de emoción»…, Navajita Plateá, y Rosa se enganchó a bailar entre las parejas que estaban haciéndolo.
Noches de bohemia y de ilusión
Yo no me doy a la razón
Tú como te olvidaste de eso
Busco y no encuentro una explicación
Sólo la desilusión
De qué falsos fueron tus besos
Ya no sé cómo olvidarte, eh, eh
Como arrancarte de mis adentro
Desde que te marchaste
Mi vida es un tormento
Y ya no quiero recordarte, eh, eh
Ni siquiera ni un momento
Pero llevo tú imagen
Grabada en mí pensamiento
Noches de bohemia y de ilusión
Yo no me doy a la razón
Tú cómo te olvidaste de eso
Yo quiero vivir distante
De todo aquello que era nuestro
Pero el aire me trae
Aromas del recuerdo
No me pidas que me calle, eh, eh
Y tú no sabes lo que siento
Me has hecho una herida
En mi sentimiento
Noches de bohemia y de ilusión
Yo no me doy a la razón
Tú cómo te olvidaste de eso
Busco y no encuentro una explicación
Sólo la desilusión
De que falso fueron tus besos
Noches de bohemia y de ilusión
Yo no me doy a la razón
Tú cómo te olvidaste de eso
Noches de bohemia y de ilusión
Yo me doy a la razón
Tú cómo te olvidaste de eso
Busco y no encuentro una explicación
Sólo la desilusión
De que falsos fueron tus besos
Noches de bohemia y de ilusión
Yo no me doy a la razón
Tú cómo te olvidaste de eso
Busco y no encuentro una explicación
Sólo la desilusión
De que falso fueron tus besos
Noches de bohemia y de ilusión
Yo me doy a la razón
Tú cómo te olvidaste de eso
– Grandullón, dame un beso subio.
Rosa lo miró con sus bellos ojos azules, y sonrió.
La cogió por la cintura y la subió, besándola con todo el ardor que tenía, se estremeció entre sus brazos, y él también lo hizo. No supo el tiempo que duró, pero cuando terminaron, todos estaban mirándolos, se les subieron los colores a la cara, y todo el mundo comenzó a aplaudir.
Una noche cálida y extraña. Rosita le trajo una cerveza y se sentó a su lado.
– ¿Cómo te lo digo?
– ¿El qué?, -le preguntó Pablo.
– Lo de la Bisa, -y lo miró asustada.
– Es difícil que puedas explicármelo, -hizo un gesto con la boca de incredulidad.
– Mi abuelo me contaba que el último que él supo, fue un policía francés y gitano, qué cuando los alemanes nos mandaban a campos de exterminio, él los escondía, y los llevaba fuera, a España o a Inglaterra, con un grupo de compañeros. Salvaron a cientos de gitanos del exterminio.
(Después comprobó que en Francia solo se habían deportado a los campos de extermino a tres mil quinientos Roma o Romanís, qué fueron a los campos de exterminio de Dachau, Ravensbrueck y Buchenwald. Comparando, por ejemplo, con Rumania que mando a más de veinte mil a los campos de exterminio o Croacia, donde ejecutaron a más de veinticinco mil gitanos, era una cifra pequeña, lo del tal Pierre el Zorro (Le Renard), como le llamaron, podía haber sido cierto. Más de la quinta parte de los roma, romanís o gitanos de Europa fueron exterminados por los nazis, alrededor de doscientos veinte mil, (aunque otras fuentes hablan de quinientos mil)
– ¿Y cómo terminó?, -preguntó con interés.
– Mal, lo fusilaron, -Rosa agachó la cabeza
– O sea, que encima de que me endiñáis el título éste, ni me protege ni nada, muchas gracias, pero te digo que no.
– Tú no dices nada, el don te escoge a ti, tú te callas y palante, -írguió la cabeza.
– Qué suerte tengo, y ¿tú?, -le preguntó a Rosita.
– Ni idea, -le contestó.
– Esto lo arreglo yo rápido, -la tomó de la mano y la arrastró hasta donde estaba Tomás.
– Tío Tomás, ¿puedes venir?
Se acercó a ellos y les preguntó moviendo las cejas.
– Veras, Tomás, lo mío, me lo ha intentado explicar Rosita, pero ella, ¿qué tiene que ver en todo esto?
– Algunas veces, el protector es tan destructivo, que tiene que haber alguna forma de pararlo, de calmarlo, y esa es Rosita, es tu peso en la balanza.
– Joder, qué historias, -contestó con mal tono.
– Ya verás, hijo mío, -se apesadumbró de lo contado, poniéndole la mano en el hombro.
Lo miró un momento y se marchó.
[1] Errol Leslie Thomson Flynn (n. Hobart, Australia; 20 de junio de 1909 – f, Vancouver, Canadá; 14 de octubre de 1959) fue un famoso actor australiano-estadounidense de cine, conocido por sus personajes de galán, aventurero temerario y héroe romántico
[2] Navaja de mariposa o de abanico (balisong), en la que el mango está dividido en dos mitades que pueden pivotar a ambos lados de la base de la hoja. Su apertura se puede realizar por inercia mediante un movimiento circular y rápido de la mano que sostiene la navaja.