Pablo y Rosa. Capítulo XIII. Por Fin la Misión

Rosa piensa con razón que hoy se ha pasado, piensa que es una burra y basta, y que para una vez que están juntos, y solos, bueno, si se olvida a Ange, va y mete la pata, ¿eructar? ¿Cómo un camionero?, ¿el cubata?, si no ha bebido en su vida, le duele la cabeza todavía, pero quería parecer mayor, y el de la cara de póker, que no se inmuta por nada, la tiene loca.

               ¿Lo siente de verdad o sólo por llevarle la corriente a una niña?, no lo cree, no lo sabe… se va a volver loca, mejor dicho, la van a volver loca.

               ¡Qué nervios!, le va a dar algo, y Ange no es la misma desde lo de la pelea de Pablo. No puede hablar con ella, y eso le duele, el no poder contar lo que le está pasando a la mejor amiga que tiene. Espera que ya se le haya quitado, esta tarde ha estado casi normal.

               Pero, le da igual.

               Pablo es suyo, y si alguien se lo quiere llevar va a tener que quitarla de en medio a ella.

Otro día en el caldero, pasando calor y sudando como un cerdo. Llama a «Panadería».

– ¿Fiscal Lozano?, -una voz femenina le contesta.

– Sí, ¿quién es?

– Pablo Maldonado de la policía.

– Ah, el inspector perdido.

– No señora, he contactado casi todos los días con el comisario Delgado.

– Era una forma de hablar.

– Ya se están aclarando las cosas.

– Dígame.

– Valdivia soltó al fin el puerto, es Sines, pero ha costado trabajo.

– ¿Al sur de Portugal?, -pregunta.

– Efectivamente, me ha pedido además que averigüe el número de los conteiner que entrarán la próxima semana importados por una serie de empresas.

– ¿Cuantas son?, -vuelve a preguntarle.

– Seis.

– Mándeme un mensaje de texto con los nombres, no iré en comisión rogatoria a Portugal, sino que pediré algunos favores a amigos portugueses, es cuestión sólo de Registro Portuario, es casi público.

– ¿Podría pedir una Orden de Registro para los conteiner?, si no es muy complicado.

– Lo intentaré, va a ser difícil, pero veré que puedo hacer.

Pablo siente como duda al responderle.

– Muchas gracias.

– Manténgame informada.

– Lo haré.

– Adiós.

– Adiós.

Y desconecta el móvil.

               Vuelve al puesto entre los gritos de las primas y el barullo de los paseantes y clientes.

               Todo discurría con normalidad, puesto, comida, cena, mirada de Rosita, mirada suya, vuelta a empezar.

               Esa noche, después de los cafés, volvieron a quedarse solos.

– Pablo, -le preguntó Tomás

– ¿Tienes los números?

– Todavía no, están en ello, -le responde.

– Diles que aligeren, porque ya mismo nos vamos, -Tomás lo miró fijamente.

– ¿Cuándo?

– Mañana, -aseguró Ricardo.

-Estate preparado, salimos con la fresquita.

– ¿A dónde vamos?, -preguntó de nuevo.

– A Mérida, a casa de unos amigos, a resolver un problema, -Ricardo nada más habló del tema.

– De acuerdo, -asintió, no le quedaba otra.

– Estate preparado a las seis de la mañana, -pidió Ricardo.

– ¿Y quién se queda con las niñas?, realmente Pablo estaba preocupado.

– No hay mercadillo para ellas hasta que volvamos. Además, viene mi sobrino Rafael para estar al quite, tú has acojonado bastante al personal, falta de respeto a Rosita, te las entiendes con el Callao, -le asegura Ricardo.

               Cinco de la mañana y en planta. Desayunan en silencio, salen a la calle y cogen el Citroën de Ricardo.

               Los despiden en la escalera, ninguna quiere bajar, pero se les ve la preocupación, ninguna mujer gitana hará ademán a un hombre de que se quede cuando tiene que hacer, bueno, lo que tiene que hacer.

               Arrancó el coche y salieron de la calle, pero en vez de rodar en dirección a Mérida, cogieron la carretera de Granada. Apenas unos kilómetros circulando por ella cuando Ricardo tomo un camino de tierra, se dirigió hacia la entrada de una finca y la atravesó, un kilómetro después, llegaron a una destartalada casona, en la que los esperaba un hombre moreno con gorra y la cara picada.

               Salieron, le besó la mano a Tomás y estrechó la de Ricardo.

               Sacó las cosas del coche siguiendo las instrucciones de Ricardo y esperó, instantes después apareció el mismo hombre conduciendo un BMW 325 IXS, antiguo, pero de pintura impoluta.

               Se bajó del coche y entregó las llaves a Ricardo, este se subió al coche, Tomás se colocó a su lado, él puso las cosas en el capó, y se sentó en el asiento trasero del coche.

               Ricardo hizo apenas un ademan de despedida al hombre que levantaba la mano despidiéndose, aceleró el coche que rugió como un tigre.

– Buen coche, -afirmó al oír el sonido del motor.

– Para viajar es mejor este que el Citroën, -aseguró con sorna Ricardo.

– Sí, bastante mejor, -respondió Pablo, intentando tener el mismo tono.

               Ahora sí cogieron la carretera de Badajoz, la de la Ruta de la Plata, que, en la parte de Córdoba hasta Zafra, es de un solo carril y bastante peligrosa.

               Ricardo le apretaba como si le fuera la vida en ello, y el coche respondía con el ruido de un gran motor bien cuidado; adelantaba los camiones con una seguridad pasmosa.

– Pablo, -lo llamó Tomás.

– ¿Sí?, Tío Tomás, -contestó.

– Así me gusta, porque a partir de ahora llámame solo Tío a mí y a Ricardo, tú serás a partir de ahora el Callao, no abras la boca si no te preguntan, y di lo justo.

– Si hay algo que no entiendas te lo callas, y después nos lo preguntas, -le pidió Ricardo.

– Bien, sin problemas.

– Una pregunta, Pablo, y perdona que te sea tan directo, ¿a ti te gusta Rosita?

– Sí, tío Tomás.

– No te pregunto como persona, sino como mujer, -notó la voz seria del viejo.

– ¿A quién no le gustaría una belleza como Rosita?, -intentó desviar la conversación.

– No le des vueltas, Pablo, sabes perfectamente de que estoy hablando, -le repitió Tomás.

– Si, -no se paró a pensarlo.

– ¿Y qué?, -preguntó el Ayo Tomás.

– Sí, ya lo he dicho, -corroboró lo que sentía.

– Joder con el Callao, -comentó seriamente Ricardo.

– Y a ella ¿le gustas tú?, -le preguntó Tomás.

– Eso habría que preguntárselo a ella, -le respondió Pablo, que no las tenía todas consigo.

– Ya se lo he preguntado, -le contestó Tomás.

– ¿Y qué respondió?, -volvió a preguntar Pablo, preocupado.

– ¿Tú qué crees?, -le preguntó a su vez Tomás con socarronería.

– Dímelo tú, Tío Tomás, -y por dentro, Pablo estaba expectante.

– Pues lo que ya sabes, que sí. Si nos pasara algo a Ricardo y a mí, te doy permiso, para que, si quieres, la cortejes como gitana, con el respeto debido, tienes la aprobación de Ester y su familia, los Carmona, que ya tienen conocimiento de todo esto.

(En caso de muerte de los varones de un clan las mujeres suelen ir con el clan de la mujer mayor sobreviviente, salvo que ésta sea del que se ha perdido).

– Tío Tomás, miedo me das, -le respondió

– Soy muy viejo, y cuando os vi a los dos juntos la primera vez sabía, que erais uno para el otro, pero tendréis que sortear un mar de problemas y peligros, -auguró con voz cansada.

– A mí me cuesta entenderlo, -comentó Ricardo.

-Pero si mi padre lo dice, -continuó hablando-, está hecho.

               Poco más hablaron en todo el trayecto.

               No pararon ni a tomar café, llegaron del tirón, era en la calle Helguin, cerca de la carretera antigua de Almendralejo.

               Ricardo paró ante un adosado de muy buen aspecto, pintado de un color amarillo que recordaba lo cerca que estában de Portugal.

               Ricardo tocó el claxon, y se abrió la puerta de un garaje, allí metió el coche. Abrieron las puertas, y con dificultades, Pablo salió del coche pues la puerta no abría del todo.

               Salieron por la entrada interior del garaje, pasaron un arco que daba paso a un gran salón.

               Allí los esperaban más de diez personas, gran parte de los cueles eran mayores, casi de la edad de Tomás; se levantaron todos y dieron la mano a Tomás y Ricardo, con reverencia.

– Este es Pablo, lo conocen por el Callao, ya sabréis porqué, está apalabrado con mi nieta Rosita, y cuida a un viejo como yo, junto con mi hijo, -explicó Tomás.

               Soltó las bolsas, y dio la mano uno a uno, solo agachó la cabeza cada vez que la daba.

– Enhorabuena Tomás, buen mozo para la Joya. Que te colmen de felicidad y de hijos varones tu casa, -le deseó un anciano de pelo de blanco transparente, que era el que parecía tener más mando allí.

– ¿Estáis cansados?, -preguntó el anciano.

– No, aseguró Tomás, comencemos, -se sentó, Ricardo lo hizo a su lado y él se quedó de pie.

               En ese momento miró a los que estaban sin sentar cómo él, eran jóvenes y fuertes, posiblemente los que cuidaban de cada uno de los ancianos.

               Entraron dos mujeres vestidas de negro, ya mayores, colocando dos bandejas con cafeteras y pastelillos, todo el mundo calló.

               Una vez que se marcharon, el que había hablado con Tomás se presentó.

– Soy Juan Reche, de los Reche, patriarca de mi familia y persona designada por todos, para que intente arreglar la mala sangre que existe entre los Rastrojos y los Valdivia desde hace ya veinte años, y que no termina de acabar. Que esta vez sea la definitiva, -miró a uno de los de su derecha.

– Yo soy Fernando Soto, de los Soto, patriarca de mi familia, estoy aquí para asegurar que los Rastrojo vienen de buena fe, y para acatar lo que aquí se diga. Doy mi palabra.

               El que estaba al lado de Tomás habló.

– Soy Francisco Rojas de los Rojas, patriarca de mi familia, y vengo para asegurar que los Valdivia vienen de buena fe, y para acatar lo que aquí se decida.  Doy mi palabra.

               El último a la derecha de Juan Reche, se levantó, era un hombre pequeño, con el pelo echado hacia un lado para disimular la calvicie, lleno de oro en las manos y el cuello, la cara como la de una liebre y muy moreno.

– Yo soy Manuel Rastrojo, de los Rastrojo de Mérida, y vengo a exponer la misma queja que hacemos desde hace ya tanto tiempo, y que llevamos sin que hallemos compensación adecuada.

               Vaya elemento, pensó Pablo, rondaría los sesenta, las manos grandes, expresión de lobo, boca nariz y orejas grandes, delgado, pero fuerte, alguien con el que no quieres tener problemas.

– ¿Cuál es tu queja, Rastrojo?, -preguntó Reche.

– El yerno de Tomás Valdivia se llevó la vida de dos de mis hijos, mi primogénito Manuel y mi Luis, que Dios los tenga en su gloria, hombres cabales, a los que de mala manera el de la sangre de ese, el Aurel, -y le señaló a él-, les arrancó la vida cuando apenas tenían veinticinco años. Exigí y exijo ahora que la hija del asesino de mis dos nenes, se case con mi hijo superviviente Juan Rastrojo, para que todo vuelva a su ser natural.

               Hubo un silencio que sólo se interrumpió por el movimiento de las tazas de café.

               El que estaba detrás del Rastrojo lo marcaba con una mirada asesina, ahora sabía por qué.

               También era un buen elemento, parecía fuerte y decidido, supo que tendría problemas con él, mejor tenerlo donde se le pudiera ver.

               Tomás sin levantarse, dejó la taza de café, después si se levantó.

– Soy Tomás Valdivia de los Valdivia, y reconozco lo que cuenta Rastrojo, pero todos sabemos que no fue en la forma en la que él lo quiere explicar. Pero lo más importante y que deben de conocer, es que mi nieta Rosa, hija de Aurel, está apalabrada con Pablo Lupei, aquí presente, y que mi palabra dada no se puede romper, pero aquí está Pablo, si alguien quiere reclamarle a él, estará, y los Valdivia a su lado.

– Muy listo, -exclamó enfadado el Rastrojo-, apenas tres días que la apalabraste, y con un desconocido.

– No es así, la conoció hace más de un año, pero hasta que no ha resuelto los problemas que tenía en el norte no ha podido venir a pedir a la niña, -explicó Tomás mirando al Rastrojo despectivamente.

– ¿Y tú que problemas tienes que has tardado tanto en volver si tanto la querías?, -le preguntó a Pablo el Rastrojo.

– Mis problemas, -solo eso habló, y no añadió más.

– Pablo, el Callao está aquí enfriándose, -explicó Tomás.

– ¿De qué?, -insistió el Rastrojo.

– De un problema con la Pestañí, su familia está presa, -siguió explicando Tomás.

– ¿Qué hiciste, pegarle a un niño?, -guaseó el Rastrojo sonriendo.

– En una redada, tumbé a dos policías y me llevé al hospital a otro.

Puso el listón un poco alto, pero era muy difícil que pudieran comprobarlo. Pablo tenía que hacer saber que el que se quisiera meter con él, iba a tener problemas.

– ¿Jaco?, -preguntó el Rastrojo.

– Jaco, -le contestó él.

– Como el Aurel, la misma sangre, la misma mala sangre, -movió la cabeza con asco.

– Si alguien quiere verla, que venga conmigo a la calle y que me la saque, si tiene…, -les habló, retando a cualquiera de la sala.

– Basta Pablo, y tu Rastrojo, no hemos venido a que se ofenda a nadie, -les recordó Tomás.

               El Rastrojo se dejó caer en el sofá mirando hacia el techo.

– ¿Y tú otra nieta?, Valdivia, -preguntó Rastrojo.

– ¿Ángela?

               Ricardo se irguió del sillón.

– Esa es mi hija, y ni usted ni nadie va a decir nada sobre ella, no está apalabrada con nadie, pero tiene a su padre y a su familia. Este asunto no le va ni le viene a ella, y no quiero oír hablar más del tema.

               Reche tomó la palabra.

– Todos sabemos que la disputa entre Aurel, y los Rastrojo fue justa, Aurel mató a los Rastrojo cuándo estos fueron a matarlo, y que salió malherido de la disputa, sin que se tenga conocimiento del paradero de Aurel hasta hoy, -prosiguió hablando-, por lo tanto, establezco que no hay deuda de sangre entre las dos familias, y que cualquiera que quiera la sangre del otro derramará la de los suyos. He dicho, y se cierra la disputa.

– ¿Pero…?, -protestó el Rastrojo, y Soto lo cogió del brazo, indicándose que se callara.

               Reche continúo hablando.

– A pesar de ello, también creo que los Rastrojo merecen una compensación para que todo vuelva a ser paz entre las familias. Que así sea.

               Los Rastrojo y los Soto se levantaron y después de despedirse con un apretón de manos se marcharon.

               Quedaron los Rojas, los Reche y los Valdivia.

               Habló Reche.

– Cuánta mala sangre eran sus dos hijos, malos como la peste, el Aurel se los cargó, y ellos quieren sacar ventaja de ello veinte años después. Por cierto, buena jugada, Tomás. ¿Es verdad que es apalabrado serio?

– Ponlo al lado de la Rosita y después intentas despegarlos, -le retó Tomás.

               Reche lo miró.

– Buen mozo y con dos cojones, pero quítalo del jaco, no trae nada bueno. ¿Tú te metes?, -le preguntó a Pablo.

– Nunca, solo quiero tener para comer.

– Como todos, hijo mío, pero hay formas, -lo miró con pena.

– Reche, me ha prometido que no habrá nada de eso en el futuro, me ha dado su palabra y lo creo, -afirmó el abuelo.

– Bien, -asintió Reche, miró a Ricardo, este negó con la cabeza.

– Entonces, ¿la Ángela no entra?

– No, -negó rotundamente Ricardo.

– A ver que le doy a estos cabrones para que acabe esta pelea, -miró al techo como buscando una respuesta.

               Se levantó, saludó a todos y se marchó.

               Apenas se hubo ido, Tomás le comentó.

– Este es Paco Rojas, hemos pasado juntos mucho y es como mi hermano.

-Algo tienes que ser para que Tomás te haya dejado acercarse siquiera a la Joya, enhorabuena chaval, te llevas lo más bonito del mundo.

– Lo sé, y gracias, señor Francisco, -le respondió Pablo con respeto.

– Sí que habla poco, -confirmó Rojas.

-Eso es bueno.

               En ese momento le sonó el móvil.

– Con permiso.

Se disculpó, al ver que en el móvil aparecía el nombre de Tía Ester, se alarmó. Tomás le levantó la mano, dándoselo.

               Fue a una habitación que resultó ser la cocina.

– Dime Ester, -le contestó un grito histérico de la mujer.

– Pablo… ¡ay!, Pablo que se las han llevado.

– ¿Que dices?, -se asustó él también.

– Que mandé a las niñas a un recado hace más de dos horas, y que no han vuelto, he llamado a todos y nadie las ha visto, las mandé a la esquina y han desaparecido las dos, como el humo, ¡ay Dios mío!, que me muero como le haya pasado algo a las niñas.

– Espera, tía, -salió de la habitación, se acercó a Ricardo, y le habló al oído-, Tío, ¿puedes venir conmigo?, -se lo dijo en voz baja.

– ¿Qué pasa?, -preguntó.

               Le hizo una ademan con la mano para que le siguiera, él se levantó, y al llegar a la cocina se lo contó.

– Problemas, se han llevado a las niñas, -y le pasó el teléfono.

               Cuando empezó a escuchar lo que le decía su mujer se puso blanco.

               Sólo le escuchó… “su p… madre” … “cabrones” … “los voy a rajar”

               Colgó el teléfono y de un salto se plantó en la habitación donde estaban sentados los viejos.

– Pápa, que se han “llevao” a las niñas.

– ¿Qué dices?, -preguntó alarmado Rojas.

               El viejo Valdivia se puso blanco, aquello no lo tenía previsto, y le había pillado fuera de juego totalmente.

               Él volvió a la cocina mientras discutían acaloradamente como había sido, y qué iban a hacer.

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