Pablo y Rosa. Capítulo XII. Caracoles

Vaya día, pensó Rosa, comenzó con Ange insoportable, a la segunda bordería[1] que lanzó sobre Pablo, la mandó a la mierda y ya no volvieron a hablarse en toda la mañana.

               Y por la noche, el desastre, el mil veces hijo de p… de Yayi, casi se lo mata, ¿ahora a ver qué le contaba Ange?, que le arrancaba los ojos. Cuando lo vio chorreando sangre pensó que lo habían matado, pero gracias a Dios eso se curaba, durante un instante quiso morirse, morirse ella y que él siguiera vivo, las lágrimas le salían como si tuviera todas las del mundo, no podía controlarse, qué mal rato, tuvo que ponerse feísima, pensó, hinchada y blanca, pues sólo daba   hipidos, no podía ni articular palabra.

               Cuando vio su mano hacer el tonto, y hacer la señal de la victoria, le dieron ganas de reírse, y lloró más.

               Con el alma en los pies, que casi no podía andar, le llevó el plato, y se sentó a su lado, y lo miró como intentando que no se fuera a mover de allí para siempre, para que no le pudiera pasar nada malo.

               Le pareció eterno y un segundo, cuando le besó la mano se le subió el pavo y quería morirse de gusto.

               Cuando le susurró lánguidamente.

– Gracias.

– ¿Por qué?, -le preguntó.

– Por existir, -se derramó, y sin saber por qué, empezó a llorar como una tonta, pero de felicidad.

Lo despertó el ruido del movimiento de cajas.

Se levantó, y sintió el picor de la herida, parecía estar cerrando bien, tampoco era tanto, más escandalosa que otra cosa, sólo había atravesado la piel.

– Un momento, voy con vosotros, -pidió con una sonrisa.

– No, -se lo intentó impedir Ricardo.

– Hoy voy yo.

– No, -le contestó Pablo

               Ricardo lo miró.

– Vale, Tarzán.

               Fue a su cuarto, se cambió de ropa, se lavó la cara.

Al pasar por la cocina, se sirvió un poco de café y cogió un mendrugo de pan del día anterior.

– Vámonos, -sin decir nada más se montó en la furgoneta.

– Ehhhh, -exclamó Rosita.

– Que quedan cajas que meter.

– No puedo, estoy herido, -Pablo puso cara de estar muriéndose.

               Río, lo miró.

– Que poca vergüenza que tienes.

– ¡Ay!, ¡ay!, -le contestó Pablo, como si tuviera quince años.

               Nada más llegar al mercadillo, la sempiterna Dolores se acercó al puesto y cogiendo a Rosa de la mano, se la acercó y le preguntó.

– ¿Cómo está tu hombre?

– Bien, Dolores, un costurón en el pecho, grande, pero ya lo ves, aquí está, -lo señaló con orgullo.

– Porque es un hombre de los de antes, ni llamó a la policía, ni nada.

– No, Dolores.

– Eso está bien, es cosa de hombres, ya lo arreglaran los mayores, el Yayi ha desaparecido y lo están buscando, cómo lo encuentren…, -Dolores movió la cabeza.

-Ya Dolores, pero es que casi me lo desgracian, -a Rosa se la veía preocupada.

– Pues desgració a los otros, que orgullosa te tienes que sentir, niña.

– Hinchá como una pava, Dolores, -una gran sonrisa llenó su bello rostro.

– Así tienen que ser los hombres, buena pieza has cogido, con dos cojones, -afirmó Dolores, asintiendo con la cabeza.

               Y se fue.

               Rosita lo miró con cara de resignación.

– ¿Ya lo sabe todo el mundo?, -preguntó Pablo en su inocencia.

– ¿Tú qué crees?

Pablo puso cara de resignación.

-Oye, ¿y qué es eso de que lo están buscando?, -preguntó extrañado.

– Porque te atacó a traición, cara a cara y uno a uno es una cosa, lo que te pasó a ti ayer es algo muy distinto, -comentó como si fuera una sentencia que debía de conocer.

– ¿Y si le cogen, que pasa?, -volvió a preguntar.

– Te llamarán a ti al Consejo de Ancianos, y ellos verán lo que se hace.

Pablo pensó que para ellos era santa palabra, era su ley.

– ¿Sin policía?, -preguntó de nuevo.

– Son nuestras leyes, tan antiguas o más que las vuestras, -afirmó sin pestañear, para ellos era lo natural, lo que debía hacerse.

– Mira que sabe la gitanita, -puso cara de admiración.

– Cállate Payo, -le sonrió dulcemente.

– Yo pa callarte te daba un beso, pero no me dejan, -le contestó de corazón.

– Porque no quieres, -sonrió pícaramente.

               Se levantó e hizo el amago de ir tras de ella, pero salió corriendo, escondiéndose detrás de las cortinas.

               Se volvió a sentar.

– Mariquita, -se oyó detrás de las cortinas, -la vio enseñando la cara con una sonrisa picarona.

– Ya… Ya… si te cojo…

               Y se rieron.

               Ange los miraba, callada, y Rosa ni quería verla, a pesar de que los miraba fijamente.

               Aquella tarde los dejaron salir a Rosita y a él a dar un paseo, Ange fue con ellos porque los tenía que acompañar de carabina; nada más dieron la vuelta a la calle, Rosita se le agarró de la cintura y él le echó el brazo sobre el hombro.

               Iba vestida como una niña, con una falda azul plisada y una camisa rosa, zapatos castellanos planos y el pelo suelto, apenas si se había echado algo en sus pestañas que hacían que cuando miraba solo se le vieran los refulgentes ojos azules. Nada más de pintura llevaba, ni falta que le hacía.

               Salieron a la Iglesia de San Lorenzo, bello edificio, con su pequeño jardín de rosas rojas, allí se detuvo, y sin importarle lo que le dijeran, cogió una y se la dio a Rosita, cogió otra y se la di a Ange, que aceptó a regañadientes.

               Continuaron por la calle Escañuela y se pararon en cualquier establecimiento que expusiera algo, cacharros de cocina, para los que tuvieron palabras de admiración o de desprecio. Él, como no entendía nada, se calló. Lo mejor que pudo hacer. Las primas volvían a estar en salsa.

               Llegaron a la Plaza de la Magdalena, con su bella iglesia y jardines, y vio un tenderete atestado de gente.

– ! Caracoles ¡

Exclamaron las dos al unísono. Y se olvidaron de todo.

– ¿Caracoles?, -comentó Pablo con asco.

– Si cateto, caracoles, una delicia para personas con clase, no como tú, cateto, -Rosita lo miró como si no supiera de las cosas buenas de la vida.

               Se acercaron en su extraña conversación.

-Yo de los chicos o de los gordos, cabrillas…….

               Jerga extraña e incomprensible.

– De los chicos.

Rosita se colocó delante de él y comenzó a saltar como una niña pequeña.

-De los chicos, de los chicos…

– Vale, -contestó-, pero yo no quiero.

– Tú te lo pierdes, cateto, -lo miró con cara de desprecio.

               Se acercó al puesto, y aprovechándose de su corpulencia, tardó poco en llegar a la barra.

– Dos de chicos, -gritó, intentando imponerse al vocerío.

– Ya va, -logró oír una voz medio sepultada entre tanto ruido-, marchando.

               En segundos aparecieron dos vasos de cristal llenos de pequeños caracoles nadando en una solución marrón clara. ¡Qué asco!, pensó.

               Pagó, y al cogerlos los soltó de golpe, estaban ardiendo, un señor de al lado le indicó dos servilletas, lio los vasos y le puso el pulgar hacia arriba.

-Gracias.

Le intentó decir entre el vocerío, y salió del bullicio de la barra.

               Ellas estaban en una mesa alta con taburetes, en la que en el medio sobresalía una sombrilla cerrada por la inutilidad de abrirla a la sombra como estaban.

               Lo esperaban como niñas pequeñas, Rosita daba palmas, pronto sabría que era un bicho devorador de caracoles.

               Cogieron los vasos y le dieron un trago a aquel caldo de pecaminoso color.

– ¡Qué bueno!, qué bueno está, -exclamaban ambas a la vez.

               Hicieron sitio entre las servilletas usadas, se acercaron unos cuencos para las cáscaras, y cogieron los palillos de dientes.

               Se hizo el silencio, apenas interrumpido por un sorber de vez en cuando a algún caracol que se resistía a ser engullido.

               Una velocidad de vértigo que le sorprendió, bueno, hasta que la vio comer gambas.

               Uno tras de otro iban pasando al cuenco de las cáscaras, en instantes ya llevaban medio vaso cada una.

               Rosita que estaba a su lado, le pidió.

– Pruébalo, -le acercó el vaso, y señaló el caldo que contenía el mismo.

– Ni loco, que asco, -y era lo que realmente pensaba.

– No tiene cojones, -le indicó Ange a su prima.

               La palabra mágica.

– Vale, -le acercó el vaso, y probó un pequeño sorbo, era picante y tenía sabor a hierbas del campo, fuerte pero agradable, y caliente como los santos óleos. No estaba malo.

               Ella le pegó un sorbo, y lo retó.

– Vamos a ver si de verdad tienes cojones, porque lo del caldo era para mariquitas.

               Cogió un caracol, sacó el animal, y se lo mostró en todo su esplendor, retorcido y negro, con los pequeños cuernos en la punta ¡qué asco!, pensó, y ella se lo acercaba inexorablemente.

– No hay huevos, no hay huevos.

Gritaban las dos.

               Hizo de tripas corazón y lo introdujo en su boca, de sabor bien, pero la textura era otra cosa, hizo un esfuerzo y lo tragó.

– ¿A qué está bueno?, -le preguntó Rosita en su inocencia.

– Si tú lo dices, -le contestó con cara de asco.

– Tan grande y tan escrupuloso, -se volvió y siguieron comiendo.

– Prima, -le preguntó Rosita.

– ¿Aquí es donde ponen los gordos con callos?

– Creo que sí, -respondió Ange.

– ¿Nos los hacemos?, -volvió a preguntar Rosita a su prima, poniendo cara de malvada.

               Rosita se volvió a él y le ordenó.

– Grandullón, dos de caracoles gordos con callos.

               Operación barra, espera y extracción.

               Ya habían terminado con los pequeños y esperaban con expectación los siguientes.

– ¡Qué pinta tienen!, -comentó Ange con los ojos como platos.

– Dámelos, que me desmayo, -le pidió Rosita a Pablo extendiendo los brazos.

               Repetición del exterminio, pero esta vez con caracoles más grandes, y encima callos, algo ligerito. Tomaron el pan que venía en los platos, y empezaron a mojar sopas como si se fuera a acabar el mundo.

               Rosita levantó la mano.

– Secretario, dos de gordos a la Carbonara.

– ¿A la Carbonara?, -preguntó extrañado.

– Calla, esclavo, y sirve a tus amas, -señaló con el dedo hacia el puesto.

– Sí señoras, agachó la cabeza, -nada podía discutir.

               Operación barra de nuevo.

               Efectivamente, eran caracoles tan gordos como los anteriores, pero tapados casi completamente por una buena ración de salsa Carbonara.

               Más mojeteo, “que buenos están, yo prefiero estos”, decía una, “yo prefiero los otros”, y así seguía la conversación científica que mantenían ambas.

               Un rato después, terminaron, Pablo creía que todo había acabado, y se disponía a marcharse cuando su Joya ordenó.

– Esclavo, una de chicos, y una de gordos en salsa, y que no falte el pan, que ha estado escaso, -ni contestó, se dirigió a la barra otra vez.

               Se los colocó en la mesita, y ante su asombro, Rosita, se acercó los dos y se dispuso a comérselos ella sola.

– ¿Todos son para ti?, -exclamó sorprendido.

               Lo miró como si estuviera tonto.

– Déjala Pablo, como le guste algo se pone hasta el moño, y encima ni engorda ni revienta, -le avisó Ange.

               Rosita los miró con desprecio como si fuéran tontos, y se dispuso a comerlos echándose el pelo a un lado.

               La ejecución era la siguiente, caracol, caracol, sopa grande de pan, terminas con ella te bebes casi todo el caldo, que está picante y ardiente, y a una velocidad parecida a la de la luz, destrozas un buen puñado de caracoles.

Terminó de comer soltó un ah…. y mirando alrededor y viendo que nadie estaba cerca de ellos, soltó un eructo de los buenos.

– No es bueno dejarlo dentro, -exclamó con una sonrisa.

– Pero mira que eres basta, y delante de Pablo, -le recriminó Ange.

– El que quiere la col quiere las hojitas de alrededor, -y puso cara de redicha.

               Pablo lo entendió perfectamente, y le pareció perfecto, sí que estaba enganchado.

               Le agarró del brazo, y señalando al frente, ordenó, más que pidió.

– Allí enfrente está la Facultad de Derecho que es para aprender, pero un poco más adelante hay una heladería y yo quiero comer.

               Con lo pequeña que era, le pegó un buen empujón y le hizo ir en la dirección que quería.

– Vamos prima, que nos enfriamos, -ordenó mirando a Ange.

               Y salieron en estampida; a apenas cien metros de los caracoles, efectivamente, estaba la heladería, se sentó en una silla del velador, los demás hicieron lo mismo.

               Se acercó un señor mayor con camisa blanca, y le preguntó.

– Rosita ¿lo de siempre?, ¿un helado dietético?, -el hombre puso una medio sonrisa.

– Dos, Carlos, -y mirando a su prima le preguntó con la cara abriendo mucho los ojos.

– No, Carlos, yo quiero un cucurucho de helado de pistachos.

– De acuerdo.

Oído, marchando, y efectivamente se marchó.

– Me parece muy bien que tú te comas un helado dietético, pero yo no he comido nada, y me hubiera gustado tomarme algo con más fundamento, -le recriminó desde su inexperiencia, pero tenía hambre.

               Ange sonrió.

               Al momento apareció el camarero y le puso delante a Rosita una gran copa con ocho enormes bolas de helado de distintos sabores.

               Le colocó otra a su frente y el cucurucho a Ange.

               Se quedó mirando el enorme helado, y Rosita le preguntó.

– ¿Oye si el sabor de alguna bola no te gusta, me la pasas?, que aquí cae, seguro.

               Sorprendido respondió.

– Pero Rosita, ¿dónde echas eso?

               Ange se irguió, y le rogó.

-No, Rosita, cállate, -haciendo el signo negativo con el dedo índice.

– ¿Dónde?, -volvió a preguntar.

– No preguntes, Pablo, -le volvió a advertir Ange.

               Pero era tarde.

– Dentro de un rato, cuando lleguemos a casa, pasa por el cuarto de baño, y lo sabrás.

– Pero que guarra eres, -Ange puso cara de asco.

               A Rosita se le salía el helado de la boca de la risa que le había entrado.

               Pablo no estaba acostumbrado a un lenguaje así en una mujer, pero no sabía porque, se rio, le pareció la broma más linda del mundo, adoraba esa alegría que él no tenía.

               Chascarrillos los llaman en el sur, chistes, bromas, los llaman los de fuera, pero nunca con la gracia que se explican aquí, que te sacan un chascarrillo de la situación más nimia de la vida. Y ríen, como si no hubiera mañana, trabajan como animales, pero ríen, valoran la amistad, no les da miedo tocarse, lo mismo se enfadan que se abrazan, como se dice en el sur, lo mismo se comen que se devuelven, él quería aquello que no tenía, y que a Rosita le salía sin esfuerzo.

               La noche era fresca y traía el aroma de las flores del cercano Parque, el de Puerta Nueva, se estaba a gusto allí, y con la compañía, se sentía pletórico.

               Terminó su copa, y cogiendo la suya arrebañó con la cuchara el helado derretido de dos bolas que no se había terminado.

– Soy Feliz, -comentó con cara de dicha Rosita-, estómago lleno y buena compañía, que más desearía, -levantó la mano, y mirando a su prima le preguntó moviendo la cabeza rápidamente.

               La prima contestó.

– No, yo no quiero más.

– ¿Y tú, Callao?, -le preguntó con guasa-, ¿naranjita?, -asintió.

               Carlos se había acercado.

– Un cubata de ron para mí, y una naranjita para la señorita, -le señaló con la cara, el camarero sonrió, pero se dio la vuelta rápidamente, muchos kilómetros.

– Rosita, que eres menor de edad, -le intentó poner algo de conocimiento en la cabeza.

– Dímelo cuando estoy trabajando como una burra, además es para la digestión.

– Déjala, es una borrica, -le advirtió Ange.

– Si, pero la burra más bonita de esta feria del “ganao”, -una medio sonrisa adornó el bello rostro de Rosa.

– Cuando estás graciosa…, -le comentó aburrida Ange arrugando la cara.

               Se agarró a su brazo con fuerza.

– ¿Cuándo nos casamos?, cariño, -le preguntó.

– Cuando tú quieras, -le contestó Pablo.

– En octubre, que me estoy haciendo vieja.

– ¿Dentro de diez años?

– Eso quisieras tú, este año, -le dio un pellizco en el brazo.

– No sé si voy a poder, -Pablo puso cara de interesante.

– ¿Por qué?, -lo miró con cara de extrañeza.

– Porque no lo tengo anotado en la agenda, -le contestó con seriedad.

– Mira el payo como aprende, -y se río, después le pegó un trago al cubalibre y le volvió a preguntar.

– ¿En qué Iglesia?

– En un restaurante con barra libre, -Ange soltó una carcajada.

– Dónde las dan las toman y callar es bueno, -le comentó Ange.

– ¿Ya estás viva?, zombi, -le preguntó sacando la lengua a su prima.

– Cállate, bulto con ojos, -Ange le sacó también la lengua.

               Y se rieron ambas.

– ¿Pero de verdad os gustáis?, -preguntó Ange.

               Rosita, agitó la cabeza arriba y abajo como si estuviera loca.

               Ange lo miró interrogándolo, no tuvo más remedio que decir.

– Sí, -le salió tal como lo pensaba.

– Hay que me lo como, -exclamó Rosita casi saltando encima suya, y dándole un beso en la comisura del labio, él ni se movió.

– Esto no me lo creo, todo el mundo de mentira y vosotros de verdad, Pablo, que somos gitanas, -intentó explicarle Ange para que fueran sensatos.

– ¿Y qué?, -le contestó Pablo.

– Los problemas que vais a tener, además de que con ésta no te comes el pico una rosca hasta que te cases, -le explicó señalando a su prima.

– ¿Y qué?, -volvió a contestarle.

– ¿Una gitana y un payo?, -insistió Ange.

– Sí.

– ¿Cómo vais a resolver tantos problemas?, -les preguntó Ange.

– Uno a uno y conforme vengan, -le respondió Pablo, tan serio, que él mismo se sorprendió.

-Y tú, ¿qué dices?, prima, -le preguntó Ange a Rosita.

– Lo que él diga va a misa, y como le cuentes algo a la familia te mato, -Rosa puso cara de loba asesina.


[1] Palabra descortés, o de mala manera. (And.)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *