La de San Quintín, la que se había liado, con lo bien que empezó todo, pensó Rosa, que si lo de los niños, las miradas, y llega el gilipollas del Yayi…, lo hubiera matado ella, pero Pablo, ¡cómo lo manejó!, como un muñeco, y menos mal que llegó tío Ricardo, sino se hubiera liado aún más parda. Temió la salida del Yayi, con la mala folla que tenía él y su familia.
Y después, la imbécil de Ange intentando escaparse. Ya cuando volvieron, empezó a meterse de gordo con Pablo, y ahí la paró, ¡hasta ahí podíamos llegar¡, el pobre Pablo, que lo único que ha hecho desde que estaba allí eran cosas buenas. Se mosqueó, pues que se mosquee, pero de Pablo solo podía hablar mal ella y no lo hacía.
Lo que faltaba para el remate del tomate, la escapada, ¿en qué cabeza cabe?, ¿qué esperaba?, ¿que el Yayi se casara con ella?, desvirgada y averigua donde acabaría, con el rabo entre las piernas volviendo, pidiendo perdón con la vergüenza, o perdía, o de p… en cualquier agujero, porque la familia del Yayi sabía que son unos auténticos hijos de p….
Menos mal que su Pablo estaba al quite, ¡que listo es cuando quiere!, la cazó como un conejo, ¿y lo del móvil?, así se explicaba ahora como se conectaba con el Yayi, a ella se la pegó bien pegá, pero a su Pablo, no, ni muchísimo menos, es que es listo, y guapo… y se lo comía, pero cuando se casaran, ni un momento antes. Ella lo sabía y creyó que el también, no lo creía, lo afirmaba con la seguridad de haberle mirado a esos ojos verdes y no ver nada más que amor.
Ahí estaba la susodicha, roncando, hartita de dormir después de haber llorado más que María Magdalena, y ella allí estaba, velándola, que se desveló, y con la preocupación no se puede dormir.
– Hija de la gran p….
Jueves, y ya apalabrado, y si eso es en una semana, en un mes…, sonrió Pablo, no sabía cuánto era en serio, cuanto era broma, pero cómo Rosa quisiera, él querría, no sabía lo que le pasaba, pero estaba coladísimo, había tenido tonterías con nenas, como cualquiera, pero esto era totalmente diferente, era algo físico, se quedaba sin respiración, le dolía el estómago, sólo pensaba en ella, era como si se hubiera enganchado a una droga, no podía estar lejos de ella, su cabeza lo intenta poner todo en su sitio, pero el corazón no la dejaba, y ganaba el corazón por goleada. ¿Qué podía a hacer?, “lo que sea, será”, pensó, pero creía que sería lo que él quisiera y él, la quería a ella.
El día de hoy estaba siendo un poco espeso, apenas dos palabras con Rosa, y si las miradas mataran, estaría muerto mil veces, Ange estaba fina, pero fina, seguro que no le ladra, porque la prima le habrá leído la cartilla, si no, conocería ya, todo el espeso vocabulario de Ange.
Llamada.
– Buenos días, Señor.
– Ayer no nos contactó, -al Comisario se le oía enfadado.
– No me fue posible, era el día libre de la familia Valdivia, -que fue como para tranquilizarse, no mentía.
– Ya hablaremos de eso, ¿o cree que somos idiotas?
– No, señor, -supuso que lo habían pillado, no esperaba menos.
– ¿Algún problema?
– No, señor.
– ¿Alguna novedad?, -vuelve a insistir, si no lo saben…
– No, señor.
– Bien, manténganos informados, le paso con Montes.
– Hola, Boss, -oye su voz con algo de guasa.
– Hola, Montes, dime.
– La documentación está lista, junto con algunos datos de interés, y un móvil.
– De acuerdo, ¿cómo me lo entrega?
– Intente salir, tuerza a la derecha y siga todo recto, verá en una esquina un estanco, enfrente, justo a la derecha, al lado de la señal de stop, hay un bareto pequeño, los Infantes, entre y pregunte por Paquito Flores, siga al dueño, y me encontrará.
– ¿Le parece bien sobre las nueve, nueve y media?, -pregunta Montes, solo un escueto “si”.
Un silencio que hace de afirmación.
– Allí le espero, responde Montes, finalizando la comunicación.
Cuelga, el día continuo plácidamente, si quitaba las voces de las primas, el público, el movimiento de cajas y el sudor, que le hacían oler como un animalito del campo. Lo de siempre. Algo bueno, Rosita pasaba, lo miraba y sonreía, de vez en cuando le ponía los labios en forma de beso, y ella sonreía más, haciendo lo mismo.
De vez en cuando pasaba algún conocido de las primas y decía lo de «que buena pareja», «que seáis felices», y cosas similares, Rosita tenía unas palabras para todos, el parecía el Papa, un saludo, un estrechar manos, y pare usted de contar.
Aquel día el moreno daba de lo lindo, cuando comió, se bebió un litro de gazpacho casi de un tirón.
Todos lo miraron extrañados.
– ¿Qué?, -preguntó Pablo que no sabía el por qué.
– Madre del amor hermoso, antes le compro un traje con charreteras que tenerlo otra vez en casa, -afirmó Ester. Fue la tónica general, salvo Ange, que le echaba miradas venenosas.
Siesta de las de antonomasia, cayó como un leño, y se levantó a las siete, con la almohada mojada de saliva. Nadie que no haya trabajado en el sur comprendería la necesidad de tal invento, uno de los mejores que había probado. Cerca de una hora se quedó allí tirado intentando poner en orden sus pensamientos.
Se puso unos pantalones cortos y unas deportivas, bajó a la cocina.
Estaba Ester sentada, descansando después de su siesta.
– ¿Ester?
– Dime guapo, -le contestó con una sonrisa.
– Voy a salir a correr.
La mujer se levantó, y de una alacena cogió algo.
– Toma las llaves de la casa, quédatelas, -le entregó un manojo de ellas.
– Gracias.
Anochecía cuando salió de la casa, aún era temprano, y a pesar del calor que hacía, le apetecía dar una vuelta, tomó el camino de la Ribera y le hizo un largo de un par de kilómetros, llegó al Arenal, un par de vueltas, y volvió hacia la cita con Montes.
Encontró sin dificultades el bareto que le había explicado Montes, pasó la cortina de canutillos, y se paró en la ajada barra del bar.
Se le acercó el señor mayor que estaba detrás de ella.
– ¿Qué le pongo?, -le preguntó con indiferencia.
-Busco a Paco Flores.
– Sígame, -le pidió, y empezó a andar sin pararse a mirar si le seguía, realmente no había nadie en el bar.
– Hombre, Boss, ¿qué viene, de la guerra?, -era Montes, que sonreía.
– Cinco kilómetros con la fresquita, -le contestó mientras que intentaba recuperar el aliento.
– Ganas de morir joven, yo también hacia eso hasta que me cansé.
– Se nota, al tajo, -lo interrumpió.
– Jefe, ¿quiere algo?
– Si, algo de naranja, y agua, mucha agua.
– Gaspar, tráete naranjada y mucha agua, si algún día tienes que decirnos, algo contacta con Gaspar, le dices el mismo nombre y él nos traslada el mensaje.
– ¿Seguro?, -preguntó sin estar totalmente convencido.
– Total confianza, tiene el bar porque le gusta y era de su padre. Cabo Gaspar Ramírez 35 años en el cuerpo, -le informó ufano.
– De acuerdo, cuéntame.
– Aquí tienes un DNI a nombre de Pablo Lupei.
Iba entregándomelos uno a uno.
– Un teléfono de contacto con la Policía Portuguesa, que ya está avisada de que va a ir un Policía Español, pero en general, todavía no le hemos contado lo que no sabemos.
– Bien, -Pablo asintió, todo parecía ir bien.
– Dame el móvil, -Montes puso la palma de la mano.
Cogió su móvil y lo restableció a valores de fábrica, era del cuerpo.
– Toma el nuevo, uno más antiguo de los que no llevan GPS, pero lo lleva, si podemos despistar algo, mejor.
Tomó el móvil, y en un momento le instaló el programa espía, comprobó que funcionaba y se lo guardó.
– Y ahora, ¿me cuentas la Historia del Boss y La Rosita?, -le preguntó con una media sonrisa.
– ¿Lo saben en Comisaría?, -no era bueno que lo conocieran, podrían hacerse una idea equivocada.
– Todavía no, -le respondió moviendo la cabeza levemente de un lado a otro.
– Te agradecería que no comentaras nada, no quiero dar lugar a equívocos.
– ¿Equívocos?, el Valdivia se las sabe todas, ya ha marcado a la nieta, el que quiera que se meta, ahí estas tú, pero ten cuidado, esa niña es el objetivo de más de uno.
Montes sabía de lo que hablaba.
– Lo sé, -afirmó Pablo, asintiendo con la cabeza.
– Un bellezón y el poder de Valdivia, buen lote.
– Es cierto que es guapa, -comentó intentando parecer sin interés-, pero es una niña, -quiso quitarle importancia.
– ¿Una gitana con diecisiete años?, esa es más mujer que una paya con veinticinco, ten cuidado con la Joya, que la niña es guapa como ella sola.
Montes conocía lo espectacular que era Rosa.
– Soy un policía en cumplimiento de mi deber, -sacó pecho.
-Y también un hombre, -constató Montes que sabía más que él.
Cortó la conversación.
– Mañana intentaré llamarles si hay algo de interés, -le comentó cambiando el tercio.
– De acuerdo, Boss, porque la fiscal llama tres veces al día, el súper jefe está agobiado, quítele un poco de presión, -rogó, lo tenían agobiado.
– Deme el teléfono de la fiscal.
– Está en el móvil, «Panadería», -lo señaló con el dedo en la pantalla.
– Ingenioso, -le contestó mientras se bebía el último sorbo de agua.
Le tendió la mano a Montes.
– Gracias por todo.
– Cuidado, Boss, -supo que se lo decía en serio.
– Por la cuenta que me trae.
Salió del reservado, apenas si había dos clientes en todo el bar; cuando llegó a la calle ya eran casi las once y era noche cerrada, nadie se veía por allí, aquella parte estaba muy mal iluminada.
Arrancó corriendo, iba a torcer para meterse en la calle de los Valdivia, cuando vio abierta una panadería, llevaba la cartera encima y decidió comprar algún dulce para la cena.
En ese momento sintió un arañazo en el estómago, reaccionó inmediatamente saltando hacia atrás, entonces vio a un tipo con un pasamontaña que intentaba darle una puñalada de nuevo, le echó la mano hacia un lado, desequilibrándolo, en ese momento, cuando el pecho del atacante pasó a su lado, le dio un rodillazo que lo dejó sin aliento. Se había salvado el haberse desviado para la panadería, en otro caso lo hubieran rajado de arriba a abajo.
Inmediatamente otro tipo que intentó clavarle una navaja directamente al pecho, aquella era difícil de evitar, pero gracias al entrenamiento actuó sin pensar, de un golpe en la muñeca desvió la navaja hacia arriba, el resto del cuerpo, fue hacia él, le dio un rodillazo en las pelotas con todas sus ganas.
El tercero lo miraba sin saber qué hacer.
– Hijo p… te voy a matar, -movía la navaja de un lado a otro.
– Ven para acá, -le pidió Pablo, indicándole con los brazos que lo hiciera.
– Hijo p…, hijo p…., -no dejaba de repetir señalándolo con la navaja.
Pegó un tirón como para ir a por él, se dio la vuelta y salió corriendo.
Se volvió rápidamente hacia los otros dos, el primero intentaba levantarse, le dio una patada en las costillas desde atrás, y volvió a caer al suelo con todo su peso, el de la patada en los huevos, seguía sentado, gimiendo, se fue a por el primero, le quitó el pasamontaña y no le resultó conocido, le dio con la cabeza en el suelo por si acaso, y se volvió a por el segundo, le quitó el pasamontaña, era el Yayi, se lo había imaginado.
Lo miró:
– Hijo p.…, hijo p.…, me has reventado los huevos.
Lo cogió de las manos con las que se sujetaba los testículos y apretó, oyó como un estertor.
– La próxima vez que te acerques a cualquiera de la casa, te quedas sin ellos.
Volvió a apretar con más ganas, y chillando, el Yayi se dejó caer de lado jadeando.
Se incorporó, y se dio cuenta de que le habían dado un tajo superficial de siete u ocho centímetros, cinco centímetros más abajo del esternón, pero que echaba sangre como un cerdo.
Se quitó la camisa que ya estaba manchada, hizo un lio con ella, y se apretó la herida.
Caminó hasta la casa de los Valdivia.
Entró despacio para que no le oyeran, ya estaban cenando, se movió por detrás de la ventana, para que Rosita, que estaba en frente de ella, lo viera.
Cuando levantó la cara, le hizo señas de que saliera, le miró con cara de sorprendida, pero un minuto después estaba a su lado.
– ¡Ay! Dios mío ¿qué te ha pasado?, -preguntó con la cara blanca.
– No es nada, ya te cuento, tráeme algo para curarme.
Se levantó y salió disparada por la escalera, pero el viejo Tomás que presidia la mesa se dio cuenta de que algo pasaba, asomó la cabeza al patio y llamó.
– ¿Rosita?
Esperó unos instantes.
– ¿Pablo?
Volvieron a preguntar. Ya no tenía sentido.
– Aquí estoy, Tío Tomás.
Se acercó y cuando vio la sangre que le goteaba hasta los pantalones, lo cogió del hombro.
– Entra, entra, -lo arrastró al comedor. Se dejó llevar.
Todos pararon inmediatamente de comer, Ester se echó las manos a la cara, Ange, a pesar de todo puso cara de espanto, Ricardo de un salto se acercó a él, le quitó la camiseta y puso una servilleta de tela.
– No es nada, -les comentó.
– La sangre no llueve del cielo, -contestó con cara seria Ricardo-, ¿A ver?, -y levantó la servilleta, Ange puso los ojos en blanco y tuvo que sujetarla su madre, era una herida escandalosa.
En ese momento entró Rosa con un pequeño botiquín que Ricardo le hizo dar.
Con manos expertas, limpió la sangre, roció de Betadine[1] la herida hasta ponerle amarilla la barriga, después tiró de los extremos para ver la profundidad.
– Pablo, puntos, eh.
– Sí, lo sé, -asintió mirándose la herida.
Cogió la aguja del botiquín, le echó alcohol, y lo comenzó a coser, tenía la herida caliente, pero a pesar de ello, a Pablo le dolía como el demonio; en apenas un instante había terminado.
Hizo el nudo y me preguntó.
– Dime, ¿quién ha sido el mala madre?
– Imagínate, -le contestó-, el Yayi y dos más, con pasamontaña.
– Qué es, ¿qué lo reconociste por el aspecto?
– No, se lo quite, le van a estar doliendo los huevos tres meses, y a su colega las costillas y la cabeza, el otro salió por piernas.
– Más fuerte le tenías que haber dado, -le susurró con odio Ricardo al oído.
– Le he dado bien, no te preocupes, que le he avisado que como se acerque a esta casa se los corto.
– Bien hecho, -le sonrió Ricardo.
– Hijo mío, si quieres dejarlo te comprendo, -comentó Tomás,
– ¿Por esto?, -señaló la herida-, no, -movió la cabeza con fuerza, negando.
Rosita no decía nada, tenía el rostro arrasado de lágrimas.
– Rosita, que no me ha pasado nada.
– Si te pasa algo me muero.
Después miro alrededor, como si hubiera dicho algo inapropiado, pero nadie hizo el menor comentario.
– Rosita, tráele de su cuarto una camisa, -le pidió el Ayo.
Ricardo le estaba vendando alrededor del torso para que no se le abriera la herida, sabía lo que hacía, no era nuevo en esos menesteres.
Tomás se sentó a su lado y cogiéndolo de la mano, casi le susurró.
– Cuantos problemas te traemos.
– Tío Tomás, estos no son problemas, estos sí, -Pablo señaló la cicatriz de un balazo en las costillas-, recuerdo de Galicia oeste, este otro de una reyerta un poco más al sur, -señaló en el brazo un corte profundo de un cuchillo fruto de una gran pelea en el Bierzo.
Rosita seguía dando jipíos con la mano en la boca, acurrucada en un sillón enfrente de mí.
Levantó la mano señalándola y moviendo los dedos, y al final poniendo el signo de la victoria.
Pareció sonreír, pero siguió llorando.
– El chaval éste no se corta por nada, voy a tener que darle un repaso, -habló Ricardo, con una voz a tener en cuenta.
– Tranquilo, hijo, cada cosa es en su momento, Pablo está bien, y él se ha llevado lo suyo, estará tranquilo un tiempo, no necesitamos mover más los problemas, -comentó a su hijo el Ayo.
– Pues Tomás, si no es por la suerte, que volví a la panadería para comprarles algunos dulces, no estoy aquí, me hubiera rajado de arriba a abajo.
– Pápa, que hay que pararlo, -insistió Ricardo.
– Más ganas que tú, tengo yo, es mi derecho de sangre, Pablo es de la familia y me llama la venganza, pero no es el momento, -repitió el Ayo.
– No vayáis a hacer ninguna estupidez, ya lo pillaré yo, -les avisó Pablo con voz seca.
– ¿Tienes hambre?, -preguntó Tomás.
– Sí.
– Niñas, ponedle algo para comer, a mí se me ha quitado el apetito, -les pidió Tomás.
Los demás dejaron la mesa y los dejaron a Rosita y a él, que le trajo un plato de viandas frías y pan.
Se sentó a su lado con la cara hinchada y lo cogió del brazo.
– Yo no sé qué haría…
No la dejó terminar.
– Soy durillo de pelar.
– Pero…, -y lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
– Déjalo, estoy bien.
Agachó la cabeza apoyándola sobre la mesa y se quedó mirándolo fijamente mientras comía.
Sintió la calidez de su compañía, y cayó más rendido a sus pies, se paró el mundo de nuevo y sólo quedó la burbuja que los envolvía.
Terminó, la cogió la mano y se la besó.
– Gracias.
– ¿Por qué?, le preguntó.
– Por existir, -le contestó mirándola a los ojos.
Otro perrerón[2], se levantó y se fue al patio.
– ¿Estás mejor?, -le preguntó Ester.
-Estoy bien, no te preocupes, dentro de una semana no tengo nada.
– Pues no vamos a tenerla, -le aseguró Tomás.
Un instante de parada.
– Niñas, traernos café, -pidió de nuevo Tomás.
Ester y Ange se levantaron sin decir palabra, se quedaron Ricardo, Tomás y él.
– Esto va rápido, -afirmó Ricardo.
-El puerto es Sines, primero pasamos por Mérida una noche, tenemos que arreglar unos asuntos, y al día siguiente, a Portugal, allí nos esperan.
– Bien, -fue lo único que pudo contestar Pablo.
– Nos van a tener que conseguir los contenedores que traen la próxima semana estas empresas, -Tomás le dio un papel con unos nombres anotados.
– ¿Estas son las que hacen pirateo?, -preguntó Pablo.
– No, son los caballos de Troya, -contestó Tomás.
– ¿Caballos de Troya?, -volvió a preguntar Pablo con extrañeza.
– Sí, pantallas, que no hay mejor contrabandista que el que no sabe que lo trae, -aseguró Ricardo.
– ¿Y cómo lo hacen?, -volvió a preguntar Pablo.
– Tiempo al tiempo, -le pidió Tomás.
-Y ahora tómate el café y descansa, -le volvió a decir Tomás.
Al fresco y después del ajetreado día se quedó dormido, echaron el toldo, y le pusieron una manta sobre el cuerpo, nadie se atrevió a despertarlo.
[1] Betadine está indicado como antiséptico de la piel de uso general, en pequeñas heridas y cortes superficiales, quemaduras leves, rozaduras. En el ámbito hospitalario, indicado como antiséptico del campo operatorio, zonas de punción, pequeñas heridas, quemaduras leves y material quirúrgico.
[2] Perrerón: Berrinche o llanto desconsolado. (And.)