Pablo y Rosa. Capítulo VIII. El Callao

Cuando Rosa lo vio sentado en la mesa comiendo, apenas intentándolo, también a ella se le quitaron las ganas, estaba preocupada por lo que les había contado el Ayo, pero, por otro lado, feliz de que él estuviera allí, aunque pareciera sombrío, estaba allí, y eso era lo que necesitaba con todo su corazón, tenerlo cerca, nada más pedía.

              No se habló en la cena, se fueron a la cama todos muy rápido, incluso Ange no abrió la boca.

              Rosa se sentía preocupada pero feliz por tenerlo cerca, en ese instante un doloroso pensamiento cruzó su cabeza, ¿qué pasaría cuando todo terminara?, se iría, y le dolió el alma, por un instante se lo imaginó, y se sintió más sola de lo que se había sentido en toda su vida, las lágrimas se escaparon de sus ojos, y su vientre se contrajo como si le clavaran un cuchillo, apenas si pudo dormir esa noche.

              Al día siguiente se sentía atenazada por el mismo dolor, y cada vez que lo veía, ese mismo dolor volvía con más fuerza, casi no podía acercarse a él. Hablarle le dolía y no podía hacer nada por evitarlo.

              Para más, apareció el maldito Calero, maldita sea su fea estampa, y se fue a por Pablo, pero su Pablo lo paró, con dos cojones, y se volvió a sentir tranquila, y feliz, incluso cuando ese cafre estaba intentando provocarlo, nada malo le pasaría mientras su Pablo, su Callao estuviera allí.

Pablo sintió unos golpes en la puerta, y se incorporó sin saber dónde realmente estaba, la noche había sido dura, y poco antes había cogido el sueño profundo, tardó en darse cuenta de donde estaba.

– Pablo, arriba, -era la voz de Ricardo.

              Aún era de noche, miró el móvil que se cargaba en la mesilla de noche, las cinco de la mañana, buena hora. Se desperezó todo lo grande que era, abrió la puerta y miró el pasillo, no había nadie, aprovechó para entrar al cuarto de baño y asearse, no se le ocurrió afeitarse, siguiendo las instrucciones de Tomás, y en ese momento se preguntó, ¿porque seguía casi ciegamente las instrucciones del Ayo?, pero este pensamiento sólo duro un instante. Se vistió y bajó a la cocina.

              Ya estaban todos sentados en la mesa, se les veía cara de cansados, posiblemente habrían pasado una noche pesada como el mismo, y tampoco tenía que gustarles la situación. Se tomó el café sin decir palabra después de desear buenos días, y perdió la vergüenza, el hambre le podía, y empezó a destrozar una tostada tras otra, había muchas, pero más hambre tenía en aquel momento, llevaría cuatro, cuando al ir a coger otra se encontró con la mano de Rosa que intentaba también coger la última que quedaba, los dos se miraron y retiraron la mano.

– Cógela, -le pidió a Rosa Pablo.

– No, -negó Rosa-, cógela tú.

Lo miró con la perdición de sus ojos azules.

– Por favor, -Pablo insistió embobado con su mirada.

– Dejaros de tonterías, -se oyó a Ester, -estoy haciendo más-, ya tenemos otro lobo comiendo, como si no tuviéramos bastante con Rosita.

– Sí, -exclamó en voz alta Ange.

-Dos con saque, que Dios nos ayude, vamos tener que comer como los pavos para poder coger algo con estos dos al lado, porque de Pablo se entiende, ¿pero de la canija rubia?, -y miró a Rosita como si fuera una alimaña.

              Rosa le devolvió la mirada, y le contestó.

– Lo que estoy pensando ahora te lo voy a decir luego, -la chica arrugó el labio.

– Qué miedo, qué miedo, replicó Ange levantando las manos, y rio en voz alta.

              Ricardo la miró un instante y Ange calló como si hubiera pasado un ángel.

              Habló Tomás.

– Todos habéis escuchado lo que tenía que deciros, ahora quiero que os portéis de acuerdo con lo que os he dicho, Pablo.

Lo miró fijamente.

– Tú cuidarás de mis nietas y las ayudarás en todo, habla lo menos posible, y escucha y aprende de todo, pon los oídos en lo que se habla, hazte con lo que puedas, de cómo somos…

Agachó la cabeza.

-Te va a hacer falta.

– De acuerdo, Tomás, -contestó, por Rosa haría lo que fuera…, por Ange, también.

– Ponte estas gafas, -le pidió Ricardo, acercándole un par de ellas-, y vístete con esta camisa, y unas zapatillas de deporte, nadie de nosotros viste como tú cuando está vendiendo.

              Miró las gafas, no eran precisamente su estilo, azules polarizadas, y la camisa sin mangas, sin hombreras, lo más hortera que había visto en su vida, pero posiblemente nadie pensaría que era policía con esa facha.

              Subió y se cambió, cuando bajó de nuevo se levantaron de la mesa, él los siguió. Abrieron el almacén, después una puerta que se comunicaba, en la que estaba aparcada la vieja furgoneta, la abrieron, y le indicaron que ayudara a meter las cajas que le iban dando en el vehículo, donde ya se había metido Ange, que las iba colocando, no pesaban nada, y en un momento estuvo cargado.

              Tomás que había permanecido observándolo todo, les comentó.

– A partir de ahora eres para todos «el Callao», -lo señaló con el bastón.

– Vale, -respondió, los demás asintieron de una forma u otra.

              Se acercó a Pablo y le habló en voz baja.

– Llama a tus jefes, pero hazlo donde nadie te pueda escuchar, a partir de ahora, cuántas menos cosas extrañas hagas, mejor, y borra del teléfono la agenda, que cualquiera que lo pueda coger no pueda deducir que hay nada extraño.

– De acuerdo.

– Pues al tajo, -ordenó Tomás-, Callao tú vas a llevar la furgo, y me sigues a mí, os ayudaré a montar para que aprendas, y estate pendiente, mañana lo harás solo.

Ricardo no admitía réplica.

              Se lo ponían duro, además no era capaz de deducir lo que pensaba Ricardo, a él sí que no lo había visto sonreír desde que lo había conocido.

              Se montó en el asiento del conductor y arrancó el destartalado motor de gasoil, que sorprendentemente sonó bien, dejó que se calentara, y mientras, las dos primas se sentaron sin decir palabra, se notaba además que estaban cansadas.

              Ester abrió la puerta del garaje, y con todas las dificultades del mundo pudo sacar la furgoneta en aquella angosta calle, parecía que iba a rozarla si no estaba pendiente. Sorprendentemente, la furgoneta iba como una seda, y podía tener más de veinte años, el aspecto engañaba.

              Ricardo en un Citroën Xara los esperaba al final de la calle, lo siguió por las tortuosas calles hasta que salieron directamente a la antigua carretera General, cerca del Cuartel de la Policía de la Ribera, lo miró casi con cariño, y volvió a seguir a Ricardo por la amplia Avenida. Salieron a la Autovía, y poco después volvieron a entrar en la ciudad, iban al Mercadillo del Sector Sur, allí cerraban al tráfico la calle y montaban los puestos.

              Ricardo paró el coche, y Pablo se colocó a su lado siguiendo las indicaciones que le daba.

              Nadie había abierto la boca en todo el trayecto.

– Callao, saca los hierros.

Orden imperativa.

– Sí, Tío, -contestó obediente.

              Sacó los largueros metálicos, poniéndolos en el suelo, se acercó, y le fue indicando mientras le ayudaba, qué hacer con ellos, no era complicado, todo estaba muy estudiado, vería mañana, cuando estuviera solo.

              Se acercó una vieja matrona morena, ya entrada en años, también tenía que haber sido muy guapa de joven, pero que ahora, lucía el aspecto de una gitana clásica, como de película.

– Ricardito, ¿quién es el mozo?, -preguntó la mujer poniendo los brazos en jarra.

– Pablo «el Callao», de la familia del Padre de la Rosita, que viene para echarnos una mano y dejar su tierra, que hace mucho frio, Dolores. Él va a acompañar también a mi Pápa, -le contestó Ricardo con familiaridad.

– Otro gitanito rubio como la Rosita, ya no sabes quién es gitano y quién no. Pero mu apañado el chavea, -afirmó la señora mirándolo.

– Ya veremos, Doña Dolores, que el tiempo nos lo dirá, que es un favor el que le hacemos, a ver si responde, -Ricardo movió la cabeza de un lado a otro en señal de duda.

– La familia, Ricardito, que algunas veces ayuda y otras pesa, -la señora movió la cabeza afirmando con gestos lo que había dicho.

– Pero es familia.

Ricardo abrió los brazos.

– Eso es sagrado. Os dejo, que tengo a los nenes montando y no me fio ni un pelo, nos vemos, Callao.

La señora se marchó, moviendo con ampulosidad sus grandes caderas.

              Pablo asintió con la cabeza, tenía miedo de abrir la boca. Con su pinta de hortera se sentía incómodo, pero al mirarse en el espejo que acababan de poner las primas, no se reconoció, y eso le tranquilizó.

              Mientras habían estado pendientes de la visita, las primas habían montado unos percheros largos.

              Rosa lo llamó.

– Callao, échanos una mano.

Ellas estaban colgando en el perchero las prendas, ayudadas por unos extensores de hierro, después las acercaban hasta dejarlas colgadas, se acercó cogió una y la colocó sin ayuda de ningún artilugio.

-Qué alegría, -rio Ange.

-Ya me gustaría a mí colgarlas así, a partir de ahora ya sé quién va colgar las prendas, -afirmó Ange con guasa, Rosita no abría la boca y casi ni lo miraba, él por su parte, sin darse cuenta, hacía lo mismo.

               En apenas una hora estaba todo colocado, las prendas en estado de revista, ordenadas por marca unas sobre otras, los vestidos y cazadoras colgadas en los percheros.

              Ange lo llamó.

– Mira, -y le indicó que se acercara a la furgoneta, – ¿ves esas cajas?

              Asintió.

              Le fue indicando cada caja por marcas, por tallas, por colores. Se quedó con lo que pudo, tenía buena memoria, pero aquello era un montón de información, Pablo esperaba retener lo máximo, para que no fuera pesado para ellas tenerlo allí.

– ¿Y tu padre?, -le pregunté a Ange.

– Ya se ha ido, mi padre, ahora lo ves, ahora no lo ves, pero haz algo chungo y aparece por arte de magia, te lo digo por experiencia.

La chica se lo aseguró con cara de resignación.

              Rosa estaba a su lado terminando de colocar unas prendas, y entonces se dio cuenta, aparte de lo bonita que era, lo pequeña y frágil que parecía, apenas si le llegaba al esternón, y como mucho pesaría cincuenta kilos, pero allí estaba, a las ocho de la mañana, sin una gota de pintura y bella como una diosa.

              Rosa se dio cuenta de que la estaba mirando y se alejó a la otra punta del puesto, haciéndose la ocupada.

– Chocho.

Su prima se acercó.

– ¿Qué te pasa?, -le preguntó-, que estás mustia.

Algún día se acostumbraría al lenguaje de Ange, y lo que no sabía, también al de Rosa.

– Olvídame, -le contestó Rosa poniendo cara de esaboría.

– Callao, habla algo, -lo miró y con los ojos le animó a que lo hiciera.

              Ya le habían perdido el respeto, pero era algo que ya esperaba.

– ¿Qué quieres que diga?, -preguntó con su simpatía natural.

– Tú di algo, verás cómo le cambia la cara, -le pidió Ange con sorna.

– ¿Quieres algo Rosita?, -le preguntó inocentemente.

– Que me dejéis tranquila, les echó una mirada de odio.

– Hoy está “pa” que le den, déjala Pablo, -Ange se volvió y siguió ordenando prendas.

              Ya se veían personas, que todavía, en pequeño número, se acercaban al puesto y miraban lo expuesto.

– Voy a llamar por teléfono, estoy allí en la torre de electricidad, si queréis algo hacedme una señal, yo os veré desde allí, -les señaló con la mano el sitio.

– Vale, -comentó con indiferencia Ange, Rosa ni levantó la cabeza.

              Pablo se alejó, llamó por teléfono al Comisario Jefe, y le explicó lo que había sucedido, le pidió instrucciones.

– Extraño, Maldonado, muy extraño, ¿cuál es su opinión?

– Ninguna, Señor, me dejo llevar.

– ¿Riesgo?, -volvió a preguntar el Comisario.

– De momento ninguno, todos me tratan bien, pero no puedo indicarle el propósito real de esto, -le contaba la verdad.

– Bien, páseme un mensaje de texto con los datos de su nueva identidad, y le proporcionaremos los documentos necesarios.

– Gracias, señor.

              Terminó la comunicación, ¿algo aclarado? para él, no, tendría que seguir.

              Mientras se acercaba al puesto un tipo de su edad se acercaba también.

              Le oí decir, «las más guapas del mercadillo».

              Era un muchacho menudo, bien vestido, con una pequeña perilla y cara de ratón. Se puso en el camino del tipo, delante de las primas.

– ¿Qué haces, gorila?, -le preguntó de malos modos.

              Se quedó quieto, poniéndose aún más frente a él.

– Pablo, que es amigo, -lo intentó calmar Ange, se echó a un lado.

– Paquito, que bueno verte, -le saludó Ange-, ¿ya has montado?

– Casi he terminado, está mi hermano rematando. ¿Quién es este?, -preguntó el muchacho señalándolo con mala actitud.

– Pablo, el primo de Rosita, le contestó Ange con una sonrisa.

– ¿Y el armario habla?, -volvió a preguntar el muchacho con la misma chulería.

– ¿Guasa?, -le respondió Pablo con mal talante.

– Oju, tu sí que tienes guasa, -le contestó el muchacho con media sonrisa.

– Déjalo Paquito, no quieras problemas con Pablo, es el acompañante del Ayo, ha venido para eso y para enfriarse un poco, -le advirtió Ange.

– ¿Enfriarse?, -preguntó el tal Paquito con cara de extrañeza.

– La Pestañí.

– Francisco Cortés, el Paquito, -se presentó y le ofreció la mano.

              Se la apretó bien apretada.

– Pablo Lupei, el Callao.

– Joder con el primo, ¿Qué comes?

Le preguntó el tal Paquito.

– Es mi primo, el de «Don Simón», -le contestó Ange riéndose.

– Y tú, Joyita, estarás contenta de tener aquí a tu primo, -se guaseó dirigiéndose a Rosita.

– Sí, -le contestó Rosa sin levantar la cabeza.

– ¿Qué le pasa a la Rosita?, -preguntó Paquito.

– Sus cosas, seguro que tiene sus cosas, -le respondió Ange haciendo girar la mano.

– Vale, -contestó con indiferencia Paquito.

– Me piro, y tú…

Se dirigía a él.

-A ver si nos tomamos unas cervezas.

– Cuando quieras, -le respondió Pablo con voz seria.

              Se alejó.

– Es un buen muchacho, el Paquito, trabajador y buena gente, pero tiene la boca muy grande, no lo asustes, le pidió Ange acercando su cara a su oído.

– Bien, -le aseguró que se portaría bien.

– Ange, -le pregunto Pablo.

              Dudó unos instantes.

– ¿Por qué le dicen a Rosita la Joyita?

– La llaman la Joya, -lo corrigió.

– Y ¿por qué?, -volvió a preguntar, estaba realmente muy interesado.

– ¿Hace falta que te lo diga?, porque se le cae la cara de guapa, ¿miento?, -le puso cara de «¿eres tonto?»

– No, -Pablo asintió.

– Yo ya me había dado cuenta de que tú también te habías dado cuenta, -y Ange se rio con ganas.

              Pillado.

– Tiene más pretendientes que ninguna muchacha que conozca, -volvió a acercar su boca a su oído-, no sé si sabes, que con nuestra edad para nosotros es normal estar ya casadas, e incluso con niños, pero el abuelo ha puesto una advertencia acerca de nosotras, nadie se puede acercar sin su permiso, y él no lo da, de ninguna de las maneras, y aquí nos tienes viejas y solteras, y sin nada a la vista.

– No lo sabía, -después descubriría que era cierto.

– Pues así es, y mucho tiene que confiar el Ayo para dejarte aquí solo con nosotras, -lo miró queriendo que le confiara algo, pero él sabía lo mismo que ellas o menos.

– Pero, si esto está lleno de gente, -dijo sin picardía, realmente lo pensaba.

– Tú no nos conoces, mañana estarán todos preguntándose quién eres, que estás aquí en el puesto solo con las dos nietas de Tomás Valdivia, -Ange asentía con la cabeza mientras doblaba prendas y más prendas.

– ¿Por qué tanto interés?, -le preguntó.

– Tomás Valdivia, ¿tú no sabes aún quien es el Ayo?, -Ange puso cara de, ¿tú no eres de aquí?, ¿verdad?

– Me lo imagino, -Pablo no quería parecer más ignorante.

– No, no te lo imaginas, si mi Ayo dice algo, no se pregunta nada más, termina la conversación. Ya lo irás viendo. Todo el mundo lo respeta, -levantó orgullosamente la cara, como si fuera una verdad no escrita.

– Pues con lo guapas que sois, tiene que tener peso Tomás, para que no se acerque ningún muchacho, -se lo dijo de corazón.

– Picarón, tu solo tienes ojos para la de la esquina, -y sonrió señalando a Rosa.

              Creyó que se había puesto colorado, o lo sintió así.

– ¿Te crees que no te he “calao” desde el primer momento?, lo que me extraña es que el Ayo permita que estés con nosotras, mejor dicho, con Rosita.

              Calló.

– No digas nada, hijo mío.

Ange se alejó de él, acercándose a Rosita, ayudándola a colocar prendas que ya estaban bien colocadas.

              Empezó el jubileo, las voces de pregoneo, Rosita se transformó en un torbellino, llevaba a varios clientes a la vez.

– Toma, cóbrate de la señora, -le daba el dinero a Ange.

– Tráeme los polos de tal color y de tal marca, -señalaba varios a la vez.

              Y Ange por otro lado, cuando quiso darse cuenta eran las dos de la tarde.

              Estaba mareado de tanto cobrar y mover cajas, y las dos continuaban pregonando, riéndose, dándose bromas, vendiendo. Era su salsa, las observó y se dio cuenta de que aquellas gitanitas eran las reinas de su reino, un reino de prendas piratas, outlet y demás, pero reinas.

– Pablo, ven para acá, -lo llamó Ange-, ¡Ven con nosotras¡, ¡Dolores!, -gritó-, quédate un momento aquí.

              Ya casi no había gente en el mercadillo.

– Te vamos a presentar a todo el mundo que conocemos, el Ayo nos ha dicho que lo hagamos, -le ordenó Ange y lo arrastró con ella.

              Y empezó el peregrinaje, cuando le habían presentado a cinco o seis perdió la cuenta, pero eran entradas las tres, cuando, bajo un sol de justicia, regresaron al puesto.

– Ya no tienen que preguntar quién eres, el que quiera saber ya conoce, -afirmó Ange como si fuera una vieja.

              El desparpajo de Ange era increíble, Rosita estuvo cordial, pero la que llevó la voz cantante fue Ange, que con su gracia hacía reír a todos los que se acercaban.

– ¿Y a ti que te pasa?, ¿te ha comido la lengua el gato?, -le preguntó Ange a su prima.

– Olvídame, -le contestó Rosa.

– Sé que no estás con esos días, así que dime qué te pasa, -Ange la cogió del brazo.

– Que me olvides, -Rosita pegó un tirón y se soltó de su prima.

– Vete a la mierda, -le respondió Ange dándose la vuelta.

              Recogieron en silencio.

– Y éste, ¿quién es?, Rosita.

Pablo oyó a una voz preguntar.

              Se volvió y vio parado frente al puesto, a un tipo alto, casi tan alto como él, más delgado, pero con tripa, de la edad del Ayo, quizás algo menos, pero poco, gitano a todas luces, aunque vestido de forma más moderna. Moreno, muy moreno, y con aires de avasallar, ojos negros y nariz cetrina, un bigotazo adornaba su cara.

– Mi primo Pablo, Don Antonio, -le contestó Rosita con educación.

– Niño, ¿sabes hablar?, -se dirigió a Pablo con malas formas.

– Sí, -le contestó secamente.

– ¿Con que tú eres el que ha sustituido a los Ugalde?, -lo miró despectivamente.

– Sí, -Pablo volvió a contestar con el mismo tono.

– Pues no pareces gran cosa, -afirmó con la misma mirada.

– A usted no le tengo que parecer nada, -Pablo lo desafió mirándolo directamente a los ojos.

– Pablo, con respeto, es Don Antonio Calero, -le explicó Rosa con un susurro.

              Se le encendió la bombilla, ¡el famoso Calero!, por fin, el protagonista de su historia, y no le gustaba.

– Yo devuelvo el respeto que me dan, -contestó con el mismo tono.

– Tiene cojones. Has venido al fresco me han dicho, -volvía a mirarlo con insolencia.

              Quería decir que me estaba escondiendo de la policía.

– Sí, -contestó secamente.

– ¿Qué habrás hecho, asaltar un puesto de chucherías?, -lo miró con una sonrisa de superioridad.

– Lo que tenía que hacerse, -le volvió a contestar con voz fúnebre.

– El Callao no te lo han puesto por gusto, pero si Tomás te ha cogido, así sea, bienvenido, -Calero asintió con la cabeza.

– Gracias, a lo que mande, -Pablo le respondió con el mismo tono de voz.

– Eso está mejor, -sonrió otra vez con desprecio.

– ¿Con que rumano?, -preguntó de nuevo.

– No, Don Antonio, español, mis padres eran rumanos, yo nací aquí, -lo miró fijamente a los ojos.

– ¿Y que estabas con los Horcajo?, -lo interrogó.

– Sí, -e contestó, se estaba cansando.

– ¿Dónde están ahora?

– En Nanclares de la Oca (Prisión), -respondió Pablo, imaginando que quizás lo comprobaría.

– ¿Feo?, -volvió a preguntar Calero.

– Muy feo, -asintió sin mover un músculo de la cara.

– Lo siento, te digo lo mismo, si necesitas algo me lo dices a mí o a mis nenes.

– Gracias, Don Antonio, lo haré.

– Abur.

              Y se marchó.

– Hijo de p…., -lo maldijo Rosita por lo bajo.

– ¿Qué pasa Rosa?

Estaba muy enfadada.

– Ese hijo de p… quería apalabrarme con uno de sus hijos, cuando el Ayo se lo prohibió, intentó que uno de los Ugalde también lo hiciera, y el abuelo respondió también que no, lo que lo colocó en una situación comprometida.

– ¿Apalabrada?, -preguntó, un lenguaje nuevo en un mundo desconocido.

– Prometerme para casarme, antes me tiro por el agujero de un pozo, son todos mala gente.

– ¿Quiénes son esos Ugalde?, volvió a preguntarle realmente interesado.

– Dos hermanos, fueron legionarios, y son malos como la quina, protegían, o eso decían, al abuelo, hasta que has llegado tú, eso los ha encabronado más, eso y el hecho de que estés con nosotras, los tiene en sal. Ten cuidado con ellos, el abuelo iba obligado porque lo han amenazado, pero ahora está más tranquilo sabiendo que estás tú aquí, porque le conté al Ayo que me habías prometido que nada nos pasaría mientras estuvieras con nosotras, ¿es verdad?

– Sí, contestó sin pensar, ambos sabían que era totalmente cierto.

– Ay, Rosita tiene toda la razón, mala gente ándate al ojo, y al cabrón del Calero lo mismo, odia al Ayo con todas sus fuerzas, quiere ser como él, ocupar su lugar, pero no le llega ni a la suela de los zapatos, -aseguró Ange.

              Recogieron y volvieron a casa de Tomás.

              Comieron como animales, sobre todo Rosa y él, le encantaba verla hacerlo, ¿dónde lo echaba?, parecía imposible que tan poca cosa pudiera albergar tanto apetito.

Terminaron y subieron, cada uno a su habitación a hacer la siesta, Pablo no estaba acostumbrado a dormir después de comer, pero aquel día lo agradeció, estaba realmente cansado.

              Durmió hasta las siete de la tarde, casi tres horas, como un bendito. Se levantó aturdido, como un zombi, y tardó un buen rato en volver a la realidad.

              Se lavó la cara, y bajó.

              Le esperaban Tomás y Ricardo, ninguna de las mujeres estaba allí.

– Ahora te íbamos a llamar, necesitamos que nos acompañes, además tengo que pedirte un favor, -le indicó Tomás.

              Salieron de la casa, no hablaron hasta que llevaban unos minutos caminando por las estrechas calles.

– Pablo, -le habló Tomás.

– Dime, Tomás.

– Ayo Tomás, -apostilló Ricardo.

– Acostúmbrate, y yo, tío Ricardo.

 – De acuerdo, -asintió.

– No sé si conoces que a mi nieta Rosa están intentándomela casar con gente que no la merece.

– Algo me han dicho las niñas, -contestó Pablo asintiendo con la cabeza.

– Con lo que hablan te lo habrán contado todo, ¿no, -aseguró Ricardo.

– Sí, -y sonrió por lo bajo.

– ¿Rosita?, -le preguntó sabiendo la respuesta.

– Sí, -sonrió.

– Este favor que te voy a pedir, es algo personal, no tiene que ver nada con lo nuestro, pero durante este tiempo necesito protegerla de cualquiera que mal la quiera, -Tomás habló seriamente.

– Pídame usted, -sabiendo que si era para proteger a Rosita su respuesta iba a ser afirmativa.

– Quiero que durante este tiempo que estés con nosotros, te apalabres con ella, así la dejarán tranquila, cuando todo esto acabe, cada mochuelo a su olivo, y de lo hecho, olvidado, ¿te importaría hacerme ese favor?, -lo miró esperando la respuesta.

– Considérelo hecho, -feliz, se sintió feliz.

– Por supuesto, eso no supone ningún derecho sobre Rosita, estamos hablando como personas honestas, ¿no Pablo?, -le preguntó seriamente Ricardo.

– Se lo prometo, -y lo miró a los ojos.

– Me basta tú promesa, la quiero con toda mi alma, y no me perdonaría que hubiera algún malentendido, -aseguró Ricardo.

– La tienes, ningún malentendido habrá, -le prometió Pablo con todo su corazón.

– Te lo agradezco.

Y el viejo también sabía que lo que afirmaba Pablo era cierto.

              Algo muy gordo estaba pasando, el viejo estaba protegiendo sus fichas, y ahora que veía al Calero, no entendía como Valdivia lo protegía.

– Todo hablado y justo a tiempo, ésta es la casa, -señaló Ricardo.

              Llamó a una aldaba e inmediatamente una señora mayor abrió.

– Ay, Señor Tomás, Dios se lo pague que haya venido, -y cogiéndole la mano se la besó.

              Les indicó que pasaran y la siguieran, era una casa muy antigua, y al contrario que la de Tomás, se veían signos de pobreza.

              Llegaron a un ajado salón donde los esperaban de pie varias personas, una mujer que sólo lloraba, un señor muy mayor, que parecía muy castigado por la vida, de delgado asustaba, se le marcaban los hoyos de las mandíbulas, y unos niños, tres, limpios, aunque no muy bien vestidos. El hombre mayor se acercó a Tomás.

– Ay, Señor Tomás, Dios le bendiga por venir a esta humilde su casa, -se acercó y también le besó la mano.

– Antonio, siéntate, -le pidió el Ayo con autoridad.

              La mujer más joven, bien parecida, aunque con bastante sobrepeso se acercó y le besó la mano.

– Este es mi hijo Ricardo, al que conocéis, y este es un primo de mi Rosita, Pablo, -lo presentó Tomás.

              Todos lo miraron con respeto, el Ayo era algo serio.

              Se estrechamos las manos, y se sentaron alrededor de una vieja mesa.

– Dime, Antonio, ¿qué ha pasado?

– Mi Lorenzo que lo ha cogió la Pestañí, y no tenemos ni para abogado, y mire usted el panorama, tres churumbeles que apenas si levantan un palmo del suelo, ¿cómo vamos a sobrevivir?

– Vamos a ver, Antonio cálmate, -Tomás le ofreció un pañuelo al viejo, al que se le habían escapado dos enormes lágrimas- por el abogado no te preocupes, Céspedes irá a verlo mañana, ya he hablado con él, me ha informado de que dos años seguro, quizás algo más, -continuó hablando Tomás.

– Ay Dios mío, exclamó la señora mayor, mientras que sollozos entrecortados salían de su pecho-, ¡Mi niño!

Casi gritaba.

– Aurorita, -le recordó Ricardo-, ya le avisamos a tu nene que se estuviera quieto.

– Pero los niños tienen que comer, ellos no tienen la culpa, le rogó a Tomás el señor mayor.

– Pan para hoy y hambre para mañana, ya lo hubiéramos solucionado de alguna manera, -afirmó Ricardo-, pero el cogió la calle de en medio, y ahora estamos aquí.

– Bueno, el problema ya llegó, -comentó Tomás-, y lo importante es solucionarlo, dile a tu nene que se coma lo que tenga que comerse, que esté tranquilo, -continuó Tomás-, ¿tengo vuestra palabra de que lo convenceréis para que cuando salga, tenga claro que hará lo que yo diga?

– Si no, lo mato, -aseguró el señor mayor.

– La Caja de los Alivios está abierta, -Afirmó Tomás.

– Dios lo bendiga, -gritó la señora mayor-, Dios lo bendiga.

– Tendréis todo lo necesario para comer, ningún lujo, pero no os faltará algo que llevaros a la boca, y ya le buscaremos algo a tu nuera, ¿sabe cocinar?, -preguntó Tomás.

– Como los ángeles, le contestó en voz alta la señora mayor.

– Todo en su sitio, -afirmó Tomás.

– Que Dios lo bendiga, -volvió a decir el señor mayor.

– ¿No quieren que les ponga nada?, -preguntó la señora mayor.

– Otro día, Aurorita, -le contestó Ricardo-, tenemos otros recados que atender.

              Se despidieron, marchándose.

              Apenas habían salido de la casa, Ricardo comentó.

– Pápa, el chico es un bala perdida, -y miró a su padre.

– ¿Crees que no lo sé?, ya le advertimos que tenía una familia a la que darle de comer, pero no nos hizo caso, y lo han cogido robando una moto, ¡será imbécil!, -afirmó Tomás moviendo la cabeza.

– Pues eso, Pápa, -volvió a decir Ricardo.

– Y dime tú, ¿qué culpa tienen esos angelitos?, ¿tú serás capaz de comerte un pastel mientras ellos pasan hambre?, -le preguntó Tomás a su hijo.

– No, Pápa, -y Ricardo agachó la cabeza.

– Pues ya está todo dicho. Pero cuando salga el Chivo, el Lorenzo, me lo traes y tenemos una buena conversación, que será la última, -y Tomás señaló con el dedo a Ricardo.

– ¿Destierro?, -preguntó Ricardo.

– Sí, y que lo sepa todo el mundo, -Tomás miraba al cielo, se le veía cansado.

– Así será, -susurró su hijo.

– Pablo, -Tomás se dirigió a él-, esto es lo que yo hago, poner las cosas en su sitio.

              Pablo no estaba preparado para lo que había pasado, no sabía si meterlo en el cajón de la mafia o en la de ayuda social, quizás en ambas.

              Se calló.

– Que bien puesto está lo de el Callao, -apostilló Ricardo, y no se volvió a hablar hasta que llegaron a casa de Tomás.

              Una vez allí, el anciano los reunió a todos.

              Se sentaron en la mesa del patio.

– Tengo que deciros algo importante, algo que atañe a las niñas, más concretamente a Rosita.

              Todas estaban expectantes, creo que ninguna tenía la más mínima idea de lo que Tomás tenía que decirles.

– Todos sabemos que a Rosita la agobian los pretendientes, y los únicos que podemos defenderla somos Ricardo y yo.

              Todas asintieron.

– La única forma que tengo de protegerla, es que se apalabre con alguien para que la dejen de agobiar, además, si tenemos que dejaros solas es mejor que la niña quede al albergue de la promesa de un hombre, -continuó hablando-, le he pedido a Pablo que me haga el favor durante el tiempo que este aquí, -lo señaló-, que se apalabre con Rosita, por supuesto no es de verdad. Cuando termine esta situación, todo vuelve a estar como estaba, y Pablo me ha dado su palabra de que se portará como un caballero y yo no dudo nada de su palabra.

– Pero Ayo, es que es algo muy importante lo que quieres hacer a ojos de todos los demás, -le suplicó una preocupada Ester.

– Lo que pretendo es mejor que dejarla desamparada, creo que así es, si alguien se sobrepasa con ella sabrá que tendrá una deuda de sangre con nosotros. De otra forma, cualquiera puede tomarla, y ofrecer en reparación el casamiento, que es lo que temo que alguien le está rondando la cabeza, -El viejo sabía cosas que los demás desconocían.

              “Mal tienen que estar las cosas”, pensó Pablo, para soluciones tan drásticas, pero por él, bienvenidas sean, y una sonrisa le iluminó la cara, cosa que hasta a él mismo le sorprendió.

– ¿Tú qué piensas, Rosita?, -le preguntó Tomás a Rosa mirándola fijamente.

              Agachó la cabeza.

– Lo que tú digas, Ayo.

– ¿Sin quebrar tu voluntad?, -seguía mirándola con cara seria.

– No, Ayo, -Rosa continuaba con la cabeza agachada.

– Así sea, concluyó Tomás.

-Por el bien de todos.

– Pablo, -y lo miró fijamente-, a ti te doy la obligación de proteger a Rosita de cualquiera, sea quien sea.

– Así lo haré, Ayo Tomás, -prometió el también.

– Vamos a cenar, -Tomás concluyó la conversación.

              Otra noche de mal dormir, la vida lo llevaba por senderos desconocidos y no por ello menos deseados.    

Con la boca abierta, así la dejó el Ayo, podía esperar cualquier cosa, menos aquello. ¡Ella, apalabrada con el padre de sus hijos! El sueño era realidad, pero esa era su virtud, creyendo a pies juntillas, convertir lo imposible en realidad.

              Ange chilló como una perra.

– Ay Rosita, ya te falta menos, apalabrá, -puso las manos como si rezara, levantó la vista al techo.

– Déjame, -Rosita le pegó un empujón.

– ¿Y obligá?, por mis cojones, -Ange le devolvió el empujón.

– Estás como una cabra, -Rosa dio la vuelta y se quedó mirando el techo.

– Pues tú te estás poniendo gorda de lo a gusto que estás, -le hizo mueca Ange inflando los carrillos.

– Ni a soñar que me hubiera echado, -Rosa sabía que era verdad.

– Te compro tu ángel de la guarda, -Ange acercó su cara a la de ella, la miró fijamente.

– ¿Y yo te lo voy a vender?, ¿ahora que está funcionando como un reloj?

– ¿Sabrás que sólo es un engaño?, -le preguntó Ange con cara de pena.

– Te juro que se convertirá en realidad, -y Rosita tenía la certeza absoluta.

– Por cómo te mira el payo, yo casi lo aseguraría, y conociéndote, más. -aseguró Ange también con la misma certeza.

– Pero, -continuó hablando-, ¿qué te ha pasado esta mañana que casi no has abierto la boca?

– ¿Y si se va?, ¿y si me lo quitan?, me muero, mil veces me muero, -Rosa sintió que se le encogía el corazón.

– No pienses en eso, lo tienes aquí, y apalabrado, ¿no es más de lo que hubieras imaginado?, -Ange le puso la mano en la cara.

– Sí, -le respondió bajando la mirada, estaba triste.

– Pues disfruta. Todo se acaba, aseguró Ange, mirándola a los ojos.

– Esto no, -le salió del alma porque lo creía a pies juntillas.

              Tomás movió el catavinos despacio, con la mirada fija en el cristal.

– Ricardo, hijo mío, se van poniendo las cosas en su sitio.

– Me asombra Pápa, ¿qué es lo que está haciendo?

– Las sombras se acercan y hay que resguardar lo que más queremos para que no se lo lleve el tornado de maldad que se avecina.

-Me asusta, Pápa.

-Yo también lo estoy.

Tomás levantó la vista, había hablado, aunque le pesara, la verdad.

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