Pablo y Rosa. Capítulo VI. Un Huésped Inesperado

Rosita se había despertado tarde, por una vez, y no llovía, holgazaneó un rato en la cama, y cuando se aburrió, cogió la almohada y la tiró con todas las fuerzas a Ange.

              Le dio en la cabeza, y se levantó de golpe.

– Son las diez, so perra, despierta, -le gritó mientras me miraba con cara asesina.

– Vete a la mierda, para un día que puedo dormir, déjame tranquila, -se puso la almohada sobre la cabeza.

              Se levantó se fue a su cama y se colocó sobre sus espaldas a horcajadas.

– Arre burra, arre, -le cantó, Ange no hizo ningún movimiento.

              De pronto pegó un tirón hacia arriba que casi la tira, se despegó de ella y se dejó caer a su lado.

– Primi, déjame, -le suplicó Ange con voz de pena.

– Vamos a desayunar, que tengo mucha hambre, -Rosita puso voz de estar famélica.

– Con lo que comes no sé cómo no te pones como una foca, yo tengo que cortarme y tú te comes hasta las uñas de los pies, -Ange la odiaba por eso.

              Era cierto, el Ayo siempre le decía que donde escondía lo que comía, siempre tenía hambre.

– Hiena, que eres una hiena, -era el reproche de una Ange que vivía una vida de dietas.

– Y tu una vacaburra, -le contestó Rosa con voz de camionera.

              Se fue al cuarto de baño, se aseó y se vistió, Ange seguía rumiando en la cama.

– Vete a la mierda…, vete a la mierda, -Ange sonaba como una vieja.

              AL bajar, lo primero que vio, fue a Ester en la cocina.

– Buenos días tía, -Rosa le sonrió.

– Buenos días dormilona, ¿y Ange?, -le preguntó devolviéndole la sonrisa.

– Como un saco de patatas, -Rosita hinchó los carrillos.

– Tú desayuna, -y comenzó a tostar unas tostadas, le puso un café con leche.

              De espaldas a ella le preguntó.

– ¿Es verdad lo del poli?, su voz sonaba a principio de interrogatorio.

– Sí, tía, -intentó decirlo lo más suave posible.

– ¿Y por qué os avisó?, -continuó su tía con el interrogatorio.

– Ni idea, tía, -contestó sin variar la voz.

– ¿Tú lo habías visto antes?, le preguntó de nuevo, el interrogatorio por lo suave continuaba.

– No, tía, -contestó como la damisela que era, y sonrió al pensarlo.

– Que raro, chungo, -su tía Ester se preguntaba…

– Eso me pareció a mí, pero a caballo regalado no le mires el diente.

Rosita pensó que su inocencia debía de ser proclamada a todos los niveles. Continuó…

– Ummm, -queriendo decir sí con la boca llena de café con leche.

              Callaron un momento.

– Y el tío, y el Ayo, ¿dónde están?, -le preguntó a Ester.

– Después vendrán, han ido a sus cosas, -Rosita tradujo, brevemente, que no le importaba una mierda, vamos.

– ¿Que hay que hacer hoy?, -le preguntó extrañada de no ir al mercadillo.

– Me ayudáis a hacer la casa, las dos, que como tu prima no se despierte le voy a echar un cubo de agua en la cabeza, -Rosita pensó que así, sí, ya le extrañaba que estuviera sin reñir tanto rato.

– Déjala dormir yo te ayudo, -le respondió.

– ¿De verdad que no me importa?, -la miró encantada-, que pellejo tienes, cielo, -una sonrisa de oreja a oreja de su Tía.

              Planchar, barrer, la colada, mecánicamente, como si no costaran esfuerzo por su habitualidad.

              Media hora más tardó en bajar Ange, su madre la tachó de todo lo malo, perra, vaga, a todo asentía Ange, porque le daba igual, y a remolque se puso a ayudar sin ninguna gana.

              Pasó la mañana, llegó la hora de comer, guiso de patatas que a Ester le salía como a nadie.

              Cuando estaban poniendo la mesa llegaron Ricardo y el Ayo.

              El Ayo bendijo la mesa y comenzaron a comer, Rosita, como siempre, devoraba como un animal del campo.

– Hija mía, -la miró sonriendo Ester-, que saque tienes, es una alegría verte comer, todas de régimen y tú como un bicho.

– Eso le digo yo, mamá, que es un bicho de los malos, como la comadreja, -afirmó Ange con cara de enfado.

– Ja, -le respondió Rosita, haciendo un mohín con la cara a Ange, pero con la cuchara en la mano, que oveja que berrea bocado que pierde.

– ¿Ange?, -la llamó Ayo, la chica se volvió todo lo rápido que pudo.

– Sí, Ayo, -le contestó inmediatamente.

– Tienes que ir a comprarme una lista de cosas que necesito, si no las encuentras búscalas, no me vuelvas sin todas, -le ordenó el Ayo mientras ponía la servilleta en el mantel.

– Vale, Rosita, vámonos, -miró a Rosa e hizo movimiento con la cabeza de que la siguiera.

– No, Rosita no va, -le contestó el Ayo sin levantar la cabeza de la comida.

– ¿Por qué tengo que ir sola?, -Ange puso cara de enfurruñada.

– Porque Rosita se va a quedar en el almacén, tienen que organizar algo de abajo, -la voz del Ayo no admitía réplica.

– Pero Ayo, el almacén lo tengo más visto yo, -contestó Ange, a pesar de que sabía que no tenía que hacerlo.

– Ange…, -el abuelo la miró con sus viejos ojos verdes.

– Sí, Ayo, -Ange agachó la cabeza.

              Rosita se quedó sorprendida de por qué el abuelo quería que Ange fuera sola a comprar, normalmente lo hacían todo juntas, pero si el Ayo te decía que no, era no.

              Se bajó nada más comer, su tía le explicó como tenía que organizar unas prendas que habían traído esa mañana de talla súper grande la XXXL, de esas normalmente tenían pocas.

              Cuando empezó a abrir las cajas vio que eran camisas originales, de marca, no piratas, se notaba al tacto. ¡Lo mismo unas que otras!, pensó, daba gusto tocarlas, además eran preciosas, de caballero.

              Estaba terminando de colocar las últimas, cuando entró la tía acompañada de alguien.

              El corazón le dio un brinco, Pablo estaba allí de nuevo, como si el destino también quisiera que estuvieran juntos.

              Rosa lo saludó, le enseñó la ropa, y cuando se quitó la chaqueta, vio que era todo músculo, la camisa sería de su talla, seguro, pero le quedaba pequeña, le apretaba los brazos y el pecho. Se quedó embobada, apenas un segundo y gracias a Dios reaccionó rápidamente, le escogió unas cuantas prendas, y nada más dárselas, ella sabía cuáles eran las que le quedaban bien y cuáles no.

              Le impidió que comprara una negra, ¡que terrible!, ¡Pablo de luto!, ni por un asomo. Las demás, salvo una, cuatro en total, le quedaban como un guante, le daban un aspecto más señorial, y mientras lo miraba al espejo, tenía que tener cuidado de que no se le cayera la baba.

              Se puso triste cuando terminó, Rosita sabía que se acababa lo que se daba, pero gracias a la Virgen, lo más inesperado, la dejaron a solas con él en el patio.

              Feliz como una perdiz, solía decir Ange, y así estaba ella, podían parar el mundo que su cabeza seguiría girando, estaba por primera vez a solas con él, ¿cómo sería?

              Era dulce, parecía increíble en aquel pedazo de hombre, pero sólo la miraba como fascinado y cada una de sus palabras hacían que el vello se le erizara. No quería que terminara nunca, le habló sobre lo de su madre, y hacía tiempo que no sentía que ella estaba allí, pero allí estaba, como si los bendijera a ambos, como diciéndole que todo estaba bien, que todo iba a salir perfecto.

              Y cuando le prometió que mientras él estuviera a su lado nunca le pasaría nada malo, supo, ¡podía jurarlo!, que pasaría el resto de su vida con él. Y fue feliz, con la felicidad de la cercanía, de que había menos soledad en su mundo, que alguien más se preocupaba por la pobre Rosita.

              Otra comida en el buffet, tan sobria como siempre, escalopes de ternera con sabor a plástico, y dos huevos refritos, de postre yogur. Si seguía así, Pablo supo que era candidato a úlcera, a perder quilos, seguro, o quizás a ponerse como Montes. Gajes del oficio, tampoco en la Academia se comía regio. Ahora sí echaba de menos los guisos de madre, los olvidó en la Academia, pero las vacaciones después de la graduación, antes de incorporarse al destino, le habían malacostumbrado. Sólo se aprecia algo cuando no se tiene.

              Ducha, ya con la hora sabida, pues el camino lo conocía.

              Llamó a la puerta, salió Ester, no tan arreglada como la noche anterior, pero con un aspecto mejor incluso.

– Pase usted, Don Pablo, -le recibió con una sonrisa, se le iluminaba la cara, también era muy guapa.

– Pablo, por favor, -le sonrió él también.

– Venga conmigo, -se dio la vuelta.

              La siguió, cruzaron el patio, y entraron en un cuarto de la parte izquierda, al hacerlo, llegaron a una habitación bastante grande iluminada por barras de neón, allí se amontonaban cajas por todos lados, en los laterales unos colgadores de ropa, y en el centro dos mesas.

              Y allí estaba Rosa, apoyada sobre la mesa colocando unas prendas mientras canturreaba alguna canción que Pablo no llegaba a adivinar.

– Rosita, mira quien ha vuelto, -le gritó con sorna, Ester.

              Rosa se dio la vuelta, y se puso colorada como si tuviera fiebre.

– Buenas tardes, Don Pablo.

Pablo la observó, la cara era un poema, guapa como la que más, pero sorprendida totalmente.

– Pablo, por favor, -le sonrió, era guapa, sorprendida o no.

              Preciosa de cualquier manera, el pelo cogido con una goma, una sudadera, pantalones de chándal y zapatillas, regia, y no es broma, a Rosa le sentaba bien hasta el aire que la envolvía.

– El Ayo me ha llamado y me ha dicho que le busques ropa para probar, -le explicó Ester a Rosa, se volvió hacia él y le señaló unas bolsas con camisas, – Pablo, todo es de outlet…

– Por supuesto, ya me lo ha comentado Tomás.

Francamente le daba igual.

– Entonces, ¿sabes que no son de este año?, -le preguntó Rosita, no quería ninguna duda.

– No soy delicado, -movió la mano indicando indiferencia, estando ella le daba igual todo lo demás.

– Rosita, por favor, -puso la cara de un ángel subiendo al cielo, Pablo se derritió.

– ¿Qué talla tiene, don Pablo?, -le preguntó su diosa.

– Pablo, y una XXXL, -pudo decirlo porque lo había repetido muchas veces, en otro caso, solo se le hubiera caído la baba y se hubiera quedado en silencio.

– O más quizás, -se preguntó meneando la cabeza, -posiblemente-; se quedó satisfecha, y se rio.

              Lo miró de arriba a abajo, se dio su tiempo.

– Sí, ¿te puedes quitar la chaqueta?, -ordenó más que pidió.

– Por supuesto, -Pablo pensó que lo que ella hubiera ordenado, él lo hubiera hecho.

– Yo no sé cómo puedes ir con chaqueta, chiquillo, te vas a asar, -le recriminó con desparpajo.

– Trabajo.

Asintió, porque la verdad, con ella Pablo sudaba como un cerdo.

– Yo creía que los que sufrían eran los delincuentes, -sonrisa picarona, baba de Pablo al suelo.

– Todos sufrimos.

Ya se había quitado la chaqueta, y lo volvió a mirar de arriba a abajo.

– Algunas XXXL no le van a venir de seguro, -lo mira de lado, sabe de qué habla.

– Bueno, enséñame lo que tienes, -le contestó Pablo con inocencia.

– De ropa, ¿no?, -respondió Rosa con toda la picardía del mundo.

               Ahora el que se puso colorado fue Pablo.

              Rosita se reía, pero de una forma que no le ofendió, sino que le hizo sonreír.

 – Ya creía que no sabías reírte.

Lo miró a los ojos, ¡qué belleza!

– Pues sí, pero poco.

Pero baba si tenía Pablo y la estaba perdiendo toda.

              Sacó de una bolsa de plástico una camisa de Gant. Azul con rayas blancas.

              Señaló la camisa.

– Siempre rayas verticales, las horizontales con lo grande que eres te harían gordo, o colores lisos, ¿te parece bien?

Con esos ojazos mirándole por derecho, Pablo pensó que cualquiera decía que no.

– Tú mandas, -le contestó, eso lo tenía claro.

– ¡Qué bien!, ya mando a la Policía, -Rosita se río como una niña pequeña mientras aplaudía.

              Ester que estaba en una esquina sólo le pidió.

– Rosita…, -la miró con semblante de enfado.

– Vale tía, es una broma, -cara de niña buena no, buenísima.

              Siguió cogiendo prendas una a una, las sacaba de la bolsa, y a su parecer, sin pedirle ninguna opinión, fue descartando las que no le gustaban o las que ella creía que eran pequeñas.

– Bien, ahí hay un probador, vaya poniéndoselas, aquí tiene un espejo de cuerpo.

Le señaló unas cortinas blancas.

              Le indicaba un cuartillo que se cerraba con una cortina blanca, y un espejo que estaba a su lado, cogió las prendas, cinco o seis, y se metió con ellas dentro. Sólo quitarse la que llevaba le costó trabajo, ponerse la primera el mismo trabajo, aquello estaba hecho para gente más pequeña.

              Salió con la primera, la de Gant, se miró en el espejo, era bonita.

              Vio cómo le observaba Rosita, se dio la vuelta.

– ¿Cómo me queda?, -preguntó Pablo sin pensar.

– Como un guante, -ella también lo miraba, perfecto, pensó Pablo.

              Se volvió al probador, y se puso una Black and Boss negra, se miró en el espejo, se vio bien.

              Pero por el espejo Rosita meneaba la cabeza en signo de desaprobación.

– ¿Qué pasa?, -preguntó, no sabía de qué iba.

– Esa no te la llevas, -aseguró con más rotundidad que su propia madre.

– ¿Por qué?, -le preguntó sinceramente.

– No te pega, y ya está, -la misma seguridad.

– A mí me gusta.

Tonto de él llevarle la contraria.

– Anda, mal fario, negra y tan grande pareces un enterrador.

Levantó la mano, indicándole que no le iba a hacer ningún caso.

– Vale, pues eso, lo que tú digas.

– Rosita…, -Ester de nuevo.

– Pero tía, si no queda bien, lo deja “matao”, -abrió las manos y puso cara de señalar lo evidente.

– Lo que Pablo quiera, -contestó Ester resignándose para evitar una de las interminables discusiones con Rosita.

– Pero…, -iba a responder Rosita.

– De acuerdo, me olvido de esta, -afirmó Pablo para terminar la discusión.

              Y se volvió al probador, observó que Ester se acercaba a su sobrina y en voz baja le decía algo mientras que Rosita bajaba la cabeza y asentía.

              Las tres o cuatro siguientes, salvo una que no pudo ponerse, obtuvieron el beneficio de la mirada de Rosita que ya no comentaba nada, pero al fijarse en el espejo, la veía asentir.

              Se volvió a colocar su camisa y dejó la chaqueta sobre la mesa.

              Rosita lo estaba mirando fijamente.

– ¿Todo a tu gusto?

Cara perfecta, pensó Pablo, sonrisa amplia, ojos mágicos, cualquiera dice que no.

              Lo miró directamente a los ojos y asintió con la cabeza.

              Pablo sintió que se le paraba el corazón cuando vio su mirada fija en él, aquellos ojos azules parecían tener la magia de parárselo, de que sólo la viera a ella. Un silencio se eternizó y ninguno de los dos apartaba los ojos del otro. Encantado por una sirena de ojos azules, como si el tiempo no pasara, como si no hubiera nada que hablar, que todo estaba dicho, como si la conociera de siempre. Nunca había sentido nada que se pareciera lo más mínimo.

– Me ha dicho Tomás que lo esperes en el patio, no tardará, ven conmigo, -le pidió Ester acercándosele.

              La siguió como en una nube, lo acompañó hasta la mesa del patio y le indicó que se sentara, lo hizo, y ella le preguntó.

– ¿Quieres algo de beber?, -no dio tiempo a contestar, apareció Rosa con un vaso con hielo y un refresco de naranja.

              Ester pareció sorprenderse, pero no comentó nada.

– Rosita, quédate aquí con Pablo, que yo tengo que hacer la cena, -la miró con cara de, ¡pórtate bien!

– Si me disculpas, -le habló con confianza, y se marchó en dirección a la cocina.

– Por supuesto, -asintió, pero no esperó su gesto, ya se había ido.

              Y se alejó hacia una esquina del patio. Rosa se sentó a su lado, pero no cerca. Durante un instante se quedaron callados, ella mirando al suelo y él mirando al frente.

– Y tu prima, Ángela, ¿no está?, -le preguntó para iniciar la conversación, para Pablo con que estuviera ella, todo bien.

– El Ayo la mandó esta tarde a comprar, y me ordenó que me quedara aquí arreglando el almacén, -carita de modosa, con las manos en el regazo.

– Lo que dice el Ayo, ¿es santa palabra?, -preguntó, aunque sabía la respuesta.

– Siempre, -y ella lo comentó sin la más mínima sombra de duda.

– Me cae bien tu abuelo, -afirmó Pablo, y era cierto.

– El Ayo es el mejor del mundo.

Puso una cara que hubiera deseado que se la pusiera a él.

– No lo dudo.

“Las babas, Pablo, las babas”, pensó durante unos instantes en los que creyó que era cierto.

– Ni tú, ni nadie que lo conozca, -ya sacaba el genio.

– Y tú, ¿qué te cuentas?, -le preguntó, quería saber más de ella.

– Poco, hoy no nos han dejado ir al puesto, era en un pueblo, y la tía ni nos ha despertado, el Ayo nos pidió que nos quedáramos en casa.

Algunas veces parecía una niña pequeña.

– Os levantáis temprano, ¿no?

Pablo la miró, se derretía solo con verla.

– A las cuatro o las cinco, depende de donde vayamos, -empezó a mover las manos, parecía que se le iban a salir-, tenemos que montar el puesto, poner las prendas que se vean bonitas, sino no se venden, y dejarlo todo preparado para las nueve de la mañana.

– ¿Todos los días?, -preguntó Pablo extrañado.

– Si no llueve, sí, lo afirmó sin lugar a dudas.

– ¿Sábados y domingos?

 ¿Ni fin de semana iban a tener?

– Sí, son los mejores días, -asintió con la cabeza, como preguntándole a Pablo si era tonto.

– ¿Desde cuándo lo haces?

– Desde siempre, -suspiró Rosa.

– Tiene que ser agotador, -le respondió Pablo.

– Cansa, pero es muy bonito, -Rosa puso unos ojos soñadores, y Pablo vio lo que ella le estaba describiendo.

– Mientras pones el puesto ves amanecer y se te pone la carne de piel de gallina, el aire se calma, y durante un momento estás en el cielo, no en el mercadillo, y mi prima Ange, es como mi hermana, un regalo, más que una hermana, la que no tengo, pero creo que así querría a mi hermana si tuviera una.

              Las babas se le caían a Pablo, pero seguía en su papel.

– ¿Y tus padres?, -se le escapó, pero ya estaba dicho.

              Agachó la cabeza, e inmediatamente se arrepintió de haberle hecho la pregunta.

– Lo siento si he preguntado algo que no debía, -se disculpó de corazón.

– No, no, no tengo padre, y mi madre se murió cuando yo vine, el único padre que conozco es al Ayo, y a mis tíos que me han criado, -Rosita agachó los ojos, y la luz se apagó.

– Lo siento, -y lo sentía realmente.

– No, no lo sientas, es así, es la verdad, -lo miró con ojos lánguidos.

              Durante un instante Pablo sintió la necesidad de abrazarla, de protegerla, de impedir que cualquier mal momento pasara por su linda cabeza.

– Pero estoy bien, me gustaría haber conocido a mi madre, pero Dios la quería más que yo, y le doy gracias por tener al Ayo, y que me lleve a mí antes que a él.

– No digas eso, mujer, tu abuelo me parece que es de tronco de roble, como decimos en mi tierra, fuerte como un caballo, -levantó la cara y sus ojos se fijaron en los suyos, casi perdió la cabeza.

– ¿Y tú?, le preguntó mirándolo fijamente.

– Yo…, -Pablo tardó una eternidad en poder responder a su pregunta, estaba embobado.

– ¿Lo que haces te gusta?, -se quedó esperando su respuesta, como si le importara mucho.

– Todavía no te lo puedo asegurar, llevo una semana de Inspector, pero…sí, me gusta y mucho. Me gusta proteger, no me gusta que le hagan daño a nadie, -era la pura verdad.

– Yo desde luego me sentiría protegida por alguien como tú.

¡Que mirada!, ¡que resplandor el de sus azules ojos! Sintió la voz, “Nunca permitiría que te pasara algo malo mientras estuviera con él, y al decirlo se sintió tan seguro como del hecho de que se estaba enamorando.

              Otro largo silencio incómodo.

              Rosa le sonrió, y Pablo creyó que le estallaba la cabeza de calor, creyó que se le había subido el pavo, solo deseaba abrazarla, sin saber por qué, o sabiéndolo, que locura, se estaba escapando de cualquier tipo de control, pero, a pesar de ello, no querría estar en ningún otro sitio, el mundo se había reducido alrededor de ella, y era perfecto, nada faltaba, durante un instante se sintió feliz, la realidad desapareció, para concentrarse en la sonrisa de Rosa, perfecta, cálida, amable.

              Se oyó abrirse la puerta del exterior y, como salvados por la campana ambos miraron a la entrada, apareció Valdivia con su hijo.

– Rosita, que bien acompañada te veo, -el viejo Valdivia sonrió.

– Sí, Ayo, agachó la cabeza, sin saber si lo que hacía era bueno o malo.

– Cuanto bueno, Pablo, -le sonrió Tomás a él también.

              Se levantó y le ofreció la mano al viejo y a su hijo.

– Espero que le hayan atendido bien mi nuera y mi nieta, -le preguntó Tomás, sabiendo de antemano que así habría sido.

– Perfectamente, Tomás, -sonrió Pablo.

– Niña, -se volvió dirigiéndose a Rosita-, tráenos unos medios para tu tío y para mí, -y dirigiéndose a Pablo le preguntó-, Pablo, ¿quieres algo?

– No, gracias, ya estoy con mi refresco, -levantó el vaso lleno de naranjada.

              Estuvieron sin hablar hasta que Rosa regresó con los medios de vino (Aprendió, con el tiempo, que allí, un medio es un catavinos hasta el borde, y que sin embargo una copa es el catavinos lleno hasta la mitad).

– Ricardo y tú sois hombres de pocas palabras, -señaló a su hijo, casi como si fuera un cumplido.

              El anciano asintió con la cabeza.

– Pero me tiene que decir algo, ¿no?, -lo miró como si tuviera que sacarle las palabras con una cuchara.

              Asintió de nuevo.

– Ya está hablado, en principio, bien.

Movió la cabeza.

-Pero el detenido está ahora en manos de la Fiscalía, que es la que nos puede autorizar la operación, y para poder vendérselo, tenemos que saber más.

Pablo levantó las manos, intentando expresar la complejidad de lo que pedían.

-En otro caso va a ser muy difícil conseguirlo, cauces oficiales.

– Lo entiendo, una pregunta, ¿ha quedado escrito?, -la cara del anciano expresaba preocupación.

– No por mi parte, -le respondió Pablo al viejo de buena fe, además, era cierto.

– Bien, -pareció quedar satisfecho, no sabía por qué, era extraño, pensó que el viejo confiaba en su palabra.

              Tomás sacó un paquete de tabaco, le ofreció, Pablo negó con la cabeza.

– Un vicio, pero poco, -le explicó como disculpándose.

– Ricardo, cuéntale, -el viejo Valdivia miró a su hijo, mientras encendía el cigarro.

– Vais a tener que mover hilos, -afirmó Ricardo mirándolo fijamente, en ese momento se dio cuenta de que Ange le daba el aire, pero Rosita no se parecía en nada, estaba perdiendo el norte, volvió a concentrarse en lo que decía aquel hombre.

– Podéis escoger entre el fabricante o el importador, -comentó después de una pausa.

– ¿Cuál es el más grande?, -preguntó Pablo con interés, era su primer caso.

– De largo, el importador, -afirmó mirando al suelo.

– Vamos a ese, -se decantó por él con total seguridad, como si ellos no lo supieran de antemano.

– De acuerdo, -asintió con la cabeza Ricardo-, Portugal, -fue lo que salió de la boca del hijo de Valdivia.

– Sí, Portugal, -afirmó el viejo Valdivia que jugaba con el humo de su cigarrillo.

– ¿Y el fabricante?, -preguntó Pablo con curiosidad.

– Lo mismo, en Portugal, además, no solo es ropa, relojes, plumas estilográficas…, cualquier cosa que se pueda falsificar.

Pablo fijó en él sus ojos, la mirada de Ricardo daba miedo algunas veces.

– Y, ¿viene todo para España?, -preguntó Pablo intentando obtener más datos.

– Casi todo, -Ricardo miró a su padre, como esperando la confirmación.

– ¿Y la policía portuguesa?, -preguntó Pablo de nuevo, no le parecía demasiado claro.

– O no se coscan o no se quieren coscar, -comentó despectivamente Ricardo.

– Intuyo cantidad de problemas, -Pablo se sentía incómodo, todo demasiado…

– ¿Lo compra o no?, -le volvió a mirar con fiereza Ricardo.

– Yo sí, veremos los de arriba, ¿y cómo lo haríamos?, -movió la cabeza hacia un lado esperando su respuesta.

– Sólo hay una forma, -comentó Tomás de improviso.

– ¿Cuál?, -contestó Pablo esperando cualquier cosa.

– Tú vienes con nosotros, -aseveró Tomás señalándolo con un dedo.

– ¿Cómo?, -Pablo echó el cuerpo hacía atrás, lo había ido moviendo hacia adelante sin darse cuenta.

– O tú vienes con nosotros…, -entrecerró los labios, aseverando que era la única forma-, o no hacemos nada, sólo me fio de ti.

– Pero yo soy novato, no lo van a aprobar, -de eso, Pablo estaba casi seguro.

– Sólo me fio de ti, -el viejo abrió los brazos dando a entender que era la única solución.

– Tomás, solo me conoce de ayer, -a Pablo ya le estaba empezando a sonar demasiado raro.

– Cuando te vi supe que ya te conocía, que podía fiarme de ti, -Tomás le señaló con el dedo índice.

– Pero, Tomás…, -Pablo puso las palmas de las manos en dirección a Tomás.

              El viejo balanceó la silla.

– Es mi palabra, o así o no.

              Ricardo asintió con la cabeza.

– Diles a los tuyos que son más de diez conteiner de cuarenta pies al mes, ellos verán.

Siguió balanceándose, pero ahora miraba detrás de él.

-Y a ti te digo que esta gente no es buena, que se juegan mucho y arriesgan todo, no se van a parar si ven algo raro.

              Estaba todo dicho, se despidió, y con un nudo en el estómago salió de aquella casa. Ahora si estaba realmente asustado.

– ¿Da usted su permiso?, -pregunta, respuesta afirmativa, entrar y otra vez tieso como un palo.

-Pase Maldonado, -el Comisario Jefe levanta la mano con indiferencia indicando a Pablo que pase.

              Entró y se sentó en la silla que le señalaba, le relató, esta vez completa, toda la conversación en casa de los Valdivia.

– Vaya entrada que ha tenido, casi nadie de esta Comisaría ha estado en un asunto como el que se trae entre manos. ¿Se siente capaz?, -preguntó, dudando de su valía.

– Sí, Jefe, -no vaciló ni un instante, por ello había estado toda la noche sin dormir, aunque solo media, la otra mitad había sido Rosita.

– De acuerdo, vamos al toro.

              Llamó a su secretaria.

– Roberta, ponme con los Juzgados, busca a la fiscal Lozano, Ana Lozano.

– Sí señor, -apenas si se oyó un susurro.

              Esperaron unos segundos, ninguno habló. Sonó un pitido.

–  Jefe, le paso a la fiscal, -se oyó la voz de la secretaria.

– ¿Anita?

– Comisario Delgado, que placer oírle.

– Lo mismo digo, guapa.

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– Estoy aquí con uno de mis nuevos oficiales, un valioso elemento, el cual ha tenido la fortuna o la astucia de dar con un caso importante, muy importante.

– Cuénteme, Comisario.

– ¿Tiene un momento?

– Si quiere me acerco allí.

– Se lo agradezco, pero si no le importa seremos nosotros los que iremos a verla. Ahora mismo salimos. Saludos, -el Comisario Jefe cuelga el teléfono.

              Se levantó, se colocó la chaqueta del uniforme, e le que le siguiera, sólo comentó.

– Que empiecen los juegos.

              Tomaron el ascensor que los llevó al sótano, allí entraron en el coche oficial del Comisario Jefe que estaba preparado para llevarlos.

              Arrancó, y durante un momento nadie habló. Cinco minutos después, cuando ya se veían los imponentes edificios del juzgado, le explicó a Maldonado.

– Va a conocer a una persona interesante, Anita Lozano…, Ana lozano, su padre fue compañero mío, ya fallecido, pero una gran persona, y ella tiene el carácter de su progenitor, sólido y moral.

              Salieron del coche, pasaron el arco de detección de la entrada.

              Llegaron un pasillo, el Comisario Jefe llamó a la puerta que se abrió sin esperar, Laurita, la secretaria de Anita sonrió, lo conocía.

– Pasen, la Señora Fiscal les está esperando.

– Gracias Laurita.

              Los recibió la fiscal.

– Luis, -saludó, y sonriendo, abrazó al Comisario Jefe.

– Anita, mi bella fiscal.

– Luis, tan zalamero como siempre.

– A nadie castigan por decir la verdad, te presento a Pablo Maldonado, la nueva incorporación a mi unidad.

El Comisario Jefe señaló a la persona motivo de la visita.

              Pablo estrechó la mano que le ofrecía la bella mujer, a la vez que notaba como ella lo miraba de arriba a abajo.

– Encantado, contestó Pablo, sin mover un músculo de la cara.

– Encantada, sentaros por favor, -indicó dos sillas delante de su mesa de despacho.

– No te voy a hacer perder el tiempo, ¿tú llevas el caso de Antonio Calero?, -preguntó el Comisario Jefe, sabiendo de antemano la respuesta.

– ¿El de la ropa?, sí.

La fiscal asintió.

– La científica, ¿qué ha dicho?, -el Comisario Jefe quería saber si el guion se ajustaba.

– Más falsa que un euro de plástico, -la fiscal se encogió de hombros, era evidente el delito.

– ¿El fraude en cuanto se valora?

Eso sí era importante para calificar el delito, el Comisario esperaba la respuesta, mucho de lo que pedirían se basaba en eso.

– Alrededor de ochenta mil euros, hay que cuadrarlo a cero todavía, -la fiscal movió la mano indicando que era aproximado, que podía variar.

– ¿Vas a pedir prisión?

Era la pregunta del millón, la que podía dar al traste con lo que la cabeza del Comisario Jefe traía dentro.

– Sí y sin fianza, tiene antecedentes, y en todo caso una fianza muy alta, conocemos a los Calero, y el padre puede no querer que el niño pise la cárcel.

Parecía que la fiscal lo tenía claro.

– Anita, lo que te voy a contar no puede salir de esta sala, si cuando termine no lo ves viable, nos olvidamos de todo y nunca ha existido esta conversación, ¿estás de acuerdo?

El Comisario Jefe movió el cuerpo hacia delante para darle más importancia al momento.

– Por ser tú, -sonrió la mujer.

– Lo sé, -extrañamente. el serio Comisario Jefe, sonrió.

– Algo gordo tienes que traer para venir aquí y con prisas, -la fiscal movió la cabeza, estaba claro.

              Relató la historia a la fiscal, haciendo que Maldonado corroborara algunas de las afirmaciones que hacía.

              Cuando terminó, la mujer echó la silla hacia atrás, la giró un poco de lado a lado. Se irguió de nuevo, encaró a Maldonado.

– Inspector Maldonado, ¿cuánto tiempo lleva aquí?, -la fiscal lo miró fijamente.

– Llegué el domingo pasado, tomé posesión el lunes, estamos a viernes, hoy hace cinco días, Señora Fiscal, -Maldonado, impertérrito, como siempre.

– Ana, -la mujer le sonrió a Maldonado.

– Pablo, -contestó Maldonado con sonrisa forzada.

– ¿No conocías a nadie de los que hemos hablado?

              Movió la cabeza negativamente.

-De ninguna manera, no sabía ni que existieran, -Pablo no dudó ni un segundo.

              Se dirigió al Comisario Jefe.

– Valdivia, los Calero, ¡que completito el nuevo!, y un caso que implica la colaboración portuguesa, la retirada de cargos, la infiltración de un inspector de policía, en tres meses nos deja sin trabajo, -comentó la Fiscal entrelazando los dedos.

              El Comisario Jefe se notaba satisfecho.

– Pero, ¿es posible?, -preguntó Pablo.

– Creo que sí.

Dudó un momento después lo admitió la fiscal.

-El caso es importante, podemos arriesgarnos, la vista es mañana, su señoría, el Juez Palacios, no creo que ponga ninguna objeción a que por un defecto procesal el juicio quede nulo, -ella lo dio todo por hecho, -sólo pido, que, si lo consigo, se me informe personalmente de los avances de la investigación.

– ¿Te parece bien, como contacto, Montes?, -preguntó Pablo.

– ¿El gordito?

Ella también lo conocía. El Comisario Jefe asintió con la cabeza.

– Por mí, perfecto, pero pienso como vosotros, mientras menos personas lo sepan, mejor. Es algo importante, -la fiscal estaba de acuerdo en eso también. Miró a Maldonado y le preguntó.

– No quiero buscadores de medallas, quiero un trabajo sólido y bien construido.

– Así será, señora fiscal, -Pablo volvía a estar serio como la muerte.

– Ana, -más sonrisa de la fiscal.

– Pablo, -también en la contestación de Pablo.

– En cuanto a su infiltración, ¿algún problema?, Pablo.

– Por mi parte, ninguno, -aseguró Maldonado.

              El Comisario Jefe apostilló.

– Creo que está preparado.

Y eso esperaba, aunque no las tenía todas consigo, de hecho, la fiscal volvió a comentar.

-Contacte con Valdivia, quede para mañana por la tarde, y siga sus instrucciones, comuníquemelas y a partir de ahí, tomaré la decisión más apropiada.

              Salieron del despacho, aquello podía ser el espaldarazo definitivo para la carrera del Comisario Jefe, por otra parte, Maldonado parecía competente, y si metía la pata, bueno…, era su problema, pensaba en su caminar el Comisario Jefe.

– Maldonado, a partir de ahora, está usted asignado exclusivamente a este caso, está relevado de todos los demás, Montes estará en su misma situación.

Si la cosa salía mal, que no fuera porque lo agobió de trabajo, pensó el Comisario Jefe.

-Váyase a casa y descanse, no quiero verlo hasta el lunes.

– Señor, el sábado tengo guardia.

– Tenía, olvídese, descanse, aquí necesito a alguien con la mente totalmente clara.

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