82. Pablo y Rosa. La Profecía

Puso cara de que no le gustaba la idea.

– Si queremos llegar a algún lado, tengo que seguir solo, aquí ya me conoce todo el mundo, y estos Rojas tienen ojos en todos lados.

– Creo que tiene usted razón, Maldonado, -el Comisario, extrañamente, le daba la razón.

– Pero, ¿qué es lo que se trama?, -preguntó la fiscal.

– Yo creo…, -expresó lo que realmente pensaba.

-Que es más gordo que una simple falsificación, pero no puedo asegurarlo, no tengo pruebas, solo indicios. No creo que vayamos siete u ocho personas de peso, más los contactos portugueses a detener un par de conteiner de ropa o de relojes falsificados.

– Yo tampoco, ¿usted se encuentra bien para seguir con la misión?, -preguntó el Comisario.

– Sí señor, sin problemas.

– Aquí tiene la lista de lo que pidió, lo números de los embarques. Cuéntenos lo que ha oído, -pidió la fiscal.

– Solo conversaciones sueltas, pero por lo que he notado entre los Rojas y los Valdivia, los primeros estaban esperando a los Valdivia para esto, lo de la detención de Calero fue un gato que nos han metido, o quizás no, son taimados y muy astutos. Lamento no poder decirles nada más.

– Apunte mi teléfono directo, -le pidió el comisario Mendes, no pasa por centralita, si necesita algo, sólo tiene que llamarme, si quita ratas de en medio, nosotros se lo agradeceríamos, -le comentó sonriendo.

– Comisario Mendes, ¿ustedes no tenían información del contrabando en Sines?, -preguntó Pablo.

– De una forma general sí, pero sin más información. Nunca hemos podido meter a nadie allí. Cada vez que hemos inspeccionado, y lo hacemos con regularidad, no hemos encontrado nada sospechoso.

Eso respondió, y le creyó.

– ¿Conoce usted al clan de los Gomes?, -le preguntó Pablo.

– Sí, -respondió el Comisario-, es un clan muy grande, pero por lo que yo conozco de ellos no son muy problemáticos.

– Ese es el clan que va a ayudar a los Valdivia.

– No le entretenemos más, puede volver al caso de los Rojas, -asintió el Comisario Jefe.

– A sus órdenes.

Se retiró.

              Volvió a casa de los Rojas, llegó cuando empezaban a comer.

– ¿Dónde has estado?, Pablo, -le preguntó Rosa.

              Sacó del bolsillo dos pequeños crucifijos de plata que había comprado en la tienda de la gasolinera. Empezaba a conocer a la bruja de su niña, no pasaba nada por alto.

              Rosita y Ange le ofrecieron el cuello, se lo colocó a una y otra.

– Es precioso.

Se decían entre sí.

– Es solo un regalito pequeño, estoy tieso, -una verdad como un templo. Ni lo escucharon, salieron por toda la casa contando.

– Mira lo que nos ha regalado Pablo.

A cualquiera que encontraran.

              Como una sombra se acercó Tomás.

– Despídete de las niñas, esta noche nos vamos.

              Después de comer, Rosita tenía la cabeza sobre sus piernas, y le estaba contando cómo sería la casa que tendrían.

– Será una casita adosada, con una pequeña piscina, cerca de la ciudad, pero no dentro de ella, toda de vista a la calle, totalmente exterior.

– Joyita, -le habló Pablo con suavidad.

– Dime Pablo, -le contestó, ella estaba en lo suyo.

– Esta noche nos vamos, -y le acarició la cara, cogió su mano.

– Prométeme que no harás ninguna tontería, -lo miró con miedo en los ojos

– Tú sabes quién soy, como de poderoso, -le respondió riéndose.

– No es de coña, gilipollas, como te pase algo, la que te mata soy yo, -vio por primera vez la cara de gata de su niña.

– Venga, ya sabes que nada impedirá que vuelva a tu lado, -se irguió y la besó en la boca.

– Por la cuenta que te tiene, gilipollas, -lo amenazó con el dedo.

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