76. Pablo y Rosa. La Profecía

              Se le sentó al lado el primo Juan.

– Qué buen tiro, primo.

– Suerte, -le respondió.

– Sí, porque podías haberles dado a las niñas, -comentó con suficiencia.

– ¿Tú has visto a Rosa y a Ange?, -le preguntó.

– ¿Por qué?, -por su cara parecía no entender nada.

– No me llegan ni al esternón, doblé la muñeca y disparé hacia arriba, problema resuelto, a esa distancia no suelo fallar.

– Qué arte tienes primo, una máquina, -y se río.

              Todos hablaban distendidamente, haciendo poses como si fueran vaqueros señalando a objetivos imaginarios.

              La paz después de la tormenta.

– ¿Tú estás casado, primo?, -le preguntó a Juan.

– Y con dos churumbeles preciosos, para comérselos. Mi mujer es Manuela. la tercera hija del señor Francisco, que se le cae la cara de guapa.

– ¿Y te la has jugado por nosotros?

– ¿Tu no harías lo mismo por el Señor Tomás, o el señor Francisco?

– Lo hago, -Pablo asintió.

– Entonces, es que yo, por tener hijos ¿tengo que ser menos hombre o dejar a los míos tirados?, ¿Tú te imaginas si yo hubiera faltado y hubiera pasado algo malo, crees que podría mirarme al espejo para afeitarme?

– No.

Pablo sabía a lo que se refería.

– Primo, tienes que venir a ver a mi familia, nos vamos a dar un homenaje de cojones, -se río con un sonido contagioso.

– Cuándo quieras.

– Uno de mis nenes tiene los ojos como tú, espero que se parezca a ti.

Lo miró y asintió.

– No, mejor a su padre, que los tiene bien puestos.

              Juan se echó a reír.

– Que pedazo de primo tengo.

              Miró a su “primo”, una cara agradable de proporciones correctas, un ligero bigote, cómo de Errol Flynn[1], era guapo su primo, y valiente, merecía la pena tener amigos como él.

              Tomás golpeó el suelo con su bastón y todos callaron al instante.

– No sé si sabéis que dentro de un par de días tenemos que salir para Portugal, allí nos espera la Familia Gomes que nos ayudarán por el vínculo de sangre, pero ya le he pedido permiso al Señor Francisco. Si alguno de vosotros quiere acompañarme.

Rojas asintió.

-Le será agradecido, es algo que nos atañe a todos, pero comprendo al que se quiera quedar con su familia.

              Juan habló.

– Yo estoy, -y levantó la mano.

Rojas le susurró a Valdivia.

– Tampoco yo estoy manco de yerno, y el viejo sonrió satisfecho. Tomás asintió sonriendo.

              Todos se apuntaron.

-No, solo cinco, -les pidió Rojas, y señaló a cuatro hombres más, los otros se callaron, pero no les gustó quedarse.

              Llamó a Juan. Este se le acercó, hizo que bajara y le pidió al oído.

– Tráeme a la Tiburona.

– ¿A Anita la Tiburona?

– Sí.

              Juan se acercó a uno de los hombres y le repitió la orden, este salió, se volvió a sentar a su lado, y le comentó.

– Vas a alucinar con el elemento que van a traer, -movió la mano asegurando que era algo raro.

              Al poco apareció el hombre que había salido, con una muchacha de unos veinticinco años de edad, con unos pantalones de camuflaje del ejército, y una camisa sin mangas, pelada al estilo militar y con unos ojos azules pintados con un rabillo exagerado, no era fea, pero tampoco guapa, el rictus era agresivo.

– Tomás, esta es Anita, la llaman la Tiburona, es de total confianza, Anita, enseña los dientes.


[1]   Errol Leslie Thomson Flynn (n. Hobart, Australia; 20 de junio de 1909 – f, Vancouver, Canadá; 14 de octubre de 1959) fue un famoso actor australiano-estadounidense de cine, conocido por sus personajes de galán, aventurero temerario y héroe romántico

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