
Al poco aparecieron los tres Valdivia restantes. Ange se sentó en el lado contrario de su prima, y se dejó caer sobre su hombro, agarrándose de su brazo. Ricardo y Tomás se montaron en el coche, miraron hacia atrás y sonrieron.
Ahora sí me temblaban las piernas, gracias a Dios él también se venía abajo después de las batallas.
Llegaron de amanecida a casa de Rojas, apenas cruzaron la puerta cuando unas mujeres mayores les quitaron a las niñas de las manos.
Rojas les pidió, mostrándoles unas bolsas.
– Ducharos y tirar la ropa, toda, en estas bolsas.
Cogió una y Rojas le indicó con la cabeza el lugar del cuarto de baño, se duchó con parsimonia, la sangre es difícil de quitar, se restregó fuerte hasta que todo desapareció, se secó y comprobó que no tenía ningún resto sobre su cuerpo, tampoco le quedaba ningún remordimiento por haber matado a dos hombres, lo volvería a hacer mil veces por Rosita, y no le importarían nunca las consecuencias.
La ropa no era de su gusto, pero servía, cogía en ella, se enjuagó los dientes, y bajó.
Allí, sentadas alrededor de una mesa, la de la cocina, más de veinte personas, la mayoría habían estado con ellos, otros mayores a las que no conocía, «los que no pudieron ir a la batalla», pensó, y me maravilló del valor de aquellas menospreciadas personas, que no habían dudado ni un segundo en ayudarlos, su agradecimiento sería eterno.
Se le levantó un hambre de perro, y empezó a servirse de las bandejas de viandas que estaban sobre la mesa, le arrancaba trozos al pan con los dientes. De pronto sintió posarse una mano en la espalda, levantó la cabeza y vi que todos me estaban observando.
– Tranquilo, -le sonrió la mujer que me había puesto la mano en el hombro-, que de donde salen éstas hay más.
Se cortó, empezaron a reír.
– Vaya apetito, como un lobo, que alegría de saque…
Y cosas así, siguió comiendo, más despacio, pero sin parar.
– Vaya yerno que tienes, orgulloso tienes que estar, -le comentó Rojas.
-Pues sí, -respondió Tomás-, un ángel de la guarda que Dios me mandó.
– Bien puedes decirlo, -recalcó Rojas.
Se levantó, y se fue al salón buscando algo de tranquilidad, se sentó en el sofá e instantáneamente se quedó dormido.
Sintió como pelo que le rozaba la cara, se despertó, y allí estaba a su lado, sentada en el sofá recostada contra él.
Un café humeaba a su lado. Y todo el mundo lo miraba, Tomás, Ricardo, Rojas, Juan, todos o casi todos, habían vuelto.
Le dio un beso en la frente a Rosita y se incorporó, tomó el café, y se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo, recuerdo del día anterior.
– Buenos días, amor, -lo saludó Rosita.
– Buenos días.
Les intentó explicar.
-Perdonen, pero me quedé dormido sin darme cuenta.
– Nadie ha hecho ruido para despertarte, -le contestó Rojas.
Aquel café era una maravilla, una señora me miró, y volvió con una bandeja de pasteles.
Le daba vergüenza, la mujer le pidió.
– Come, que no te de vergüenza.
Así lo hizo, tenía el apetito de un lobo.
Otra señora comentó.
– Aquí el único problema será saber si el niño va a tener los ojos verdes o azules, porque guapo sale de fijo. Qué buena pareja.
Asintieron las mujeres de alrededor.
Rojas hizo una señal, y todas las mujeres desaparecieron como por arte de magia, incluida Rosita, que se fue poniendo mala cara, pero se fue.
Rojas comenzó a hablar.
– Por los hierros no os preocupéis, la ropa ha desaparecido, y los cuerpos también; nunca más se oirá hablar de ellos, por lo menos por nosotros. El problema son los Rastrojo, han errado y han ofendido a todos nosotros, no los encontramos, pero algún día lo haremos, entonces sentirán todo el peso de la ley Gitana. Tú, en concreto, Pablo, ándate con ojo.
– De acuerdo, -asintió con la cabeza.
– Hasta los policías locales de Almendralejo han desaparecido, todos estaban en el ajo, -explicó Rojas.
– ¿Y la pareja de Almendralejo?, -preguntó-, el calvo y el otro.
– Tú no te preocupes por eso, -Rojas lo miró con una macabra sonrisa.
– Pero, ¿qué les pasará?, -volvió a preguntar inocentemente.
– No es de tu incumbencia, -y Rojas puso una cara que lo hizo callar.
Le fueron presentando a todos los que no lo habían sido antes, por la premura de tiempo, y les dio las gracias uno por uno.