
Empezó a acercarse furtivamente al hombre que tenía enfrente, y cuando estaba al lado de él, lo cogió desde la espalda, por la barbilla, y le cortó el cuello como si fuera un pollo. Lo sujetó para que no cayera, mientras tanto, Pablo se había acercado al que vigilaba la puerta, durante un segundo le dio la espalda, lo cogió del cuello y se lo dobló en un movimiento antinatural, siguió haciéndolo hasta que notó como se rompía, no sintió nada al ver que había matado a un hombre, lo dejó caer despacio, y lo arrastró hasta donde tenía los zapatos, se los puso y se acercó a la puerta, se tumbó en el suelo, sacó la cabeza y pudo ver un salón en el que dos tipos miraban la televisión con las escopetas al lado. Un tercero con la suya colgada del hombro, se apoyaba en el quicio de una puerta, mirando de soslayo la misma tele.
Se acercaron Juan y Ricardo, junto con otro más, les indicó Pablo el número de los que quedaban dentro con los dedos de la mano.
Puso dos dedos de la mano y señaló el sitio donde estaban, y después los asignó a Juan y Ricardo, que asintieron, puso tres dedos señalando la posición del tercero y se señaló a sí mismo.
Les indicó con el dedo que el primero en salir sería él, volvieron a asentir, se preparó para salir disparado, contó con los dedos, tres, dos uno, y salió a todo correr sin preocuparse de los dos que estaban sentados en la mesa viendo la televisión.
Apenas le quedaban cinco metros para alcanzarlo cuando le vio, se descolgó la escopeta, pero en vez de apuntarle a él, dio una patada a la puerta, y comenzó a alzar el arma para disparar a lo que hubiera dentro.
No se paró a pensarlo, era un disparo comprometido, alzó el cañón de la pistola para tener un ángulo ascendente mientras se tiraba al suelo, y le reventó la cabeza, que salió hecha pedazos, mientras caía inerte hacia adelante.
Oyó disparos a sus espaldas, pero no les prestó atención, entró en la habitación y allí vio a Rosita y Ange con caras de miedo y cubiertas con los sesos de aquel cabrón que iba a matarlas como animales. Lo quitó de encima como si fuera un muñeco, tirándolo hacia un lado, Rosita lo miró y se le agarró como si fuera una niña pequeña, sin tocar los pies en el suelo como si fuera una lapa, y…. se le meó encima.
Rosa oyó un estruendo muy grande, alguien que entró, se recortó su silueta por la luz, vieron ambas la escopeta y se abrazaron, sabiendo que iban a morir.
Otro sonido terrible, y algo caliente y viscoso las salpicó, después sintieron caer una silueta pesadamente desde la sombra.
Todo en segundos, y finalmente se recortó esa forma familiar, era Pablo, su Pablo, como un Dios romano de la ira qué, pistola en mano, entraba para salvarlas, se sintió bien, saltó y se agarró a él, nunca lo soltaría, lo besó en el cuello, sintió su calor, su protección, y se supo a salvo, segura, bien, y se hizo pis. Intentó evitarlo, pero salió de una forma que no pudo hacer nada, durante un segundo se avergonzó, pero se dio cuenta de que no era importante, le dio igual.
Ni Ayo, ni Tío, que Dios la perdonara, todo era Pablo, y Pablo era su todo.
La dejó en el coche, se volvió a abrazar a él, ¡había tenido tanto miedo!, ¡lo había echado tanto de menos!, que le daba igual todo, solo quería sentir su calor cerca de ella, y se lo tuvo que decir.
– Te quiero.
Y él le respondió, llenándole el corazón de felicidad.
– Y yo a ti.
Y se durmió en sus brazos.
En la academia decían que bueno es tener miedo antes de la batalla o después de la batalla, pero nunca en la batalla, su niña lo había hecho después. Pablo se sintió mojado y feliz.
Con el brazo izquierdo la agarró, y con cuidado sacó la cabeza del cuarto, porque lo de que Rosa se soltara era imposible, lloraba e hipaba contra su pecho llena de sangre, sesos y meados. ¿Qué más se puede pedir de la mujer que quieres si no que esté a tu lado, esté como esté?, pero indemne.
Aquello era una masacre, cuando salió con Rosita colgada, y Ange agarrada a su cintura, Ricardo corrió, y se abrazó a su hija, intentó bajar a Rosita, pero esta se agarró con más fuerza.
Entraron en aquella carnicería Tomás y Rojas, cuando el Ayo vio a sus dos nietas se le cayeron dos lágrimas como puños y se tuvo que sentar, Pablo se acercó a Tomás con Rosita agarrada a él, lo cogió de la mano, que aún empuñaba la pistola, y mirándole le habló.
– Gracias, y un llanto entrecortado salió de aquel viejo que agachaba la cabeza, mientras Ángela lo abrazaba.
Se acercó Ricardo y le explicó.
– Perdona si he dudado de ti, qué verdad es que Pápa nunca se equivoca, gracias por salvarlas, Pablo, -y le dio un abrazo a pesar de que Rosita estaba en medio.
– No os preocupéis por lo que ha quedado, estos perros desaparecerán como si nunca hubieran existido, -comentó Rojas escupiendo sobre uno de los cadáveres.
Se le acercó Juan Altea.
– Con dos cojones.
– Tú también, -le respondió Pablo
– Sí que os queréis, Primo, -y miró la estampa que ofrecían Rosita y él.
Pablo sería su primo para siempre.
Mientras tanto, se habían acercado los coches que habían dejado a la entrada de la finca, se fue al BMW, cogió con dificultades a Rosita que no se quería separar, y la dejó caer con suavidad en el asiento trasero, dio la vuelta, y se sentó atrás, a su lado, ella inmediatamente, como un resorte, se enganchó a su cuello de nuevo y se dejó caer sobre él.
– Te quiero, -le susurró al oído.
– Y yo, Joya mía, -le respondió, porque era cierto.