73. Pablo y Rosa. La Profecía

              Ricardo apretó los testículos del individuo, y le preguntó.

– ¿Tu hermano va a tener tan mala suerte que no sepáis donde se las han llevado?

– No, no, se las han llevado a casa del Tuerto en el camino de la Alberquita, a tres o cuatro kilómetros de aquí.

– ¿Les habéis hecho daño?, -preguntó Ricardo con la cara descompuesta.

– No, no, se lo juro, no queríamos hacerles daño, Rastrojo quiere que se casen con gente de su familia.

– Lleváoslos, no quiero verlos, esconderlos hasta que decida qué hacer con ellos, -ordenó Rojas.

– ¿Y ahora?, -preguntó Ricardo con cara de desesperación.

– Mal bicho el Tuerto, tiene dos hijos tan perros como él, hace cosas de encargo, es un Rastrojo, pero ni los Rastrojo lo quieren tener cerca, sus hijos son dos animales, -les contó Rojas.

– ¿Puedo contar contigo?, Paco, -preguntó Tomás

– No tienes que preguntar, lo que quieras.

– ¿Esta noche?, -preguntó Ricardo

– Sí, esta noche, -asintió Rojas.

              Fue una vigilia larga y pesada en casa de Rojas, apenas si nadie comía, había hombres por todos lados, se acercaban hablándole al oído, que de vez en cuando él viejo nos trasmitía.

– Ya tengo gente en la entrada y en la salida de la finca, y no os preocupéis por si los ven, saben lo que hacen, nadie ha llamado a los teléfonos de los Fernández, todo está en su sitio, -comentó Rojas.

              Desarmó mi arma para matar el tiempo, Juan hizo lo mismo con la suya, le pidió la pistola a Ricardo, una Beretta, y también se la limpió y aceitó, Tomás le entregó la suya, otra Beretta, hizo lo mismo, sabían de armas allí, estaban limpias y bien cuidadas.

Agonía, eso expresaba el momento, unos más otros menos, pero agonía, Ricardo se paseaba de un lado a otro, Tomás permanecía callado apoyado en su bastón.

              Fue yéndose la tarde y empezó el oscurecer.

              Se montaron en los coches sin decir una sola palabra, guardaron las recortadas en el maletero de los vehículos, y Pablo solo pensó, “ahora no eres policía, defiendes lo que más quieres”, y le dio tranquilidad el ponerse la fría pistola en la espalda.

              Apenas media hora tardaron en llegar al camino de tierra, todos los coches apagaron las luces, dos minutos después, a un kilómetro de la casa, los detuvieron, se bajaron todos de ellos, abrieron los maleteros y cogieron las armas, Juan habló bajito.

– Los móviles apagados, vosotros…, -señaló a dos-, un rodeo y por la parte de atrás, os acercáis lo que podáis, pero despacito.

Los hombres asintieron y se movieron a donde les habían indicado.

              Señaló a cuatro hombres.

– Vosotros conmigo, y vosotros dos con Ricardo y Pablo.

              Los viejos los miraron y pusieron cara de resignación, ellos solo estorbarían.

              Juan se acercó y le indicó.

– Vosotros por la derecha, nosotros por la izquierda, y sin ruido.

– Ya lo sé, -y su propia voz le asustó.

              Anduvieron en la semioscuridad, y al llegar a la vista de la casa tomaron por la derecha, ocultándose en las irregularidades del terreno.

              Encontraron un buen sitio y se tumbaron en una ladera que daba buena visibilidad de la casa.

              Era un edificio de una sola planta, aparecía abandonado, alrededor suya no había casi nada que pudiera ocultarlos bien, apenas unas chumberas en las que hubiera sido doloroso esconderse.

              Se podía ver desde su lado a un tipo con una escopeta de caza en la mano, y más lejos, quizás otro, pero apenas si podían vislumbrarlo.

              Pasaron cinco minutos, y oyeron como algo se arrastraba hacia ellos, encañonó hacia el ruido, era Juan que se movía por el suelo para acercarse.

– A la izquierda uno con escopeta, delante vuestra otro, y uno sentado en el porche también con escopeta, ¿Podréis haceros cargo de éste que está delante vuestra?, -les preguntó Juan.

– Sí, -asintió Ricardo con una cara que daba miedo.

– Atrás hay otro, pero no hay puerta de entrada, si intenta moverse lo fríen los dos que tengo allí.

– El problema es el que está en la puerta, -Ricardo miró al tipo que impedía la entrada.

– Ese es mío, -aseguró Pablo-, dadme cinco minutos, cuando veáis que me acerco a la esquina, actuad.

– De acuerdo, -asintió Juan, y se alejó agachándose por detrás de la ladera.

              Ricardo le puso la mano en el hombro como deseándole suerte, él se movió por la misma ladera. Cuando llegó al llano, se arrastró poco a poco, sin prisa, hasta que se guarneció con la pared, se quitó los zapatos, y se colocó de tal forma que lo viera Ricardo.

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