72. Pablo y Rosa. La Profecía

              Bajaron sin hacer el más mínimo ruido y encontraron unas escaleras por las que pasaron muy despacio; observaron un salón en el que un hombre calvo estaba viendo la televisión, de espaldas a ellos.

Juan hizo ademán de bajar, pero Pablo lo detuvo, se fue acercando por la pared de la escalera, y al llegar al salón, se tiró al suelo, y se arrastró por el espacio que dejaba el sofá y una estantería.

Se movió muy despacio, casi parecía que no avanzaba, no podía permitir que lo oyeran. Cuando llegó a la altura en la que estaba el calvo, se incorporó lentamente, poniéndose de rodillas, se levantó aún más, y lo cogió del cuello con el antebrazo apretándole la garganta, podría hacer lo que quisiera, pero no produciría el más mínimo ruido, poco a poco se fue relajando, y el relajó algo la presión para no matarlo.

              Mientras tanto, Juan abrió la puerta del cuarto de baño, y encañonando en la cara al que estaba haciendo sus cosas, se puso la mano en los labios indicándole silencio, el tipo se puso blanco.

– ¿Dónde están las niñas?, -le preguntó en un susurro.

– No sé lo que me hablas, -le respondió el individuo del cuarto de baño.

              Cogió la pistola y se la puso en los huevos, que estaban al aire.

– Se las han llevado, no están aquí, -era Paquito, que había buscado en el resto de la planta.

– ¿Hay alguien más?, -preguntó Juan.

– No, -le respondió Paquito.

– Ni te limpies, ponte los pantalones y no digas nada.

Juan, con movimientos de cabeza le indicó a Paquito que bajara, este comprobó que no había nadie abajo y abrió la puerta. Entraron Tomás, Rojas y dos hombres más.

              En ese momento estaban los dos hombres sentados en el sofá, con cara de miedo, tenían la pistola de Juan y la suya apuntándoles a la cabeza.

– Los hermanitos Fernández, los recaderos de los Rastrojo, -explica Rojas.

– ¿Qué quiere usted, señor Francisco?, -preguntó el calvo.

– Una cosa muy sencilla, ¿dónde están las nietas de Tomás?

              El más delgado de ellos que estaba frente a Pablo respondió.

– Nosotros no sabemos nada.

              No supo lo que le pasó en la cabeza, pero Pablo le dio con la culata de la pistola en la mandíbula con todas sus fuerzas, soltó un grito de dolor y la sangre empezó a caerle por la boca, rota la mandíbula.

– Te han preguntado, -le amenazó con darle otro.

– Este es el novio de la Rosita, -les refirió Juan-, ¿Os dejo a solas con él?

– Pero no hemos hecho nada, te lo juro por mis muertos, -comentó de nuevo el calvo.

              Juan se echó sobre el que tenía enfrente y sujetó con su antebrazo el pecho del hombre, mientras que se dejaba caer con la rodilla sobre los testículos de aquel individuo.

              Gritó como un cochino, Juan pesaría más de ochenta kilos, se levantó, ambos tenían la cara descompuesta, no sabían cómo los habían pillado tan rápido, pero las niñas no estaban allí, en ese momento subió uno de los hombres de Rojas con dos móviles.

              Ricardo los cogió, los miró sabiendo que eran los de ellas y les preguntó.

– ¿Y esto?

              Si estaban blancos y asustados, más miedo les debió de entrar al ver la cara de Ricardo.

– Como le haya pasado algo a mis niñas, vais a desear que os mate mil veces, -sacó una navaja de respetables proporciones y se acercó al que él había golpeado.

– ¿Me lo vas a decir?

– Yooo, no sé nada.

Apenas se le entendía con la mandíbula rota.

– Sujétamelo, -mandó Ricardo a uno de los hombres de Rojas, éste fue tras el sofá y lo sujetó por el cuello y los brazos.

              Ricardo se acercó, le quitó el cinturón muy despacio, para que el hombre se diera cuenta de lo que iba a pasar, le desabrochó el pantalón y tiró de él hacia abajo, aparecieron unos calzoncillos negros.

              Le pego un tirón, dejándolo con todo al aire.

              El tipo intentaba soltarse, pero contra más fuerza hacía, más fuerte apretaba el gitano que lo tenía sujeto.

              Ricardo no decía ni una palabra, lo que infundía más temor.

              El sujeto aquel chillaba lo que le dejaba la mandíbula rota, copiosas lágrimas brotaban de sus ojos.

– No, no.

Chillaba y jadeaba.

              Su hermano intentó moverse, pero el cañón de la pistola de Juan se le clavó en la frente, dejándole la cabeza pegada al sillón.

              Ricardo agarró ambos testículos, y los levantó ofreciéndoselos a la navaja, estaba claro lo que iba a pasar.

– Vale, vale, -habló el hermano, han estado aquí, pero sólo han cambiado de coche y se las han llevado.

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