
– Mierda, han entrado en Almendralejo, -maldijo Pablo, los habían pillado fuera de juego, pero habría sido muy difícil poner un coche en cada una de las intersecciones.
– Han cogido la entrada de Almendralejo desde la autovía, toman la calle Santa María, se desvían a la calle Monsalud, de allí a Francisco Pizarro, Plaza de la Constitución, Reina Victoria y Juan Carlos Primero, han entrado en la última casa, la que hace esquina, mirad el GPS.
Parecía que le habían dado cuerda.
Les mostró la pantalla del móvil, el punto rojo se había detenido.
Rojas salió de la habitación, y volvió con una bolsa, sacó algo y se lo dio a Ricardo, dio otra a Tomás, y le entregó otra a Pablo, era una Star de 9 mm. Parabellum , se veía cuidada, no obstante, tiró de la recamara, salió la bala y cayó sobre la mesa, sacó el cargador, y lo miró, comprobó que estaba lleno, metió la bala que había saltado, jaló la corredera accionando el gatillo para comprobar que corría bien, lo hizo varias veces, después metió el cargador, tiró de la corredera para introducir la bala en la recámara, y le puso el seguro. Todos lo estaban mirando.
– Buen yerno te has echado, Tomás, -admiró Rojas.
– Lo sé, -le respondió Tomás.
– Vamos, -les exhortó Ricardo, y sin esperar la contestación de nadie se fue hacía el coche, todos lo siguieron, Rojas no cesaba de llamar por su móvil.
Ricardo salió de la cochera como alma que lleva el diablo, aceleró a toda velocidad y apenas en media hora estábamos en la esquina de Juan Carlos Primero.
Allí los esperaban tres coches, separados unos de otros, pero cubriendo los accesos desde cualquier lado a la casa que habían marcado.
Aparcaron al lado de uno, se acercó uno de los hombres del coche y les informó.
– No hay movimiento, pero hay demasiada gente en la calle.
– Tened cuidado, los Rastrojo tienen a dos policías locales que son de la familia, además Almendralejo es su casa, separaos, -les ordenó Rojas.
Éste, fue coche por coche, y salieron al menos diez hombres, todos bragados, de entre veinte y cincuenta años, que se fueron separando cada vez más, hasta dejar una distancia de al menos veinte metros entre cada uno.
El mismo hombre se acercó, se podía decir que era gitano por la coleta, iba bien vestido, con una camisa azul y unos vaqueros, de complexión delgada, pero fuerte, tenía la cara agradable, los ojos se los tapaban unas gafas de sol como a todos, pero se le veía temple, estaba tranquilo y seguro.
– Tío, y ¿ahora qué?, le preguntó a Rojas.
– Os presento a mi sobrino, Juan Altea, está casado con mi Manuela, y es persona de confianza.
Se dieron la mano.
– Tú, -preguntó dirigiéndose a Pablo-, tienes también maneras, ¿milico?
– Gaca Atp , Bosnia.
– 8º de Infantería, Sarajevo, -mintió Pablo.
– Bueno es saberlo, -comentó sin variar la expresión de su rostro.
– ¿Traéis hierros?, -preguntó Rojas.
– Si tío, todos, ¿tú nos guías?, -contestó Juan.
– Hay demasiada gente, es la una, esperemos que el calor haga su trabajo. Mirad la forma de poder entrar, -les ordenó Rojas.
– Pero…, -protestó Ricardo.
– No es el momento, -Rojas lo hizo callar.
– ¿Verdad Tomás?
El viejo asintió con la cabeza.
Sudaba como un animal, nadie hablaba, todos estaban pendientes, de una forma o de otra, de la casa, esperando asaltarla de cualquier manera.
Ahora allí parados le dio tiempo a pensar, hasta ahora solo había actuado, pero cuando le dijeron que habían cogido a Rosita se le vino el mundo a los pies, solo la rapidez de los acontecimientos le evitó el quedarse paralizado, pero ahora, estaba enfurecido, habría reventado la puerta y.… no podía imaginar lo que hubiera hecho, le dolía el corazón de pensar que algo le pasara a Rosita.
El tiempo pasaba como si costara dinero, lento y doloroso, necesitaba hacer algo, quizás su aspecto no lo indicaba, pero en esos momentos era una bomba a punto de explotar.
Juan, el sobrino de Rojas se acercó.
– Tío, en la casa de al lado no hay nadie, Paquito la ha abierto, y nos asegura que se puede pasar de tejado en tejado.
– Vamos, -indicó Rojas.
Entraron en la casa que estaba totalmente a oscuras, uno de los hombres de Rojas desde la escalera les hizo señas para que subieran. Llegaron a la terraza, y saltaron con él la separación de menos de metro y medio. Iban Ricardo, Juan, el tal Paquito y él mismo.
Paquito se acercó a una puerta azul cerrada con un candado, en apenas medio minuto se deshizo del mismo y les indicó que le siguieran.