
-Pero yo no quiero.
– Tú te lo pierdes, cateto, -lo miró con cara de desprecio.
Se acercó al puesto, y aprovechándose de su corpulencia, tardó poco en llegar a la barra.
– Dos de chicos.
Gritó, intentando imponerse al vocerío.
– Ya va.
Logró oír una voz medio sepultada entre tanto ruido
-Marchando.
En segundos aparecieron dos vasos de cristal llenos de pequeños caracoles nadando en una solución marrón clara. ¡Qué asco!, pensó.
Pagó, y al cogerlos los soltó de golpe, estaban ardiendo, un señor de al lado le indicó dos servilletas, lio los vasos y le puso el pulgar hacia arriba.
-Gracias.
Le intentó decir entre el vocerío, y salió del bullicio de la barra.
Ellas estaban en una mesa alta con taburetes, en la que en el medio sobresalía una sombrilla cerrada por la inutilidad de abrirla a la sombra como estaban.
Lo esperaban como niñas pequeñas, Rosita daba palmas, pronto sabría que era un bicho devorador de caracoles.
Cogieron los vasos y le dieron un trago a aquel caldo de pecaminoso color.
– ¡Qué bueno!, qué bueno está.
Exclamaban las dos a la vez.
Hicieron sitio entre las servilletas usadas, se acercaron unos cuencos para las cáscaras, y cogieron los palillos de dientes.
Se hizo el silencio, apenas interrumpido por un sorber de vez en cuando a algún caracol que se resistía a ser engullido.
Una velocidad de vértigo que le sorprendió, bueno, hasta que la vio comer gambas.
Uno tras de otro iban pasando al cuenco de las cáscaras, en instantes ya llevaban medio vaso cada una.
Rosita que estaba a su lado, le pidió.
– Pruébalo.
Le acercó el vaso.
Y señaló el caldo que contenía el mismo.
– Ni loco, que asco.
Y era verdad.
– No tiene cojones.
Le indicó Ange a su prima.
La palabra mágica.
– Vale.
Le acercó el vaso, y probó un pequeño sorbo, era picante y tenía sabor a hierbas del campo, fuerte pero agradable, y caliente como los santos óleos. No estaba malo.
Ella le pegó un sorbo, y me retó.
– Vamos a ver si de verdad tienes cojones, porque lo del caldo era para mariquitas.
Cogió un caracol, sacó el animal, y se lo mostró en todo su esplendor, retorcido y negro, con los pequeños cuernos en la punta ¡qué asco!, pensó, y ella se lo acercaba inexorablemente.
– No hay huevos, no hay huevos.
Gritaban las dos.
Hizo de tripas corazón y lo introdujo en su boca, de sabor bien, pero la textura era otra cosa, hizo un esfuerzo y lo tragó.
– ¿A qué está bueno?
Le preguntó Rosita en su inocencia.
– Si tú lo dices.
Le contestó con cara de asco.
– Tan grande y tan escrupuloso.
Se volvió y siguieron comiendo.
– Prima.
Le preguntó Rosita.
– ¿Aquí es donde ponen los gordos con callos?
– Creo que sí.
Respondió Ange.
– ¿Nos los hacemos?
Volvió a preguntar Rosita a su prima, poniendo cara de malvada.
Rosita se volvió a él y le ordenó.
– Grandullón, dos de caracoles gordos con callos.
Operación barra, espera y extracción.
Ya habían terminado con los pequeños y esperaban con expectación los siguientes.
– ¡Qué pinta tienen!
Comentó Ange con los ojos como platos.
– Dámelos, que me desmayo, -le pidió Rosita a Pablo extendiendo los brazos.
Repetición del exterminio, pero esta vez con caracoles más grandes, y encima callos, algo ligerito. Tomaron el pan que venía en los platos, y empezaron a mojar sopas como si se fuera a acabar el mundo.
Rosita levantó la mano.
– Secretario, dos de gordos a la Carbonara.
– ¿A la Carbonara?, -preguntó extrañado.
– Calla, esclavo, y sirve a tus amas.
Señaló con el dedo hacia el puesto.
– Sí señoras, agaché la cabeza.
Nada podía discutir.
Operación barra de nuevo.
Efectivamente, eran caracoles tan gordos como los anteriores, pero tapados casi completamente por una buena ración de salsa Carbonara.
Más mojeteo, “que buenos están, yo prefiero estos”, decía una, “yo prefiero los otros”, y así seguía la conversación científica que mantenían ambas.
Un rato después terminaron, Pablo creía que todo había acabado, y se disponía a marcharse cuando su Joya ordenó.
– Esclavo, una de chicos, y una de gordos en salsa, y que no falte el pan, que ha estado escaso.
Ni contestó, me dirigió a la barra otra vez.
Se los coloqué en la mesita, y ante su asombro Rosita, se acercó los dos y se dispuso a comérselos ella sola.
– ¿Todos son para ti?, -exclamó sorprendido.
Lo miró como si estuviera tonto.
– Déjala Pablo, como le guste algo se pone hasta el moño, y encima ni engorda ni revienta.
Le avisó Ange.
Rosita los miró con desprecio como si fuéramos tontos, y se dispuso a comerlos echándose el pelo a un lado.
La ejecución era la siguiente, caracol, caracol, sopa grande de pan, terminas con ella te bebes casi todo el caldo, que está picante y ardiente, y a una velocidad parecida a la de la luz, destrozas un buen puñado de caracoles.
Terminó de comer soltó un ah…. y mirando alrededor y viendo que nadie estaba cerca de nosotros soltó un eructo de los buenos.
– No es bueno dejarlo dentro, -exclamó con una sonrisa.
– Pero mira que eres basta, y delante de Pablo.
Le recriminó Ange.
– El que quiere la col quiere las hojitas de alrededor.
Y puso cara de redicha.