60. Pablo y Rosa. La Profecía

– ¿Estás mejor?, -le preguntó Ester.

-Estoy bien, no te preocupes, dentro de una semana no tengo nada.

– Pues no vamos a tenerla.

Le aseguró Tomás.

– Niñas, traernos café.

Pidió de nuevo Tomás.

              Ester y Ange se levantaron sin decir palabra, se quedaron Ricardo, Tomás y él.

– Esto va rápido.

Afirmó Ricardo.

-El puerto es Sines, primero pasamos por Mérida una noche, tenemos que arreglar unos asuntos y al día siguiente, a Portugal, allí nos esperan.

– Bien.

              Fue lo único que pudo contestar Pablo.

– Nos van a tener que conseguir los contenedores que traen la próxima semana estas empresas.

Tomás le dio un papel con unos nombres anotados.

– ¿Estas son las que hacen pirateo?, -preguntó Pablo.

– No, son los caballos de Troya, -contestó Tomás.

– ¿Caballos de Troya?, -volvió a preguntar Pablo con extrañeza.

– Sí, pantallas, que no hay mejor contrabandista que el que no sabe que lo trae, -aseguró Ricardo.

– ¿Y cómo lo hacen?, -volvió a preguntar Pablo.

– Tiempo al tiempo, -le pidió Tomás.

-Y ahora tómate el café y descansa, -le volvió a decir Tomás.

              Al fresco y después del ajetreado día se quedó dormido, echaron el toldo, y le pusieron una manta sobre el cuerpo, nadie se atrevió a despertarlo.

Capítulo XII

Caracoles

Vaya día, pensó Rosa, comenzó con Ange insoportable, a la segunda bordería[1] que lanzó sobre Pablo, la mandó a la mierda y ya no volvieron a hablarse en toda la mañana.

              Y por la noche, el desastre, el mil veces hijo de p… de Yayi, casi se lo mata, ¿ahora a ver qué le contaba Ange?, que le arrancaba los ojos. Cuando lo vio chorreando sangre pensó que lo habían matado, pero gracias a Dios eso se curaba, durante un instante quiso morirse, morirse ella y que él siguiera vivo, las lágrimas le salían como si tuviera todas las del mundo, no podía controlarse, qué mal rato, tuvo que ponerse feísima, pensó, hinchada y blanca, pues sólo daba   hipidos, no podía ni articular palabra.

              Cuando vio su mano hacer el tonto, y hacer la señal de la victoria, le dieron ganas de reírse, y lloró más.

              Con el alma en los pies, que casi no podía andar, le llevó el plato, y se sentó a su lado, y lo miró como intentando que no se fuera a mover de allí para siempre, para que no le pudiera pasar nada malo.

              Le pareció eterno y un segundo, cuando le besó la mano se le subió el pavo y quería morirse de gusto.

              Cuando le susurró lánguidamente.

– Gracias.

– ¿Por qué?

Le preguntó.

– Por existir.

              Se derramó, y sin saber por qué, empezó a llorar como una tonta, pero de felicidad.

Lo despertó el ruido del movimiento de cajas.

Se levantó, y sintió el picor de la herida, parecía estar cerrando bien, tampoco era tanto, más escandalosa que otra cosa, sólo había atravesado la piel.

– Un momento, voy con vosotros, -pidió con una sonrisa.

– No, -se lo intentó impedir Ricardo.

– Hoy voy yo.

– No, -le contestó Pablo

              Ricardo lo miró.

– Vale, Tarzán.

              Fue a su cuarto, se cambió de ropa, se lavó la cara.

Al pasar por la cocina, se sirvió un poco de café y cogió un mendrugo de pan del día anterior.

– Vámonos, -sin decir nada más se montó en la furgoneta.

– Ehhhh, -exclamó Rosita.

– Que quedan cajas que meter.

– No puedo, estoy herido.

Pablo puso cara de estar muriéndose.

              Río, lo miró.

– De poca vergüenza que tienes.

– ¡Ay!, ¡ay!, -le contestó Pablo, como si tuviera quince años.


[1] Palabra descortés, o de mala manera. (And.)

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