
– ¿Estás mejor?, -le preguntó Ester.
-Estoy bien, no te preocupes, dentro de una semana no tengo nada.
– Pues no vamos a tenerla.
Le aseguró Tomás.
– Niñas, traernos café.
Pidió de nuevo Tomás.
Ester y Ange se levantaron sin decir palabra, se quedaron Ricardo, Tomás y él.
– Esto va rápido.
Afirmó Ricardo.
-El puerto es Sines, primero pasamos por Mérida una noche, tenemos que arreglar unos asuntos y al día siguiente, a Portugal, allí nos esperan.
– Bien.
Fue lo único que pudo contestar Pablo.
– Nos van a tener que conseguir los contenedores que traen la próxima semana estas empresas.
Tomás le dio un papel con unos nombres anotados.
– ¿Estas son las que hacen pirateo?, -preguntó Pablo.
– No, son los caballos de Troya, -contestó Tomás.
– ¿Caballos de Troya?, -volvió a preguntar Pablo con extrañeza.
– Sí, pantallas, que no hay mejor contrabandista que el que no sabe que lo trae, -aseguró Ricardo.
– ¿Y cómo lo hacen?, -volvió a preguntar Pablo.
– Tiempo al tiempo, -le pidió Tomás.
-Y ahora tómate el café y descansa, -le volvió a decir Tomás.
Al fresco y después del ajetreado día se quedó dormido, echaron el toldo, y le pusieron una manta sobre el cuerpo, nadie se atrevió a despertarlo.
Capítulo XII
Caracoles
Vaya día, pensó Rosa, comenzó con Ange insoportable, a la segunda bordería[1] que lanzó sobre Pablo, la mandó a la mierda y ya no volvieron a hablarse en toda la mañana.
Y por la noche, el desastre, el mil veces hijo de p… de Yayi, casi se lo mata, ¿ahora a ver qué le contaba Ange?, que le arrancaba los ojos. Cuando lo vio chorreando sangre pensó que lo habían matado, pero gracias a Dios eso se curaba, durante un instante quiso morirse, morirse ella y que él siguiera vivo, las lágrimas le salían como si tuviera todas las del mundo, no podía controlarse, qué mal rato, tuvo que ponerse feísima, pensó, hinchada y blanca, pues sólo daba hipidos, no podía ni articular palabra.
Cuando vio su mano hacer el tonto, y hacer la señal de la victoria, le dieron ganas de reírse, y lloró más.
Con el alma en los pies, que casi no podía andar, le llevó el plato, y se sentó a su lado, y lo miró como intentando que no se fuera a mover de allí para siempre, para que no le pudiera pasar nada malo.
Le pareció eterno y un segundo, cuando le besó la mano se le subió el pavo y quería morirse de gusto.
Cuando le susurró lánguidamente.
– Gracias.
– ¿Por qué?
Le preguntó.
– Por existir.
Se derramó, y sin saber por qué, empezó a llorar como una tonta, pero de felicidad.
Lo despertó el ruido del movimiento de cajas.
Se levantó, y sintió el picor de la herida, parecía estar cerrando bien, tampoco era tanto, más escandalosa que otra cosa, sólo había atravesado la piel.
– Un momento, voy con vosotros, -pidió con una sonrisa.
– No, -se lo intentó impedir Ricardo.
– Hoy voy yo.
– No, -le contestó Pablo
Ricardo lo miró.
– Vale, Tarzán.
Fue a su cuarto, se cambió de ropa, se lavó la cara.
Al pasar por la cocina, se sirvió un poco de café y cogió un mendrugo de pan del día anterior.
– Vámonos, -sin decir nada más se montó en la furgoneta.
– Ehhhh, -exclamó Rosita.
– Que quedan cajas que meter.
– No puedo, estoy herido.
Pablo puso cara de estar muriéndose.
Río, lo miró.
– De poca vergüenza que tienes.
– ¡Ay!, ¡ay!, -le contestó Pablo, como si tuviera quince años.
[1] Palabra descortés, o de mala manera. (And.)