59. Pablo y Rosa. La Profecía

              Cogió la aguja del botiquín, le echó alcohol, y lo comenzó a coser, tenía la herida caliente, pero a pesar de ello, a Pablo le dolía como el demonio; en apenas un instante había terminado.

              Hizo el nudo y me preguntó.

– Dime, ¿quién ha sido el mala madre?

– Imagínate.

Le contestó.

-El Yayi y dos más, con pasamontaña.

– Qué es, ¿qué lo reconociste por el aspecto?

– No, se lo quite, le van a estar doliendo los huevos tres meses, y a su colega las costillas y la cabeza, el otro salió por piernas.

– Más fuerte le tenías que haber dado, -le susurró con odio Ricardo al oído.

– Le he dado bien, no te preocupes, que le he avisado que como se acerque a esta casa se los corto.

– Bien hecho.

Le sonrió Ricardo.

– Hijo mío, si quieres dejarlo te comprendo, -comentó Tomás,

– ¿Por esto?

Señaló la herida.

-No, -movió la cabeza con fuerza, negando.

              Rosita no decía nada, tenía el rostro arrasado de lágrimas.

– Rosita, que no me ha pasado nada.

– Si te pasa algo me muero.

Después miro alrededor, como si hubiera dicho algo inapropiado, pero nadie hizo el menor comentario.

– Rosita, tráele de su cuarto una camisa.

Pidió el Ayo.

              Ricardo le estaba vendando alrededor del torso para que no se le abriera la herida, sabía lo que hacía, no era nuevo en esos menesteres.

              Tomás se sentó a su lado y cogiéndolo de la mano, casi le susurró.

– Cuantos problemas te traemos.

– Tío Tomás, estos no son problemas, estos sí.

Pablo señaló la cicatriz de un balazo en las costillas.

-Recuerdo de Galicia oeste.

Señaló en el brazo un corte profundo de un cuchillo fruto de una gran pelea en el Bierzo.

              Rosita seguía dando jipíos con la mano en la boca, acurrucada en un sillón enfrente de mí.

              Levantó la mano señalándola y moviendo los dedos, y al final poniendo el signo de la victoria.

              Pareció sonreír, pero siguió llorando.

– El chaval éste no se corta por nada, voy a tener que darle un repaso.

Habló Ricardo, con una voz a tener en cuenta.

– Tranquilo, hijo, cada cosa es en su momento, Pablo está bien, y él se ha llevado lo suyo, estará tranquilo un tiempo, no necesitamos mover más los problemas.

Comentó a su hijo el Ayo.

– Pues Tomás, si no es por la suerte, que volví a la panadería para comprarles algunos dulces, no estoy aquí, me hubiera rajado de arriba a abajo.

– Pápa, que hay que pararlo.

Insistió Ricardo.

– Más ganas que tú, tengo yo, es mi derecho de sangre, Pablo es de la familia y me llama la venganza, pero no es el momento.

Repitió el Ayo.

– No vayáis a hacer ninguna estupidez, ya lo pillaré yo.

Les avisó Pablo con voz seca.

– ¿Tienes hambre?

Preguntó Tomás.

– Sí.

– Niñas ponerle algo para comer, a mí se me ha quitado del apetito.

Les pidió Tomás.

              Los demás dejaron la mesa y los dejaron a Rosita y a él, que le trajo un plato de viandas frías y pan.

              Se sentó a su lado con la cara hinchada y lo cogió del brazo.

– Yo no sé qué haría…

              No la dejó terminar.

– Soy durillo de pelar.

– Pero…

Y lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

– Déjalo, estoy bien.

              Agachó la cabeza apoyándola sobre la mesa y se quedó mirándolo fijamente mientras comía.

              Sintió la calidez de su compañía, y cayó más rendido a sus pies, se paró el mundo de nuevo y sólo quedó la burbuja que los envolvía.

              Terminó, la cogió la mano y se la besó.

– Gracias.

– ¿Por qué?

Le preguntó.

– Por existir.

Le contestó mirándola a los ojos.

              Otro perrerón[1], se levantó y se fue al patio.


[1] Perrerón: Berrinche o llanto desconsolado. (And.)

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