61. Pablo y Rosa. La Profecía

Nada más llegar al mercadillo, la sempiterna Dolores se acercó al puesto y cogiendo a Rosa de la mano, se la acercó y le preguntó.

– ¿Cómo está tu hombre?

– Bien, Dolores, un costurón en el pecho, grande, pero ya lo ves, aquí está.

Lo señaló con orgullo.

– Porque es un hombre de los de antes, ni llamó a la policía, ni nada.

– No, Dolores.

– Eso está bien, es cosa de hombres, ya lo arreglaran los mayores, el Yayi ha desaparecido y lo están buscando, cómo lo encuentren…

Dolores movió la cabeza.

-Ya Dolores, pero es que casi me lo desgracian.

Rosa estaba preocupada.

– Pues desgració a los otros, que orgullosa te tienes que sentir, niña.

– Hinchá como una pava, Dolores

Una gran sonrisa llenó su bello rostro.

– Así tienen que ser los hombres, buena pieza has cogido, con dos cojones.

Afirmó Dolores, asintiendo con la cabeza.

              Y se fue.

              Rosita lo miró con cara de resignación.

– ¿Ya lo sabe todo el mundo?, -preguntó Pablo en su inocencia.

– ¿Tú qué crees?

Pablo puso cara de resignación.

-Oye, ¿y qué es eso de que lo están buscando?, -preguntó extrañado.

– Porque te atacó a traición, cara a cara y uno a uno es una cosa, lo que te pasó a ti ayer es algo muy distinto, -comentó como si fuera una sentencia que debía de conocer.

– ¿Y si le cogen, que pasa?, -volvió a preguntar.

– Te llamarán a ti al Consejo de Ancianos, y ellos verán lo que se hace.

Pablo pensó que para ellos era santa palabra, era su ley.

– ¿Sin policía?, -preguntó de nuevo.

– Son nuestras leyes, tan antiguas o más que las vuestras.

Afirmó sin pestañear, para ellos era lo natural, lo que debía hacerse.

– Mira que sabe la gitanita.

Puso cara de admiración.

– Cállate Payo.

Le sonrió dulcemente.

– Yo pa callarte te daba un beso, pero no me dejan.

Le contestó de corazón.

– Porque no quieres.

Sonrió pícaramente.

              Se levantó e hizo ee amago de ir tras de ella, pero salió corriendo, escondiéndose detrás de las cortinas.

              Se volvió a sentar.

– Mariquita, se oyó detrás de las cortinas.

La vio enseñando la cara con una sonrisa picarona.

– Ya… Ya… si te cojo…

              Y se rieron.

              Ange los miraba, callada, y Rosa ni quería verla, a pesar de que los miraba fijamente.

              Aquella tarde los dejaron salir a Rosita y a él a dar un paseo, Ange fue con ellos porque los tenía que acompañar de carabina; nada más dieron la vuelta a la calle, Rosita se le agarró de la cintura y él le echó el brazo sobre el hombro.

              Iba vestida como una niña, con una falda azul plisada y una camisa rosa, zapatos castellanos planos y el pelo suelto, apenas si se había echado algo en sus pestañas que hacían que cuando miraba solo se le vieran los refulgentes ojos azules. Nada más de pintura llevaba, ni falta que le hacía.

              Salieron a la Iglesia de San Lorenzo, bello edificio, con su pequeño jardín de rosas rojas, allí se detuvo, y sin importarle lo que le dijeran, cogió una y se la dio a Rosita, cogió otra y se la di a Ange, que aceptó a regañadientes.

              Continuaron por la calle Escañuela y se pararon en cualquier establecimiento que expusiera algo, cacharros de cocina, para los que tuvieron palabras de admiración o de desprecio. Él, como no entendía nada, se calló. Lo mejor que pudo hacer. Las primas volvían a estar en salsa.

              Llegaron a la Plaza de la Magdalena, con su bella iglesia y jardines, y vio un tenderete atestado de gente.

– ! Caracoles ¡

Exclamaron las dos al unísono. Y se olvidaron de todo.

– ¿Caracoles?, -comentó Pablo con asco.

– Si cateto, caracoles, una delicia para personas con clase, no como tú, cateto.

Rosita lo miró como si no supiera de las cosas buenas de la vida.

              Se acercaron en su extraña conversación.

-Yo de los chicos o de los gordos, cabrillas…….

              Jerga extraña e incomprensible.

– De los chicos.

Rosita se colocó delante de él y comenzó a saltar como una niña pequeña.

-De los chicos, de los chicos…

– Vale.

Contestó.

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