
Montes sabía de lo que hablaba.
– Lo sé.
Afirmó Pablo, asintiendo con la cabeza.
– Un bellezón y el poder de Valdivia, buen lote.
– Es cierto que es guapa.
Comentó intentando parecer sin interés.
-Pero es una niña.
Quiso quitarle importancia.
– ¿Una gitana con diecisiete años?, esa es más mujer que una paya con veinticinco, ten cuidado con la Joya, que la niña es guapa como ella sola.
Montes conocía lo espectacular que era Rosa.
– Soy un policía en cumplimiento de mi deber.
Sacó pecho.
-Y también un hombre.
Constató Montes que sabía más que yo.
Cortó la conversación.
– Mañana intentaré llamarles si hay algo de interés.
Le comentó cambiando el tercio.
– De acuerdo, Boss, porque la fiscal llama tres veces al día, el súper jefe está agobiado, quítele un poco de presión.
Le rogó, lo tenían agobiado.
– Deme el teléfono de la fiscal.
– Está en el móvil, «Panadería».
Lo señaló con el dedo en la pantalla.
– Ingenioso, -le contestó mientras se bebía el último sorbo de agua.
Le tendió la mano a Montes.
– Gracias por todo.
– Cuidado, Boss.
Supo que se lo decía en serio.
– Por la cuenta que me trae.
Salió del reservado, apenas si había dos clientes en todo el bar; cuando llegó a la calle ya eran casi las once y era noche cerrada, nadie se veía por allí, aquella parte estaba muy mal iluminada.
Arrancó corriendo, iba a torcer para meterse en la calle de los Valdivia, cuando vio abierta una panadería, llevaba la cartera encima y decidió comprar algún dulce para la cena.
En ese momento sintió un arañazo en el estómago, reaccionó inmediatamente saltando hacia atrás, entonces vio a un tipo con un pasamontaña que intentaba darle una puñalada de nuevo, le echó la mano hacia un lado, desequilibrándolo, en ese momento, cuando el pecho del atacante pasó a su lado, le dio un rodillazo que lo dejó sin aliento. Se había salvado el haberse desviado para la panadería, en otro caso lo hubieran rajado de arriba a abajo.
Inmediatamente otro tipo que intentó clavarle una navaja directamente al pecho, aquella era difícil de evitar, pero gracias al entrenamiento actuó sin pensar, de un golpe en la muñeca desvió la navaja hacia arriba, el resto del cuerpo, fue hacia él, le dio un rodillazo en las pelotas con todas sus ganas.
El tercero lo miraba sin saber qué hacer.
– Hijo p… te voy a matar.
Movía la navaja de un lado a otro.
– Ven para acá.
Le pidió Pablo, indicándole con los brazos que lo hiciera.
– Hijo p…, hijo p….
No dejaba de repetir señalándolo con la navaja.
Pegó un tirón como para ir a por él, se dio la vuelta y salió corriendo.
Se volvió rápidamente hacia los otros dos, el primero intentaba levantarse, le dio una patada en las costillas desde atrás, y volvió a caer al suelo con todo su peso, el de la patada en los huevos, seguía sentado, gimiendo, se fue a por el primero, le quitó el pasamontaña y no le resultó conocido, le dio con la cabeza en el suelo por si acaso, y se volvió a por el segundo, le quitó el pasamontaña, era el Yayi, se lo había imaginado.
Lo miró:
– Hijo p.…, hijo p.…, me has reventado los huevos.
Lo cogió de las manos con las que se sujetaba los testículos y apretó, oyó como un estertor.
– La próxima vez que te acerques a cualquiera de la casa, te quedas sin ellos.
Volvió a apretar con más ganas, y chillando, el Yayi se dejó caer de lado jadeando.
Se incorporó, y se dio cuenta de que le habían dado un tajo superficial de siete u ocho centímetros, cinco centímetros más abajo del esternón, pero que echaba sangre como un cerdo.
Se quitó la camisa que ya estaba manchada, hizo un lio con ella, y se apretó la herida.
Caminó hasta la casa de los Valdivia.
Entró despacio para que no le oyeran, ya estaban cenando, se movió por detrás de la ventana, para que Rosita, que estaba en frente de ella, lo viera.
Cuando levantó la cara, le hizo señas de que saliera, le miró con cara de sorprendida, pero un minuto después estaba a su lado.
– ¡Ay! Dios mío ¿qué te ha pasado?
Preguntó con la cara blanca.
– No es nada, ya te cuento, tráeme algo para curarme.
Se levantó y salió disparada por la escalera, pero el viejo Tomás que presidia la mesa se dio cuenta de que algo pasaba, asomó la cabeza al patio y llamó.
– ¿Rosita?
Esperó unos instantes,
– ¿Pablo?
Volvió a preguntar. Ya no tenía sentido.
– Aquí estoy, Tío Tomás.
Se acercó y cuando vio la sangre que le goteaba hasta los pantalones, lo cogió del hombro.
– Entra, entra.
Lo arrastró al comedor. Se dejó llevar.
Todos pararon inmediatamente de comer, Ester se echó las manos a la cara, Ange, a pesar de todo puso cara de espanto, Ricardo de un salto se acercó a él, le quitó la camiseta y puso una servilleta de tela.
– No es nada.
Les comenté.
– La sangre no llueve del cielo.
Contestó con cara seria Ricardo.
– ¿A ver?
Y levantó la servilleta, Ange puso los ojos en blanco y tuvo que sujetarla su madre, era una herida escandalosa.
En ese momento entró Rosa con un pequeño botiquín que Ricardo le hizo dar.
Con manos expertas, limpió la sangre, roció de Betadine[1] la herida hasta ponerle amarilla la barriga, después tiró de los extremos para ver la profundidad.
– Pablo, puntos, eh.
– Sí, lo sé.
Asintió mirándose la herida.
[1] Betadine está indicado como antiséptico de la piel de uso general, en pequeñas heridas y cortes superficiales, quemaduras leves, rozaduras. En el ámbito hospitalario, indicado como antiséptico del campo operatorio, zonas de punción, pequeñas heridas, quemaduras leves y material quirúrgico.