
Capítulo IX
Siempre Rosa
Apalabrado, pensó Pablo, no la conocía ni de una semana, pero daría algo porque fuera de verdad, no se la podía sacar de la cabeza; si se le acercaba mil veces, mil dolores de estómago, si le hablaba mil veces, mil veces que oía a los ángeles, creyó que el sur lo había embrujado.
Intentó por todos los medios salir de la situación, hacerse el frio, pensar con lógica, decir que lo que le sucedía era una tontería, y algo dentro de él se reía, como diciendo que ni mil voluntades suyas podrían ni difuminarla. Se enfadó porque no puede quitársela de la cabeza, pero a la vez era feliz de que su fulgor siguiera poseyéndolo, si ella desapareciera, quizás el vacío que dejara le sería insoportable.
Su escala de valores estaba variando, en primer lugar, aparecía ella, después ella, y siguiendo, ella, lo demás se perdía cómo si no fuera real, cómo si lo único importante, sólido, auténtico, fuera su presencia. Pidió a dios que le ayudara a conseguir su amor, a estar con ella, no deseaba nada más, nada más anhelaba, ya ni se reconocía, Pablo el buldócer, de perrillo faldero, pero feliz.
Otro día más, cinco de la mañana, cargar y un atisbo de su mirada, y «sorpresa» su sonrisa en una mirada fugaz, ahora sí había salido el sol.
Llama por teléfono al Comisario.
Comenta lo que ha pasado con la visita de Tomás, omite todo lo relacionado al apalabramiento, ya habrá tiempo de justificarse si fuera necesario.
– Maldonado, he hablado con la fiscal y nos apoya totalmente, se la está jugando, confiamos en usted, ya sabe, la cabeza fría.
– Sí señor.
– Montes será su sombra.
Le repite el Comisario, que también se juega algo.
– Pero muy de lejos, aquí se enteran hasta de lo que no pasa, y a Montes seguro que lo conocen, no quiero que se estropee la operación.
Una pausa, después, continúa hablando.
– Usted no se preocupe, mañana tendremos preparados sus nuevos documentos, ya le indicaremos como recogerlos sin riesgo.
– ¿Alguna orden más?, señor.
– No, continúe con la misión.
Cumplido, una cosa menos, vía casi libre.
Volvió a marcar.
– ¿Mamá?
– Ay, Pablito, ¿dónde estás?
Dos metros y seguía llamándole Pablito, peor era lo de su hermana, Irenita, y pensó “que se joda”, desde el cariño, pero que se joda.
– He salido a tomarme un café, y he aprovechado para llamarte.
Mentir a una madre para que no se preocupe no es pecado.
– ¿Cómo te va?, -le pregunta, ignorante de lo que sucede.
– Haciendo papeleo, mamá, parezco un oficinista, no un policía.
Siguen las mentiras, es la ley de los hijos.
– Los papeles no pegan tiros.
– Entonces me habría hecho oficinista.
– ¿Te tratan bien?
– Son gente agradable, es el sur, mamá, son más abiertos que en casa.
– Sí, ¿pero la comida?
Vuelve a insistir su madre, sabe que es un tragón.
– De muerte, mamá, me voy a poner redondo.
– Lo que me alegro.
– Dale un beso a nuestro médico favorito, a mi puñetero padre.
– Cuídate, Pablito.
– Adiós, Mamá.
Se incorporó a la marea humana, el mercadillo se caía de gente y aún era martes.
Pablo pensó que algún día le preguntaría cuanto sacaban al día, porque allí se ganaba dinero.
Poco a poco se fue relajando el tránsito hasta que casi nadie deambulaba por el albero del Mercadillo.
Ange gritó con todas sus fuerzas.
– Dolores, venga usted “paca”.
– ¡Ay niña! que me vas a matar de un infarto, voy.
Contestó Dolores con cara de cansancio.
– Vas a serla primera en saberlo, la Rosita se ha apalabrado, -le cotillea al oído Ange, después la coge de los hombros y la sacude.
– ¡Ay mi reina!
Exclama la señora dando un abrazo de oso a Rosita que miraba todavía un poco sorprendida.
– ¿Quién es el afortunado que se lleva la Joya?
La señora mira a todos lados intentando adivinarlo.
– El Callao, el primi, que se nos la lleva, que lo tenían “mu” callao.
Le zampó dos besos con otro abrazo de mamá osa.
– Y encima éste no te va a marear charlando, pero que guapo y buen mozo, vais a tener los niños más bonitos del mundo.
Un segundo después estaba gritando nombres, que no daba ni tiempo a entenderlos, y en el siguiente segundo, la mayoría de los tenderetes se despoblaron, toda la marabunta fue al puesto de Tomás.
Dos mil besos, dos mil abrazos, dos mil felicitaciones, ADN de toda la ciudad; no supo cómo salió cerveza, botellas de vino, y antes de que se diera cuenta, se había formado un corrillo alrededor de ellos, como si estuvieran exponiéndolos a Rosita y a él, todos dándoles parabienes, y deseándoles fortuna e hijos varones. Hasta las cinco estuvieron allí, ni Rosita ni él bebieron, pero Ange si, se puso graciosa, no borracha, pero si alegre, estaba contenta, después de tantas inquietudes, un momento de alegría se agradecía.
Y esa tarde en casa, «que todavía no es la pedía, pero es motivo de alegría», gritaba Ange como loca, si alguien no se lo creía, al ver a Ange lo aceptaría como verdadero.