46. Pablo y Rosa. La Profecía

– Este favor que te voy a pedir, es algo personal, no tiene que ver nada con lo nuestro, pero durante este tiempo necesito protegerla de cualquiera que mal la quiera.

Tomás habló seriamente.

– Pídame usted.

Sabiendo que si era para proteger a Rosita su respuesta iba a ser afirmativa.

– Quiero que durante este tiempo que estés con nosotros, te apalabres con ella, así la dejarán tranquila, cuando todo esto acabe, cada mochuelo a su olivo, y de lo hecho, olvidado, ¿te importaría hacerme ese favor?

Lo miró esperando la respuesta.

– Considérelo hecho.

Feliz. Se sintió feliz.

– Por supuesto, eso no supone ningún derecho sobre Rosita, estamos hablando como personas honestas, ¿no Pablo?

Le preguntó seriamente Ricardo.

– Se lo prometo.

Y lo miró a los ojos.

– Me basta tú promesa, la quiero con toda mi alma, y no me perdonaría que hubiera algún malentendido.

Aseguró Ricardo.

– La tienes.

-Ningún malentendido habrá, -le prometió Pablo con todo su corazón.

– Te lo agradezco.

Y el viejo también sabía que lo que afirmaba Pablo era cierto.

              Algo muy gordo estaba pasando, el viejo estaba protegiendo sus fichas, y ahora que veía al Calero, no entendía como Valdivia lo protegía.

– Todo hablado y justo a tiempo, ésta es la casa.

Señaló Ricardo.

              Llamó a una aldaba e inmediatamente una señora mayor abrió.

– Ay, Señor Tomás, Dios se lo pague que haya venido.

Y cogiéndole la mano se la besó.

              Les indicó que pasaran y la siguieran, era una casa muy antigua, y al contrario que la de Tomás, se veían signos de pobreza.

              Llegaron a un ajado salón donde los esperaban de pie varias personas, una mujer que sólo lloraba, un señor muy mayor, que parecía muy castigado por la vida, de delgado asustaba, se le marcaban los hoyos de las mandíbulas, y unos niños, tres, limpios, aunque no muy bien vestidos. El hombre mayor se acercó a Tomás.

– Ay, Señor Tomás, Dios le bendiga por venir a esta humilde su casa.

Se acercó y también le besó la mano.

– Antonio, siéntate.

Le pidió el Ayo con autoridad.

              La mujer más joven, bien parecida, aunque con bastante sobrepeso se acercó y le besó la mano.

– Este es mi hijo Ricardo, al que conocéis, y este es un primo de mi Rosita, Pablo.

Lo presentó Tomás.

              Todos lo miraron con respeto, el Ayo era algo serio.

              Se estrechamos las manos, y se sentaron alrededor de una vieja mesa.

– Dime, Antonio, ¿qué ha pasado?

– Mi Lorenzo que lo ha cogió la Pestañí, y no tenemos ni para abogado, y mire usted el panorama, tres churumbeles que apenas si levantan un palmo del suelo, ¿cómo vamos a sobrevivir?

– Vamos a ver, Antonio cálmate.

Tomás le ofreció un pañuelo al viejo, al que se le habían escapado dos enormes lágrimas.

– Por el abogado no te preocupes, Céspedes irá a verlo mañana, ya he hablado con él, me ha informado de que dos años seguro, quizás algo más.

Continuó hablando Tomás.

– Ay Dios mío.

Exclamó la señora mayor, mientras que sollozos entrecortados salían de su pecho.

– ¡Mi niño!

Casi gritaba.

– Aurorita.

Le recordó Ricardo.

– Ya le avisamos a tu nene que se estuviera quieto.

– Pero los niños tienen que comer, ellos no tienen la culpa.

Le rogó a Tomás el señor mayor.

– Pan para hoy y hambre para mañana, ya lo hubiéramos solucionado de alguna manera.

Afirmó Ricardo.

-Pero el cogió la calle de en medio, y ahora estamos aquí.

– Bueno, el problema ya llegó.

Comentó Tomás.

-Y lo importante es solucionarlo, dile a tu nene que se coma lo que tenga que comerse, que esté tranquilo.

Continuó Tomás.

– ¿Tengo vuestra palabra de que lo convenceréis para que cuando salga, tenga claro que hará lo que yo diga?

– Si no, lo mato.

Aseguró el señor mayor.

– La Caja de los Alivios está abierta.

Afirmó Tomás.

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