
Empezó el jubileo, las voces de pregoneo, Rosita se transformó en un torbellino, llevaba a varios clientes a la vez.
– Toma, cóbrate de la señora.
Le daba el dinero a Ange.
– Tráeme los polos de tal color y de tal marca.
Señalaba varios a la vez.
Y Ange por otro lado, Cuando quiso darse cuenta eran las dos de la tarde.
Estaba mareado de tanto cobrar y mover cajas, y las dos continuaban pregonando, riéndose, dándose bromas, vendiendo. Era su salsa, las observó y se dio cuenta de que aquellas gitanitas eran las reinas de su reino, un reino de prendas piratas, outlet y demás, pero reinas.
– Pablo, ven para acá.
Lo llamó Ange.
– ¡Ven con nosotras¡, ¡Dolores!
Gritó.
-Quédate un momento aquí.
Ya casi no había gente en el mercadillo.
– Te vamos a presentar a todo el mundo que conocemos, el Ayo nos ha dicho que lo hagamos.
Le ordenó Ange y lo arrastró con ella.
Y empezó el peregrinaje, cuando le habían presentado a cinco o seis perdió la cuenta, pero eran entradas las tres, cuando, bajo un sol de justicia, regresaron al puesto.
– Ya no tienen que preguntar quién eres, el que quiera saber ya conoce.
Afirmó Ange como si fuera una vieja.
El desparpajo de Ange era increíble, Rosita estuvo cordial, pero la que llevó la voz cantante fue Ange, que con su gracia hacía reír a todos los que se acercaban.
– ¿Y a ti que te pasa?, ¿te ha comido la lengua el gato?
Le preguntó Ange a su prima.
– Olvídame.
Le contestó Rosa.
– Sé que no estás con esos días, así que dime qué te pasa.
Ange la cogió del brazo.
– Que me olvides.
Rosita pegó un tirón y se soltó de su prima.
– Vete a la mierda.
Le respondió Ange dándose la vuelta.
Recogieron en silencio.
– Y éste, ¿quién es?, Rosita.
Pablo oyó a una voz preguntar.
Se volvió y vio parado frente al puesto, a un tipo alto, casi tan alto como él, más delgado, pero con tripa, de la edad del Ayo, quizás algo menos, pero poco, gitano a todas luces, aunque vestido de forma más moderna. Moreno, muy moreno, y con aires de avasallar, ojos negros y nariz cetrina, un bigotazo adornaba su cara.
– Mi primo Pablo, Don Antonio.
Le contestó Rosita con educación.
– Niño, ¿sabes hablar?
Se dirigió a Pablo con malas formas.
– Sí.
Le contestó secamente.
– ¿Con que tú eres el que ha sustituido a los Ugalde?
Lo miró despectivamente.
– Sí.
Pablo volvió a contestar con el mismo tono.
– Pues no pareces gran cosa.
Afirmó con la misma mirada.
– A usted no le tengo que parecer nada.
Pablo lo desafió mirándolo directamente a los ojos.
– Pablo, con respeto, es Don Antonio Calero.
Le explicó Rosa con un susurro.
Se le encendió la bombilla, ¡el famoso Calero!, por fin, el protagonista de su historia, y no le gustaba.
– Yo devuelvo el respeto que me dan.
Contestó con el mismo tono.
– Tiene cojones. Has venido al fresco me han dicho.
Volvía a mirarlo con insolencia.
Quería decir que me estaba escondiendo de la policía.
– Sí.
Contestó secamente.
– ¿Qué habrás hecho, asaltar un puesto de chucherías?
Lo miró con una sonrisa de superioridad.
– Lo que tenía que hacerse.
Le volvió a contestar con voz fúnebre.
– El Callao no te lo han puesto por gusto, pero si Tomás te ha cogido, así sea, bienvenido.