
Rosa estaba a su lado terminando de colocar unas prendas, y entonces se dio cuenta, aparte de lo bonita que era, lo pequeña y frágil que parecía, apenas si le llegaba al esternón, y como mucho pesaría cincuenta kilos, pero allí estaba, a las ocho de la mañana, sin una gota de pintura y bella como una diosa.
Rosa se dio cuenta de que la estaba mirando y se alejó a la otra punta del puesto, haciéndose la ocupada.
– Chocho.
Su prima se acercó.
– ¿Qué te pasa?, -le preguntó-, que estás mustia.
Algún día se acostumbraría al lenguaje de Ange, y lo que no sabía, también al de Rosa.
– Olvídame, -le contestó Rosa poniendo cara de esaboría.
– Callao, habla algo.
Lo miró y con los ojos le animó a que lo hiciera.
Ya le habían perdido el respeto, pero era algo que ya esperaba.
– ¿Qué quieres que diga?
Preguntó con su simpatía natural.
– Tú di algo, verás cómo le cambia la cara.
Le pidió Ange con sorna.
– ¿Quieres algo Rosita?
Le preguntó inocentemente.
– Que me dejéis tranquila.
Les echó una mirada de odio.
– Hoy está “pa” que le den, déjala Pablo.
Ange se volvió y siguió ordenando prendas.
Ya se veían personas, que todavía, en pequeño número, se acercaban al puesto y miraban lo expuesto.
– Voy a llamar por teléfono, estoy allí en la torre de electricidad, si queréis algo hacedme una señal, yo os veré desde allí.
Les señaló con la mano el sitio.
– Vale.
Comentó con indiferencia Ange, Rosa ni levantó la cabeza.
Pablo se alejó, llamó por teléfono al Comisario Jefe, y le explicó lo que había sucedido, le pidió instrucciones.
– Extraño, Maldonado, muy extraño, ¿cuál es su opinión?
– Ninguna, Señor, me dejo llevar.
– ¿Riesgo?
Volvió a preguntar el Comisario.
– De momento ninguno, todos me tratan bien, pero no puedo indicarle el propósito real de esto.
Contaba la verdad.
– Bien, páseme un mensaje de texto con los datos de su nueva identidad, y le proporcionaremos los documentos necesarios.
– Gracias, señor.
Terminó la comunicación, ¿algo aclarado? para él, no, tendría que seguir.
Mientras se acercaba al puesto un tipo de su edad se acercaba también.
Le oí decir, «las más guapas del mercadillo».
Era un muchacho menudo, bien vestido, con una pequeña perilla y cara de ratón. Se puso en el camino del tipo, delante de las primas.
– ¿Qué haces, gorila?
Le preguntó de malos modos.
Se quedó quieto, poniéndose aún más frente a él.
– Pablo, que es amigo.
Lo intentó calmar Ange.
Se echó a un lado.
– Paquito, que bueno verte, -le saludó Ange-, ¿ya has montado?
– Casi he terminado, está mi hermano rematando. ¿Quién es este?
Preguntó el muchacho señalándolo con mala actitud.
– Pablo, el primo de Rosita.
Le contestó Ange con una sonrisa.
– ¿Y el armario habla?
Volvió a preguntar el muchacho con la misma chulería.
– ¿Guasa?, -le respondió Pablo con mal talante.
– Oju, tu sí que tienes guasa.
Le contestó el muchacho con media sonrisa.
– Déjalo Paquito, no quieras problemas con Pablo, es el acompañante del Ayo, ha venido para eso y para enfriarse un poco.
Le advirtió Ange.
– ¿Enfriarse?
Preguntó el tal Paquito con cara de extrañeza.
– La Pestañí.
– Francisco Cortés, el Paquito.
Se presentó y le ofreció la mano.
Se la apretó bien apretada.
– Pablo Lupei, el Callao.
– Joder con el primo, ¿Qué comes?
Le preguntó el tal Paquito.
– Es mi primo, el de «Don Simón»