
Pablo sintió unos golpes en la puerta, y se incorporó sin saber dónde realmente estaba, la noche había sido dura, y poco antes había cogido el sueño profundo, tardó en darse cuenta de donde estaba.
– Pablo, arriba.
Era la voz de Ricardo.
Aún era de noche, miró el móvil que se cargaba en la mesilla de noche, las cinco de la mañana, buena hora. Se desperezó todo lo grande que era, abrió la puerta y miró el pasillo, no había nadie, aprovechó para entrar al cuarto de baño y asearse, no se le ocurrió afeitarse, siguiendo las instrucciones de Tomás, y en ese momento se preguntó, ¿porque seguía casi ciegamente las instrucciones del Ayo?, pero este pensamiento sólo duro un instante. Se vistió y bajó a la cocina.
Ya estaban todos sentados en la mesa, se les veía cara de cansados, posiblemente habrían pasado una noche pesada como el mismo, y tampoco tenía que gustarles la situación. Se tomó el café sin decir palabra después de desear buenos días, y perdió la vergüenza, el hambre le podía, y empezó a destrozar una tostada tras otra, había muchas, pero más hambre tenía en aquel momento, llevaría cuatro, cuando al ir a coger otra se encontró con la mano de Rosa que intentaba también coger la última que quedaba, los dos se miraron y retiraron la mano.
– Cógela.
Pablo le pidió a Rosa.
– No, -negó Rosa-, cógela tú.
Lo miró con la perdición de sus ojos azules.
– Por favor.
Pablo insistió embobado con su mirada.
– Dejaros de tonterías.
Se oyó a Ester.
-Estoy haciendo más-, ya tenemos otro lobo comiendo, como si no tuviéramos bastante con Rosita.
– Sí.
Exclamó en voz alta Ange.
-Dos con saque, que Dios nos ayude, vamos tener que comer como los pavos para poder coger algo con estos dos al lado, porque de Pablo se entiende, ¿pero de la canija rubia?
Y miró a Rosita como si fuera una alimaña.
Rosa le devolvió la mirada, y le contestó.
– Lo que estoy pensando ahora te lo voy a decir luego.
La chica arrugó el labio.
– Qué miedo, qué miedo.
Replicó Ange levantando las manos, y rio en voz alta.
Ricardo la miró un instante y Ange calló como si hubiera pasado un ángel.
Habló Tomás.
– Todos habéis escuchado lo que tenía que deciros, ahora quiero que os portéis de acuerdo con lo que os he dicho, Pablo.
Lo miró fijamente.
– Tú cuidarás de mis nietas y las ayudarás en todo, habla lo menos posible, y escucha y aprende de todo, pon los oídos en lo que se habla, hazte con lo que puedas, de cómo somos…
Agachó la cabeza.
-Te va a hacer falta.
– De acuerdo, Tomás.
Contestó, por Rosa haría lo que fuera…, por Ange, también.
– Ponte estas gafas.
Le pidió Ricardo, acercándole un par de ellas.
-Y vístete con esta camisa, y unas zapatillas de deporte, nadie de nosotros viste como tú cuando está vendiendo.
Miró las gafas, no eran precisamente su estilo, azules polarizadas, y la camisa sin mangas, sin hombreras, lo más hortera que había visto en su vida, pero posiblemente nadie pensaría que era policía con esa facha.
Subió y se cambió, cuando bajó de nuevo se levantaron de la mesa, él los siguió. Abrieron el almacén, después una puerta que se comunicaba, en la que estaba aparcada la vieja furgoneta, la abrieron, y le indicaron que ayudara a meter las cajas que le iban dando en el vehículo, donde ya se había metido Ange, que las iba colocando, no pesaban nada, y en un momento estuvo cargado.
Tomás que había permanecido observándolo todo, les comentó.
– A partir de ahora eres para todos «el Callao».
Lo señaló con el bastón.
– Vale.
Respondió, los demás asintieron de una forma u otra.
Se acercó a Pablo y le habló en voz baja.
– Llama a tus jefes, pero hazlo donde nadie te pueda escuchar, a partir de ahora, cuántas menos cosas extrañas hagas, mejor, y borra del teléfono la agenda, que cualquiera que lo pueda coger no pueda deducir que hay nada extraño.
– De acuerdo.
– Pues al tajo.
Ordenó Tomás.