
El Ayo los reunió a todos, la familia al completo, eso solo sucedía cuando algo súper importante había sucedido y debía contarlo. Rosa estaba un poco asustada, Ange también, sus bromas cesaron durante esos instantes.
– Esto que os voy a decir es algo que quizás no entenderéis el por qué, pero espero que confiéis en mí tanto como lo habéis hecho hasta ahora.
Hizo una pausa.
-No hago nada por capricho, ya lo sabéis, sois mi familia y nunca os pondría en peligro; si no fuera porque algo extraordinario va a suceder, y todo lo que a partir de ahora haga, es para que no nos perjudique lo que suceda, es serio, tendré que poner cosas donde no se esperan, realizar extraños cambios, ¿me comprendéis?
Todos callaron, Rosa no entendía nada, pero no se le habría ocurrido abrir la boca, ni a ella ni a nadie de los que estaban allí, todos tenían demasiado respeto al Ayo, no porque fuera el Ayo, sino porque su palabra era ley, y no sólo para ellos.
Les contó lo de Pablo, lo del rumano, toda la historia. Por un lado, el corazón de Rosita se llenó de alegría, pero, por otro lado, negros nubarrones cruzaban su pensamiento. ¿Un payo en casa?, no se le habría pasado por la cabeza ni en un millón de años, ¿y lo de que se hiciera pasar por rumano?, ella las pillaba al vuelo, pero aquello se le escapaba, a pesar de todo, ella pensaba en lo que decía su gente, no reniegues del cielo cuando te manda algo bueno.
¿Dejarlas a ellas solas en el puesto con un payo?, ¿por qué confiaba a ciegas el abuelo en alguien que no conocía de nada?, demasiadas preguntas y ninguna respuesta, confiaba ciegamente en el Ayo, pero aquello era difícil de comprar.
Aquella noche, ni Ange ni ella rieron, ni hicieron bromas, las dos estaban pensando en lo mismo, ¿qué pasaba?, se fueron a la cama en silencio, por lo menos a ella, le costó dormir.
Pablo casi no comió aquel día esperando los acontecimientos, así que cuando llegó a casa de Valdivia, tenía un hambre de mil demonios.
Le abrió Ester, no dijo nada, tenía la cara seria.
– Sígame.
Se dio la vuelta sin comprobar que la seguía.
Le estaba esperando Tomás en un salón muy grande, de color rojo oscuro en el que colgaban retratos en blanco y negro de personas en marcos muy antiguos. Era amplio. Un enorme sofá ocupaba casi todo un testero, solamente acompañado por una mesa de cristal que cerraba el cuadrado con dos grandes sillones. En frente del sofá un aparador antiguo recargado con más fotos familiares enmarcadas, pañitos tejidos, un antiguo equipo de música modular, un Sony, pero con años, unos cuantos discos y muchos libros, en todas partes, la única tecnología que existía era un enorme televisor de LED, justo al lado del aparador y centrado con el sofá. En una de sus butacas, estaba Tomás.
– Pablo.
– Buenas tardes, Tomás.
Pablo dejó la bolsa que traía.
– ¿Traes armas?
Le preguntó el viejo.
– No, la he dejado en la armería.
– Bien, te voy a decir la forma de hacerlo, si no estás conforme, me lo avisas y aquí no ha pasado nada, todos tan amigos.
– Te escucho.
Pablo prestó atención por la cuenta que le traía.
– A partir de ahora te llamaras Pablo Lupei, es el nombre de un primo de Rosita que murió joven en Rumania, ahora ha regresado de la tumba, así nadie podrá sospechar de tu aspecto, te has criado en el norte con unos familiares, y ahora estás aquí porque ésta familia tiene problemas.
Carraspeó.
-Todo esto es cierto, incluso la familia y los problemas, están todos en la cárcel en Nanclares de la Oca por tráfico de drogas, pero tú has nacido en España y eres español, no sabes rumano, y puedes hablar todo lo que quieras, que no te delatará tu acento ni tu aspecto.
Lo señaló de arriba abajo.
– Aquí tienes una lista de tu familia en el norte, con cosas que debes de saber de ellos, tampoco tantas. No te hagas el simpático, de hecho, te hemos puesto un mote para que tengas los menos problemas posibles, «el Callao»
Se le escapó una sonrisa al decirlo.
– Has venido para echar una mano a Ricardo y a protegerme a mí, los Ugalde los he quitado de en medio, a uno de ellos le prohibí que rondara a la Rosita y sé que anda encabronado, así que ten cuidado con ellos. ¿Estás de acuerdo?
Tomás lo miró fijamente, esperando su respuesta.
– Supongo que sí, no hay muchas opciones, ¿no?
Pablo estaba serio.
– Por desgracia, no. Sé que esto va demasiado rápido, pero es la única oportunidad que tenéis de detener al portugués.
La cara de Valdivia era seria también.
– Una pregunta, Tomás, ¿por qué realmente quiere entregar al portugués?
Sabía que le mentiría como si fuera tonto.
– Di mi palabra. Hicimos un trato.
No se creyó nada.
– ¿Hay algo más?
Negativa con la cabeza.
– ¿Seguro?
Pablo volvió a preguntarle.
– Si tú así lo crees, hijo mío.
Puso cara de resignación, de aquel pozo no iba a sacar más agua.
– Tomás, tengo que asegurarme con mis mandos de que esto es lo correcto y que tengo su aprobación para poder continuar.
Pablo no quería meter la pata, tampoco las tenía todas consigo.
– Piensa siempre lo que tienes que decir.
Miró hacia arriba.