39. Pablo y Rosa. La Profecía

– Cuenta lo que de verdad sea necesario, está el criterio del hombre para saberlo y decidirlo, no somos máquinas, míralo todo, piénsalo todo y después decide.

Lo miró.

– Pero, por favor, no seas un simple emisario, no espero eso de ti.

– Pero, Tomás, realmente ¿me puede decir que hago yo aquí?

La pregunta le salió sin pensar.

– Yo no te he elegido, tú mismo lo has hecho, todo estaba escrito.

Su cara cambió, su semblante era serio.

– Tú solamente haces lo que tienes que hacer, para seguir un guion que algo más grande que tú o yo hayamos pretendido.

– Realmente, Tomás, me tengo que dejar llevar, porque, perdóneme, no entiendo nada.

Agachó la cabeza, se sintió impotente, el viejo no le daba información.

– Lo entenderás.

Él lo afirmó con rotundidad, Pablo dudó totalmente.

– ¿Y ahora qué?

Preguntó, pero sabía que tenía que dejarse llevar por él, no había más remedio.

– Tomaremos la cena con mi familia, después dormirás en mi casa, y serás uno más de nosotros; mañana, te levantarás temprano, irás a montar el puesto, y todo seguirá su curso.

– ¿Cuánto tiempo?

Preguntó, quería sacar algo en claro.

– El que sea necesario, que no será mucho, déjate crecer el pelo y la barba, poca gente te conoce aquí, pero es necesario que a partir de ahora pases inadvertido. Es esencial.

– Bien.

              El viejo se levantó pesadamente del sillón, haciéndole seguirlo por unas escaleras estrechas, llegaron a una habitación, la abrió, mostrándole un pequeño cuarto con apenas un armario, una mesita de noche y una cama de barrotes de hierro. La ventana era pequeña, como la de un trastero, posiblemente lo había sido en otros tiempos.

– Aquí vas a vivir de momento, enfrente está la habitación de mi hijo, y dos más allá las de mis nietas, el cuarto de baño lo tienes aquí al lado. Cualquier cosa que necesites sólo pídela. Te esperamos para cenar.

Cerró la puerta y se marchó, dejando a Pablo con demasiados interrogantes.

              Cuando Tomás se fue, se sentó en la cama, que crujió ante su peso. Estaba abrumado, todas las dudas salieron en ese momento, pensó, ¿qué hacía allí?, iodo empezaba a sobrepasarlo, su lógica le decía que aquello no tenía sentido ninguno, por lo menos para él, ¿por qué? se preguntaba una y otra vez, y no hallaba ninguna respuesta. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer si no dejarse llevar por la situación, intentando controlarla lo máximo posible?, cosa que no había sucedido aún.

              Colocó sus pocos enseres en el armario, y bajó al salón.

              Estaban todos esperándole, las primas y Ester estaban colocando los platos, Tomás y Ricardo ya estaban sentados en la mesa, nadie hablaba.

– Buenas noches.

              Nadie le contestó, solo Tomás, que con una mano le indicó un lugar a su derecha, la del invitado de honor, él podía asegurar que se sentía de todo menos eso, más bien un condenado a la soga, sólo la presencia de Rosa hacía que se sintiera mejor.

              Casi nadie habló en toda la cena, sólo las peticiones de pasar un plato y algo más, a pesar de que tenía un hambre de mil demonios no comió apenas nada, se le había cerrado el estómago.

              Se disculpó y subió a su nueva habitación, donde pronto se quedó dormido. Pasó la noche inquieto, despertándose a cada poco, esperando con ansia que el nuevo día comenzara.

Capítulo VIII

El Callao

Cuando Rosa lo vio sentado en la mesa comiendo, apenas intentándolo, también a ella se le quitaron las ganas, estaba preocupada por lo que les había contado el Ayo, pero, por otro lado, feliz de que él estuviera allí, aunque pareciera sombrío, estaba allí, y eso era lo que necesitaba con todo su corazón, tenerlo cerca, nada más pedía.

              No se habló en la cena, se fueron a la cama todos muy rápido, incluso Ange no abrió la boca.

              Rosa se sentía preocupada pero feliz por tenerlo cerca, en ese instante un doloroso pensamiento cruzó su cabeza, ¿qué pasaría cuando todo terminara?, se iría, y le dolió el alma, por un instante se lo imaginó, y se sintió más sola de lo que se había sentido en toda su vida, las lágrimas se escaparon de sus ojos, y su vientre se contrajo como si le clavaran un cuchillo, apenas si pudo dormir esa noche.

              Al día siguiente se sentía atenazada por el mismo dolor, y cada vez que lo veía, ese mismo dolor volvía con más fuerza, casi no podía acercarse a él. Hablarle le dolía y no podía hacer nada por evitarlo.

              Para más, apareció el maldito Calero, maldita sea su fea estampa, y se fue a por Pablo, pero su Pablo lo paró, con dos cojones, y se volvió a sentir tranquila, y feliz, incluso cuando ese cafre estaba intentando provocarlo, nada malo le pasaría mientras su Pablo, su Callao estuviera allí.

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