29. Pablo y Rosa. La Profecía

– ¿Ester?, -el viejo Tomás llamó a su nuera.

– Sí, Ayo, dígame.

– Esta tarde la Rosita se queda aquí.

Cara de sorpresa de Ester.

-Ange va a ir sola a comprar, y que Rosita atienda a Pablo cuando venga. Déjalos que hablen a solas.

– Pero Ayo, no lo veo conveniente.

Ester levantó las manos.

-Es una niña, y a solas con un hombre.

– Tú vas a estar ahí.

Tomás la señaló con el dedo.

-Y no le vas a quitar ojo de encima, sin que se den cuenta, pero te lo digo con mi certeza, de que nada malo le deparará a la niña mientras ese hombre este a su lado.

– Ay Ayo que miedo, ¿qué ha visto?, -Ester se puso las manos en la cara.

– He visto a esos dos, felices, es el futuro.

El anciano intentó tranquilizarla.

-Y si te opones al futuro sólo traerás desgracias.

– Ay Ayo, que es mi niña, ¿cómo se la vamos a dejar a un payo?, que la quiero tanto como a mi hija, -Ester empezó a llorar.

– No llores mujer, ¿tú me has visto equivocarme alguna vez?, -le preguntó cogiéndole con su mano la barbilla.

– No, Ayo, -Ester agachó la cara.

– ¿Tú crees que le voy a entregar a nadie la niña de mis ojos, sin que se lo haya merecido mil veces?, -le levantó la cara y la miró a los ojos.

– No, Ayo, -Ester lo miró queriendo leer en los viejos ojos.

– Anda, belleza, tráeme un café al patio, y dile a mi hijo que venga.

Ester no las tenía todas consigo, la mujer le besó la mano.

– Bendito sea, Ayo.

– Bendita seas, Ester, -el viejo Tomás le sonrió.

              Se alejó caminando hacia el patio con paso lento. Durante un momento paró, se sentía aún más viejo, durante un instante elevó los ojos al cielo, y trató de mirar con sus cansados ojos a Dios, pensó «Señor dame vida para que pueda protegerlos de lo que viene».

              Se sentó, y esperó el café y a su hijo.

– ¿Qué quería usted?, Pápa, -preguntó Ricardo.

– Tengo que hablar contigo, – Tomás lo miró seriamente.

– Dígame usted, -Ricardo podía esperar cualquier cosa, extraños días.

– He estado con Antonio Calero, -Tomás puso cara de preocupación.

– Y ¿qué?, -Ricardo le pidió, moviendo la mano, que le contara.

– Un problema, está como loco.

Tomás movió la cabeza, mostrando su preocupación.

-No solo por lo de Antoñín, ahora con lo del nene, quiere correr más en ese asunto que tantos problemas nos puede traer.

– Está loco, nos va a destruir.

– El sólo ve el dinero, tenemos que cortarlo de raíz, no hay otra posibilidad.

– Pero, ¿con la Policía?

– No con la policía, con Pablo, sinceramente, hijo, hace tres días no sabía cómo parar al Calero sin que reventara todo.

– Pero si es un chaval con placa, muy grande la placa, pero es un imberbe.

– Tiene corazón, la primera vez que lo vi fue como si lo conociera y muy bien, ya sabes que hay cosas que sé y no puedo explicar, un «barrunto», como decimos, pero sé que podemos confiar en él, Ricardo, yo te pido que confíes en él, ¿lo harás?

– Pápa, usted sabe que lo que me pida, para mí, es sagrado.

– Lo sé hijo mío, y me siento orgulloso de eso.

– Pero ¿y lo de la Rosita?, -Ricardo seguía sin estar convencido.

– A ti no tengo que explicarte nada, es como tu hija, ¿no?

– Sí, Pápa, -Ricardo agachó la cabeza, asintió.

– Pero no eres su padre, ella es de aquí, y a la vez no lo es, se siente nuestra y extraña, su aspecto no es el nuestro, tú sabes que tiene muchos pretendientes.

– Y no dan más por culo porque nos conocen, -Ricardo pensó en lo dicho por su padre y se sintió mal.

– ¿Sabes hijo mío, como la llaman?

Tomás acerco su cara a la de su hijo.

– No, la llaman de muchas formas, Pápa.

Ricardo sabía algunas.

– La Joya.

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