
Rosita se quedó sorprendida de por qué el abuelo quería que Ange fuera sola a comprar, normalmente lo hacían todo juntas, pero si el Ayo te decía que no, era no.
Se bajó nada más comer, su tía le explicó como tenía que organizar unas prendas que habían traído esa mañana de talla súper grande la XXXL, de esas normalmente tenían pocas.
Cuando empezó a abrir las cajas vio que eran camisas originales, de marca, no piratas, se notaba al tacto. ¡Lo mismo unas que otras!, pensó, daba gusto tocarlas, además eran preciosas, de caballero.
Estaba terminando de colocar las últimas, cuando entró la tía acompañada de alguien.
El corazón le dio un brinco, Pablo estaba allí de nuevo, como si el destino también quisiera que estuvieran juntos.
Rosa lo saludó, le enseñó la ropa, y cuando se quitó la chaqueta, vio que era todo músculo, la camisa sería de su talla, seguro, pero le quedaba pequeña, le apretaba los brazos y el pecho. Se quedó embobada, apenas un segundo y gracias a Dios reaccionó rápidamente, le escogió unas cuantas prendas, y nada más dárselas, ella sabía cuáles eran las que le quedaban bien y cuáles no.
Le impidió que comprara una negra, ¡que terrible!, ¡Pablo de luto!, ni por un asomo. Las demás, salvo una, cuatro en total, le quedaban como un guante, le daban un aspecto más señorial, y mientras lo miraba al espejo, tenía que tener cuidado de que no se le cayera la baba.
Se puso triste cuando terminó, Rosita sabía que se acababa lo que se daba, pero gracias a la Virgen, lo más inesperado, la dejaron a solas con él en el patio.
Feliz como una perdiz, solía decir Ange, y así estaba ella, podían parar el mundo que su cabeza seguiría girando, estaba por primera vez a solas con él, ¿cómo sería?
Era dulce, parecía increíble en aquel pedazo de hombre, pero sólo la miraba como fascinado y cada una de sus palabras hacían que el vello se le erizara. No quería que terminara nunca, le habló sobre lo de su madre, y hacía tiempo que no sentía que ella estaba allí, pero allí estaba, como si los bendijera a ambos, como diciéndole que todo estaba bien, que todo iba a salir perfecto.
Y cuando le prometió que mientras él estuviera a su lado nunca le pasaría nada malo, supo, ¡podía jurarlo!, que pasaría el resto de su vida con él. Y fue feliz, con la felicidad de la cercanía, de que había menos soledad en su mundo, que alguien más se preocupaba por la pobre Rosita.
Otra comida en el buffet, tan sobria como siempre, escalopes de ternera con sabor a plástico, y dos huevos refritos, de postre yogur. Si seguía así, Pablo supo que era candidato a úlcera, a perder quilos, seguro, o quizás a ponerse como Montes. Gajes del oficio, tampoco en la Academia se comía regio. Ahora sí echaba de menos los guisos de madre, los olvidó en la Academia, pero las vacaciones después de la graduación, antes de incorporarse al destino, le habían malacostumbrado. Sólo se aprecia algo cuando no se tiene.
Ducha, ya con la hora sabida, pues el camino lo conocía.
Llamó a la puerta, salió Ester, no tan arreglada como la noche anterior, pero con un aspecto mejor incluso.
– Pase usted, Don Pablo, -le recibió con una sonrisa, se le iluminaba la cara, también era muy guapa.
– Pablo, por favor, -le sonrió él también.
– Venga conmigo.
Se dio la vuelta.
La siguió, cruzaron el patio, y entraron en un cuarto de la parte izquierda, al hacerlo, llegaron a una habitación bastante grande iluminada por barras de neón, allí se amontonaban cajas por todos lados, en los laterales unos colgadores de ropa, y en el centro dos mesas.
Y allí estaba Rosa, apoyada sobre la mesa colocando unas prendas mientras canturreaba alguna canción que Pablo no llegaba a adivinar.
– Rosita, mira quien ha vuelto, -le gritó con sorna, Ester.
Rosa se dio la vuelta, y se puso colorada como si tuviera fiebre.
– Buenas tardes, Don Pablo, -Pablo la observó, la cara era un poema, guapa como la que más, pero sorprendida totalmente.
– Pablo, por favor, -le sonrió, era guapa, sorprendida o no.
Preciosa de cualquier manera, el pelo cogido con una goma, una sudadera, pantalones de chándal y zapatillas, regia, y no es broma, a Rosa le sentaba bien hasta el aire que la envolvía.
– El Ayo me ha llamado y me ha dicho que le busques ropa para probar, -le explicó Ester a Rosa, se volvió hacia él y le señaló unas bolsas con camisas.
– Pablo, todo es de outlet…
– Por supuesto, ya me lo ha comentado Tomás.
Francamente le daba igual.
– Entonces, ¿sabes que no son de este año?, -le preguntó Rosita, no quería ninguna duda.
– No soy delicado, -movió la mano indicando indiferencia, estando ella le daba igual todo lo demás.
– Rosita, por favor, -puso la cara de un ángel subiendo al cielo, Pablo se derritió.
– ¿Qué talla tiene, don Pablo?, -le preguntó su diosa.
– Pablo, y una XXXL, -pudo decirlo porque lo había repetido muchas veces, en otro caso, solo se le hubiera caído la baba y se hubiera quedado en silencio.
– O más quizás, -se preguntó meneando la cabeza, posiblemente; se quedó satisfecha, y se rio.
Lo miró de arriba a abajo, se dio su tiempo.
– Sí, ¿te puedes quitar la chaqueta?, -ordenó más que pidió.
– Por supuesto, -Pablo pensó que lo que ella hubiera ordenado, él lo hubiera hecho.
– Yo no sé cómo puedes ir con chaqueta, chiquillo, te vas a asar, -le recriminó con desparpajo.
– Trabajo.
Asintió, porque la verdad, con ella Pablo sudaba como un cerdo.
– Yo creía que los que sufrían eran los delincuentes, -sonrisa picarona, baba de Pablo al suelo.
– Todos sufrimos.
Ya se había quitado la chaqueta, y lo volvió a mirar de arriba a abajo.
– Algunas XXXL no le van a venir de seguro, -lo mira de lado, sabe de qué habla.
– Bueno, enséñame lo que tienes, -le contestó Pablo con inocencia.
– De ropa, ¿no?, -respondió Rosa con toda la picardía del mundo.