
Pensó que, si no bebía, mejor, ¿que no fumaba tampoco?, más mejor, vicio ninguno, ella tenía que ser su vicio, ¿qué quiere naranja? todas las de Valencia le traía, Mirinda, Fanta, aunque haya que pintarlas.
“Y que si se entera de sí tiene novia», se fijó en su mente, aunque el Ayo no la dejara salir nunca más, que, si se enteraba, que se enteró, y que si se tenía que enterar de que no era una niña y no tenía novio, pues eso, lo mismo.
Rosa lo mira con cara de “que tonto es”, pues no va y asegura que no las salvó, será payo.
A ella se lo va a decir, que no se fijó, seguro.
Lo llenó de comida, con la certeza de que a ella no se le moría de hambre, ¡que no ha “matao” gente la educación!, pensó, “cuchará viene cuchará va”, que hay que mantener ese cuerpo.
Pablo contempló como bajaban por una escalera que comunicaba al patio, encalada y blanca, pasaban en ese momento un arco grande de ladrillos naranja; la morena lucía guapísima, con un traje crudo, mostrando la figura de toda una mujer, pecho proporcionado y caderas amplias, pero sin exagerar, un bello óvalo de cara, unos atrayentes ojos destacados con un rabillo exagerado y del color de los de su abuelo.
Pero la otra, lo supiera o no, todo lo atrapaba, todo lo absorbía, su perfección, su sobriedad, sin ningún tipo de pintura, era lo más bonito que nunca se hubiera imaginado; sobre unos exagerados tacones, un traje negro, que embutía un tipo digno de las mejores pasarelas, un trenza rubia engarzada en una cola romana que le caía sobre el hombro, resaltándose sobre el negro del traje, un talle de avispa, una boca perfecta, una sonrisa mágica, y unos ojos azules, que parecían resplandecer a la luz del atardecer.
Se quedó embobado, casi se le cortó la respiración, no entendía el poder de aquella muchacha; cuando la veía, todo lo demás desaparecía, su corazón latía más que cuando corría, y le parecía que los colores subían a su cara, diciéndole a todos lo que sentía. Quería salir del embrujo, pero, a la vez, desesperadamente, deseaba poder seguir mirándola más tiempo.
Se acercaron y Pablo seguía embrujado, sintiendo el dolor en el corazón de algo maravilloso que no se puede tener, de lo prohibido y anhelado.
– Estas son mis nietas, las niñas de mis ojos, la alegría de mi vida. Esta es Angelita, -señaló Tomás mirándola con satisfacción.
– Ange, Ayo, -una preciosa sonrisa.
– Encantado, -y Pablo no mentía.
– Esta es Rosita, -le señaló a lo más bonito que podía existir en la tierra.
– Rosa, Ayo, -le corrigió Rosa luciendo la más encantadora de las sonrisas.
– Encantado, -respondió, pero estaba, no encantado, más bien embelesado, un gran imbécil. Ya sabía que la diosa se llamaba Rosa. Su hechicera Rosa.
– Sentémonos, -le indicó Tomás.
– ¿Que le gustaría tomar?, ¿Usted bebe?, -preguntó Ester acercándose a él.
– Agua, gracias.
– ¿No le apetece un vinito?, -insistió la mujer.
– No bebo alcohol, gracias, -le respondió Pablo, sin quererla ofender.
– Eso lo cura el tiempo, ¿una coca cola?, -preguntó Ricardo.
– Algo de naranja, si no es molestia, -se dejó convencer.
– Rosita, tráele al señor algo de naranja.
– Si, Ayo.
Fue hacia una puerta que imaginó que era la de la cocina, y su figura se dibujó en el contraste de la luz.