
Pasó recepción, se despidió de los agentes que guardaban la puerta por educación, pues aún no los conocía, bajó las escalinatas, y se encaminó hacia la Avenida de Conde de Vallellano dejando a sus espaldas la Cruz Roja y el Paseo de la Victoria.
Los jardines de la Avenida estaban verdes, no con el verde su tierra, sino con un color más sólido, quizás la claridad que daba una luz más potente, no lo sabía, pero a esas horas de la tarde, parecían géiseres verdes que emergían del amarillo del albero. Otra tierra, otros colores, bellos colores, si no fuera por el maldito calor.
Caminó por la sombra que daban los edificios a un sol que se ocultaba. A pesar de ello, la sensación de sofoco lo atrapaba, parecía que no le entraba el aire suficiente, no sabía si algún día podría olvidar el mar de su tierra, la brisa marina, y el olor de la sal.
Más de quince grados de diferencia con Santander estimó. A esta hora sus padres solían dar un paseo por la Avenida Castañeda, parándose a tomar una cerveza en el bar de «El Piqui» a disfrutar de la brisa, del olor del mar. De pronto, al acordarse del Piqui, le entró sed, y miró a su alrededor buscando un bar, le apetecía algo frío. Buscó alguno y entre dos calles vio los veladores de uno. Se acercó y se sentó, dejándose caer en la silla, disfrutando del descanso que daba el toldo que le protegía del sol del atardecer, que seguía matando.
Segundos después se acercó un camarero de pantalón negro, camisa blanca y pajarita.
– ¿Que le pongo al Señor?, -el chico sonrió tieso como un palo, años de oficio.
– Un café solo con hielo, por favor.
Apenas unos instantes después apareció por arte de magia el café con hielo en la mesa.
– ¿Algo más?, -preguntó el camarero.
– No, gracias, -le respondió Pablo.
Miró alrededor, cruzando la calle estaban las antiguas murallas de Córdoba, de unos diez o quince metros de alto, tapadas casi por las damas de noche, con un pequeño arroyo canalizado en piedras de cuatro o cinco metros de ancho, y al final la estatua de Averroes[1], un insigne Cordobés del que no sabía casi nada. Era bonito, verdes jardines, murallas de miles de años encerradas entre edificios de siete plantas.
Casi nadie por la calle, a fuer de viejo se aprende, y él apenas si llegaba, tardaría en acostumbrarse a buscar la sombra, a escoger las horas, y a saber que en verano a las tres de la tarde no vuelan ni los pájaros, y que la noche empieza a las once, o más tarde incluso.
Estaba aún sin beber, girando el vaso para que el frio del hielo pasara al café, intentando olvidar el hechizo de la bruja de los ojos metálicos, cuando oyó una voz que le decía.
– ¿Inspector Maldonado?
Alzó la vista y vio a un hombre muy mayor apoyado en un bastón. Vestía impecablemente, pero como lo hubiera hecho su abuelo, traje negro con chaleco y sombrero, algo complicado de portar, más en una ciudad como esa, donde sobra todo, pero a él no parecía importarle; mientras Pablo sudaba como un cerdo, el viejo parecía que acababa de ducharse.
Pasaría de los setenta, a pesar de ello, tenía las facciones agradables, habría sido guapo en su juventud, aún conservaba unos ojos verdes como los suyos, pero más opacos por la edad; barba bien cuidada, gris, y movimientos pausados. Parecía no sudar con toda aquella vestimenta a pesar del calor que inundaba la ciudad, se apoyaba levemente en el bastón negro que lucía una empuñadura de plata. Un elemento interesante.
– ¿Me permite?, -el anciano señaló una silla frente a él.
– Por supuesto, -Pablo se la ofreció. Se sentó con parsimonia.
– Permítame que me presente, Tomás Valdivia.
[1] Averroes (latinización del nombre árabe أبو الوليد محمد بن أحمد بن محمد بن رشد ʾAbū l-Walīd Muḥammad ibn ʾAḥmad ibn Muḥammad ibn Rušd; Córdoba, Al-Ándalus, 14 de abril de 1126-Marrakech, diciembre de 1198) fue un filósofo y médico andalusí, maestro de filosofía y leyes islámicas, matemáticas, astronomía y medicina.