
Páramos solitarios, donde los abejarucos moran,
Escondidos y protegidos, por cardos que adornan.
Eriales de plantas pobres, entre piedras que imploran,
Buscando veneros de agua, que sus raíces exploran.
Roquedales vacíos, huérfanos de verde encanto,
Agrietados, hijos del fuego, con perenne quebranto.
Chumberas de orejas gachas, con chumbos en su manto,
Mirando al cielo altivas, sin bajar el llanto.
Cernícalos graznidos, rompen el silencio santo,
Arropados por el aire, en el viento su canto.
Lagartos de roca ardiente, en su sueño franco,
Alacranes negros, en sombras de espanto.
Meloncillos inquietos, desde el barco bajados,
Vivos y extraños, en la solanera refugiados.
Sol sin agua, nubes de paso, cielos asolados,
Ojos que miran, sin descanso, agotados.
Claridad de locura, que tuesta y oscurece,
Olvida el barro, mientras el llano perece.
Monotonía de espinas, en campos que entorpece,
Horizontes de secano, que el verano establece.
La carrera milenaria, continua en su trama,
Perdona a tus hijos, hambrientos de calma.
De malvada respuesta, solo el barro se inflama,
Rompiéndolo en mil maneras, antes de abrir el alma.