La negra noche me envuelve entera,
pincelada de estrellas, clara y sincera,
una pléyade brilla en el firmamento,
la luna, grande, reina del momento,
se alza con pecas entre su manto,
y las luces titilan en blanco encanto.
El aire quieto, frescor que no corre,
la oscuridad que el sol ya no socorre,
desde mi azotea veo el perfil mellado
de los edificios en la ciudad alzado,
ninguno igual, cada uno una historia,
alguno falta, testigo de la memoria.
La noche calma, mi tierra llana respira,
a la vera del río, el frescor conspira,
hija del canto de chicharras al día,
y de los grillos, que en la noche son guía.
Olores de azahar y jazmín esparcen
y los mosquitos de picaduras nacen.
Escucho el silencio, callejas vacías,
y espero al fresco que por fin llegaría,
como ladrón en la noche robando,
bienvenido el frío, en mi piel calando.
Tacones resuenan en la vieja losa,
evocan tiempos de mi tierra morisca y hermosa.
¡Ay, soledad, mi fiel compañía,
de la noche oscura, siempre tardía,
escapando del sueño y del descanso,
mi espalda en el azulejo hallando remanso!
Miro la luna y su corte de estrellas,
reflejo en el río de aguas más bellas.
El río murmura, lento en su correr,
no quiere romper con su fluir el atardecer,
de pasos solitarios, sobre las viejas piedras,
que tantos han pisado, en noches ya muertas.
Mi calle es testigo de almas perdidas,
en esta noche calurosa y oprimida.
Los tacones se alejan, rumbo al río,
donde la ribera espera su eco vacío,
allí donde la vida y el cauce terminan,
donde los álamos, vencidos, se inclinan.
Olvidadas crecidas, páramos desiertos,
siempre cerca del río, el hogar de mis sueños.
La puerta nueva y su cruce olvidado,
el viejo olivo junto al matadero,
todo yace muerto, como mi ciudad,
que se va desvaneciendo con su lenta verdad.
A la orilla del río, siempre en su costado,
donde nací, cerca de mi amado río,
mi ciudad se muere, pero yo suspiro,
por el agua que corre, por mi querido río.