Mi Bar

Paco miró desde la barra, nadie, nada, ni un solo cliente, ni tan siquiera los parroquianos. Invierno, sí, pero tanto no. La pandemia, la puñetera pandemia. ¿Ahorros? No. Nada.

              El compresor del frigorífico saltó, se asustó un poco, desde que abrió el bar era la primera que lo oía, la primera vez que el silencio era todo, denso como solo el que lo oye sabe.

              Miró a la calle, ni tan siquiera los gatos. Ocho veladores, ahora dos solo. Distancia social. Sonrió. Pero el estómago se lo devolvió revolviéndose.

              ¿Cuánto tiempo más?, suspiró profundamente. Poco, las joyas de la Ceci habían desaparecido, unas empeñadas, otras… a saber, el coche en lo de la tele. Prometer mucho, pagar, poco, coche con cuarenta mil kilómetros, dos años y por él, una piruleta. ¿Qué hacer?, nada queda, todo es, pero nada queda.

              Y la niña llora en casa. Las cosas iban bien, ahora es el momento y la niña llora, y Cecilia llora, la que pidió que dejara el camión, que lo pusiera todo en el bar, por amor, para que no reventara, ahora, ¿Qué queda?

              Quéjate al maestro armero. ¿Ayudas? Manos al cuello. Grandes gestos. Poco cobre. Putos políticos, ninguno cerrará su bar, el que le hizo ver la vida con ilusión. Puta vida, mejor robar que trabajar, en la tele, los de chaqueta, ninguno pasa hambre.

              Ayuda… y más ayuda… nada llega, solo las facturas, las de la carne que se hubo de tirar, las de los barriles que no se tiran, las de… todo.

              Cierra la persiana, el ruido suena a perenne, a siempre así, y se le vuelve a encoger el corazón, mira las mesas encadenadas, todo está bien, todo está mal. Cierra. Camina.

              Los policías que levantan la mano. Mira el reloj. Sonríe. Treinta minutos más tarde que la hora de confinamiento. Puta vida. Mira al cielo. Le cae un copo en la cara. Nieva. Vuelve a sonreír. Puta vida.

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