
Levantarse al alba sombría,
cuando aún no nace el día,
cuando en la cama, el alma calla,
y al cuerpo el sueño no lo halla.
El día que llega, cansado,
te obliga, sin ser invitado,
no importa si tú no quisieras:
la vida impone sus banderas.
Ducha, afeitado, rutina,
ropa que apenas combina.
Con prisa, vestir el uniforme,
tartera llena, nada conforme.
Autobús grasiento y hediondo,
de humanidad va rebosando.
Camino del gran hormiguero,
te topas con cada viajero.
Sirenas, relojes, taquillas,
máquinas, luces, rejillas.
Cada tic te arranca el aliento,
te roba el alma en su tormento.
La máquina enciende su furia,
espera tu carne, tu penuria.
El mismo vaivén repetido,
torpe, ágil, lento, perdido.
Tu cuerpo no quiere moverse,
pero no hay forma de torcerse.
Sirena: momento de pausa,
comida que apenas causa
más que tristeza apretada,
de una vida desganada.
Segundos que parecen nada,
y otra sirena desalmada.
La máquina sigue inclemente,
vomita ruido estridente.
Te quema, no lanza metralla,
pero sí el alma te acuchilla.
Otra sirena te arrastra,
la misma condena nefasta.
Sales, vuelves a marcar,
sólo quieres descansar.
Camino a ese nido callado,
hogar ya casi olvidado.
Y al llegar, sin más batalla,
miras la ventana gris, sin malla.
Una lágrima se derrama,
fruto de un alma sin llama.
Y en su brillo silencioso,
se esconde un grito doloso.