
Canciones que nadie oye,
las que en sombras se descoyen,
susurran las dulces hadas
en noches de lunas calladas.
En los oídos de duendes viejos,
sus notas cruzan los espejos.
Luciérnagas de colores
vuelan como resplandores.
Duermen sobre los alerces
como sueños que no te meces,
y los trasgos van andando
por senderos de otro bando.
Ese camino tan bajo y frío,
lo esculpió el arroyo en su río.
Ninfas desnudas se bañaban
y entre juncos retozaban.
Mientras danzan sin censura,
te atraen con su hermosura.
Enseñan sin vergüenza o calma
sus sexos llenos de alma.
Te invitan con la inocencia
de la pasión en su esencia,
como animal que embiste
con deseo que persiste.
Y si te vas acercando,
ellas se van alejando.
Vuelan con risa ligera
que entre la bruma se altera.
Se burlan de los humanos,
de sus deseos tan vanos,
y tú, como un tonto, miras
lo que en la niebla deliras.
El bosque ya no persiste,
quizás solo en lo que existe
dentro de una mente errante
que inventa su amante.
Trasgos, ninfas y esas hadas
ya no temen ser llamadas,
viven libres, sin reparo,
donde el musgo es su amparo.
Pero al abrir ya los ojos,
te abandonan sus antojos.
Queda el bosque desolado,
y tú, fuera del encantado.
Ya no eres dueño del sueño,
ni del hechizo risueño.
Todo lo que viste escapa,
y el alma en silencio tapa.