
Ya no camino,
por el asfalto negro y fino,
de riesgo y de peligro cierto,
dejé quieto al corcel abierto.
Dejé de mover mi vida,
dejé de sentirla vivida.
Los golpes, los años, mil casos,
doblaron mis viejos brazos.
Ya no pueden con su peso,
ni con el eco del regreso.
Cuando el sol empieza a caer,
una bruma me hace volver.
A cuando a doscientos rugía,
la bestia y el alma mía.
Con cada leve movimiento,
rozaba el fin, el firmamento.
Los cilindros en ebullición,
el aire cortando la emoción,
queriéndome desmontar
en cada curva por tomar.
Curva que tal vez sería
la última de mi vida.
Suspiro… ya no hay casco que poner,
ni marcha para volver a meter.
La bestia quedó rendida,
perdida, rota, consumida.
Quizás reposa en un desguace,
y a mí, la vejez me abrace.
Solo puedo ahora añorar
los días de salir a cabalgar,
sobre aquel monstruo temido,
que era mi cárcel y mi abrigo.
Era un demonio, sí, asesino…
pero me daba lo divino:
esa libertad tan profunda,
que nunca se olvida… nunca.